Desde Barcelona

UNO Entre las maneras de saber si uno ha tenido/tiene suerte en la vida está la de qué tipo de vecinos han tocado. Rodríguez ha tenido muy mala suerte y peor karma: en el piso de arriba una familia de ingleses y en el de abajo una de alemanes que han migrado al Sur para hacer todo aquello que no les permiten hacer al Norte. Una y otra entendiendo a sus departamentos como pub/bierhaus sin límite de última ronda. Ahora mismo se están gritando/invitando desde un balcón a otro mientras Rodríguez reza porque pronto pongan en práctica eso del balconing y caigan al vacío para, seguro, sobrevivir milagrosamente y, para festejarlo, seguir bebiendo.

DOS Con semejante (des)ánimo, Rodríguez --más bloqueado que Canal de Suez, con el horario de nuevo cambiado-- enciende el televisor y se calza audífonos y se pone a ver A Beautiful Day in the Neighborhood. Reciente pseudo-biopic del animador catódico infantil y vegetariano y santo laico y asmático y maestro zen y daltónico y ministro presbiteriano y condecorado presidencial y vegetariano y sello postal de 50 centavos y national treasure Fred McFeely Rogers alias Mr. Rogers (1928-2003). Protagonizada por Tom Hanks y dirigida por Marielle Heller. Casting perfecto: no se conoce a nadie que no quiera a Hanks a quien ya se considera planetariamente un incuestionable all american classic y, además, gran interpretador de personajes inspiradores e inspirados. A Hanks se lo suele definir como "el nuevo James Stewart" y, sí, el muy querido Fred Rogers (con dicción lenta y fraseo hipnótico y andar desgarbado) era también, una especie de James Stewart. No, por supuesto, el dark Stewart de Vértigo. Tampoco el claroscuro Stewart de It's a Wonderful Life. Sí, el luminoso y alucinante y alucinatorio Stewart de Harvey, quien acaba contagiando a todo su entorno su beatífica y conejil y cuerda locura.

Así --al comienzo de cada uno de sus programas de tv madura y sabiamente infantil-- Fred Rogers entraba en escena/casa canturreando eso de que le gustaría que fueses su vecino. Y se sacaba su americana (pero nunca se quitaba la corbata) y se ponía un saco de entrecasa rojo y cambiaba zapatos por pantuflas. Y, para ser un personaje de John Cheever, sólo le faltaba servirse un martini (y, se sabe, Rogers era un nadador dedicado y, según algunos, también bisexual). Pero no. Porque enseguida Fred Rogers abría la boca y todo lo que decía era como de personaje de J. D. Salinger: de un Seymour Glass que no sólo no se suicidó sino que impidió que tantos otros se suicidasen.

Levantad, camarógrafos, la viga del estudio de televisión.

TRES Y la película está inspirada por un magistral perfil firmado por Tom Junod en 1998 en Esquire. Y --nada es casual-- arranca con el cronista conversando con Fred Rogers acerca de un conejo de peluche que tuvo en su infancia. Y, sí, enseguida Junod (quien acompañará a Rogers para ser testigo del efecto de sus benéficas radiaciones y satoris y éxtasis por el modo en que hablaba con niños y hasta con gorilas quienes, invariablemente, lo escuchaban y le prestaban toda su atención sin pedirle que se la devolviesen) comprueba que, en realidad, es él quién está siendo entrevistado por su entrevistado. Y comprueba que (la película dramatiza un tanto la cuestión, pero se le disculpa porque lo hace por todas las razones correctas) acaba siendo mejor persona de lo que era cuando empezó a escribir esa nota de tapa. Nota que Rodríguez encontró on line y leyó entre lágrimas luego de haber visto entre lágrimas A Beautiful Day in the Neighborhood.

CUATRO Convertido a la fe del fredrogerismo, Rodríguez (a quien ya no le alivian los efectos residuales de Zack Snyder's Justice League, con su esperanzador mensaje de que es posible la existencia de un equipo de personas actuando coordinadamente para lograr objetivos comunes como salvar a la humanidad o combatir virus o aniquilar malos vecinos) decidió profundizar más. Así, siguió con el bio-documental más comercialmente exitoso en toda la historia: Won't You Be My Neighbor? (2018), de Morgan Neville. Allí, abundante videoteca de episodios de Mr. Roger's Neighborhood emitidos desde 1968 hasta el 2001 y moldeando a múltiples generaciones de niños hablándoles del racismo, la muerte, el acoso escolar, las enfermedades. Todo eso y mucho más con la ayuda de unos títeres bastante andrajosos (nada que ver con los tanto mejor producidos Muppets), con un montaje lento y anticuado (a Rogers no le gustaban las escenas cortas y la compaginación espasmódica de video-clip) y con un grupo de adorables adoradores que parecen actuar en trance y con un aire casi de David Lynch entre las maquetas del Vecinadario de Make-Believe. Y, claro, Rodríguez se preguntó cómo fue y es posible que este programa no sea de emisión obligatoria en todos los países del mundo (lo mismo vale para la traducción de los libros casi espirituales recopilando sentencias y consejos de Fred Rogers) para mejoría de eso que se ha dado en definir como "raza humana".

Después, por supuesto, Rodríguez siguió llorando.

CINCO Y, sí, Eddie Murphy se burló de todo el asunto en un célebre sketch de Saturday Night Live (a Rogers le gustó/divirtió porque, dijo, "toda parodia está hecha de corazón y con amabilidad"). Y la reciente y muy buena serie Kidding dirigida por Michael Gondry inclina un poco todo hacia lo casi psycho (con inevitable ayudita de Jim Carrey).

Y ahora Rodríguez no puede sino preguntarse si su constante lagrimeo no será, además, consecuencia directa de los meses acumulados y fatiga de materiales por Pandemia & Co. y Etc. Es posible (ya hay encuestas asegurando que en el último año la gente ha llorado más que nunca). Pero Rodríguez prefiere pensar que (como el personaje basado en Junod en A Beautiful Day in the Neighborhood, a cargo de un deslumbrante Matthew Rhys) ahora llora porque se siente mejor luego de haber conocido a este hombre. Un ser extraño quien --cuando supo que su peso era 143 libras-- decidió y consiguió que nunca subiese y bajase por el resto de su vida porque, explicaba, esa cifra contaba con los números de las letras que formaban las palabras I y Love y You. Alguien quien --explica Junod-- un día decidió que quería vivir en el Paraíso: "ese lugar al que la gente va cuando se muere; pero este hombre, Fred Rogers, no quería morir e ir al Paraíso; Fred Rogers quería vivir en el Paraíso, aquí y ahora. Así que una vez me miró y me dijo: 'Las relaciones que establecemos a lo largo de nuestras vidas: tal vez eso sea el Paraíso, Tom. Nos relacionamos y conectamos tanto aquí en la Tierra. Míranos a nosotros: acabo de conocerte, pero ya estoy invirtiendo en lo que tú eres y serás. Y no puedo evitarlo...'".

Junod y Rogers fueron amigos hasta la muerte del segundo, día en que todas las primeras planas de los periódicos y las aperturas de noticieros informaron a la humanidad de que estaba autorizada a llorar y pedir (como solía hacerlo Rogers) que hiciesen unos segundos de silencio para pensar en alguien a quien quieran o hayan querido mucho.

Y ya se sabe en quién pensaron todos.

Arriba y abajo, los vecinos que a Rodríguez le gustaría que no fuesen sus vecinos siguen bebiendo y aullando.

 

Pero, como Rodríguez no los quiere, ya no piensa en ellos.