No es casual que en 1974 Sui Generis utilizara el término para un disco repleto de visiones críticas sobre la sociedad. Las instituciones no tenían buena prensa. Con el correr del tiempo se empezó a menear cada vez más la cuestión de la "calidad institucional", pero en general la "institución" era entendido como algo rígido, represor, representante de valores no siempre coincidentes con el bien común. Y sin embargo.
Sin embargo, Hilda Cabrera fue una institución.
Tengo grabadas en la memoria unas cuantas cosas relacionadas con Hilda, pero una de las primeras es la que debe citarse casi de movida en un texto que, ante su fallecimiento este 30 de marzo, pretende despedirla con el merecido afecto y justicia: Hilda Cabrera fue una de las mejores periodistas de teatro de la Argentina, con un conocimiento profundísimo y una curiosidad inagotable, con una pluma elegante y esa capacidad para entender las complejidades de las artes escénicas que distingue a quienes saben de verdad y se apasionan por compartirlo. Lo primero, entonces, es eso: Hilda honró el pacto entre periodista y lector por todo lo alto, fuera en sus reseñas o en las charlas siempre jugosísimas que conseguía con sus entrevistades. Una periodista pura sangre, paladar negro, versada en el teatro clásico, en la obra argentina y también en la experimentación en los bordes, aun cuando a veces no compartiera el lenguaje. En sus notas no se traslucía su gusto personal, sino su juicio impecable. Hilda era teatro: tanto que en ese ámbito, viendo una obra de Carlos Gorostiza, conoció al amor de su vida, ese otro gigante del periodismo llamado Julio Nudler.
Pero además: Hilda fue una presencia enormemente querible en la redacción de Página/12. En 1992, cuando los pibes salvajes que hacíamos el Suplemento NO desembarcamos en Cultura & Espectáculos, lo que podría haber sido un choque generacional fue un instantáneo respeto y cariño. Andábamos a los saltos en la ruta rockera, pero nos deteníamos a escucharla, a aprender. La calidez conque nos hablaba, esa comprensión generosa de quien tiene varios partidos jugados pero no se pone nunca en maestra ciruela, su interés en nuestras andanzas y el nuestro en su mundo, ayudaron a desarrollar una relación que desmentía toda diferencia.
Hilda se divertía. Nos escuchaba decir barbaridades y sonreía y se reía y nos pedía detalles, siempre con un brillo pícaro en la mirada, siempre la voz dulce, la actitud reposada. Representante de la vieja guardia de las redacciones, sabía enseñar sin evidenciar superioridad, disfrutaba el intercambio con esa pequeña banda de irrespetuosos que deteníamos todo para charlar un rato con ella. Y repito: aprender.
Años después, cuando ya no solo la leía sino que me tocó editar sus notas, comprobé que solo necesitaban un título, una volanta, copete y epígrafe: el texto de Hilda siempre era una delicia bien redondeada, el producto de un laburo paciente y concienzudo por honrar su trabajo, su pasión, su manera de entender y reflejar el teatro en la Argentina. A veces nos atrevíamos a hacerle chistes sobre la hora de cierre, porque aplicaba a ese trabajo concienzudo el tiempo que fuera necesario. Pero Hilda entregaba siempre una nota impecable.
Hacía un tiempo ya que se había jubilado y sin embargo, de algún modo, seguía entre nosotros. En nuestras charlas de hoy siguen apareciendo recuerdos de ella. Es lo que pasa con quienes dejan huella en ese manicomio que es una redacción. Huella para bien. Aquí siguen nuestras memorias de Hilda Cabrera, siempre calma, llegando sigilosamente cada día para sentarse frente a la Olivetti primero, la compu después, con la misión de contarle a quien quisiera atender las maravillas de lo que sucede sobre tablas. Y mejorar al lector. Y mejorarnos a nosotros, sus compañeros, que hoy frenamos todo de nuevo para dibujarnos en la mente su sonrisa eterna. Y sonreír con ella.