Soy hijo del hombre y de la mujer, según lo que se me ha dicho. Eso me extraña. ¡Creía ser más! (Canto Primero)
El Conde de Lautréamont, nos intimida, nos desafía desde su escondrijo lúgubre. Vaya a saber en donde concibió Los Cantos de Maldoro...? Pareciera ser que desde las mismas tinieblas primigenias, calibrando cada palabra, cada verso, cada frase, nos legó el aullido definitivo, el canto más preciado, de una libertad siempre condicionada por factores externos al alma humana. La intimidad que emanan los Cantos del Conde penetran la epidermis del pellejo, horadando hasta los huesos, llegando a lo último del alma, donde languidecen todos los conocimientos anteriores y sentamos un precedente fulminante para los días por venir.
Un lunes nublado, con una leve llovizna intermitente y la frescura otoñal sería el ideal del poeta maldito, pero no, pues aun hay días tan sombríos como la misma narrativa ulcerada de nuestro uruguayo Conde de Lautréamont, es que esos versos de “Los Cantos de Maldoror” nos persiguen, más aun, están enquistados en nuestra carne, fluyen por la sangre de nuestras venas, palpitan como cuervos hambrientos en nuestra mente.
Su deceso en su domicilio del Nº 7, Rue du Faubourg, Montmartre, en París, fue solo la apertura de los sótanos más oscuros de la mente humana, pues como manifiesta el Apóstol Pablo, en una de las cartas a la Iglesia de los Corintios, que “de las tinieblas resplandeciese la luz”. Así es, de lo mas insondable de los versos de Isidore Ducasse, desde allí, de esos recónditos y lúgubres misterios íntimos, de esa soledad asumida como brujo, como chamán, donde la poesía se vuelve magia, rito iniciático, surge esa luz fulgurante que nos muestran tan vulnerables, como malvados, sociópatas, miserables y profundamente egocéntricos.
“El verbo, no ya el estilo, sufre con Lautréamont una crisis fundamental, marca un recomienzo. Acabarán los límites en los cuales las palabras podrían relacionarse con las palabras, las cosas con las cosas. Un principio de mutación perpetua se ha apoderado tanto de objetos como de ideas y tiende a su liberación total, lo que implica la del hombre. A este respecto, el lenguaje de Lautréamont es a la vez un disolvente y un plasma germinativo sin equivalentes”, diría André Bretón en su libro Antología del Humor Negro.
La lectura de Lautréamont es puro vértigo, pavor, el lector no tiene asidero, no tiene donde aferrarse ante tanto espanto, tanta desesperación. El lugar es vidrioso, desconcertante, nunca sabemos dónde está y por ende nos disolvemos en su mundo onírico, mutante y metamorfósico.
Como lo manifestara Leticia Collazo Ramos en su Ensayo sobe Lautréamont; “La única aceptación de la identidad es la otredad inventada. Hay un asedio al lenguaje poético, a las convenciones sociales”. Entonces aquí se conjugan Isidore Ducasse, Lautréamont y Maldoror como una trinidad metafísica que distorsiona y agobia la trascendencia, la moral.
¿Que hacer ante tal concepción de estos alegatos literarios fluyendo incesantemente en nuestra realidad cotidiana, como sedimentos visionarios cayendo en llovizna sobre la tapa de los sesos? Solo apacentar nuestros pensamientos como si estuviéramos en una pradera como ovejas rodeadas por una jauría de lobos famélicos.
Un día apático lo puede experimentar cualquiera, como un día de buen ánimo o una depresión pasajera o quizás un día evasivo, pero gozar un día sombrío, sublime, esplendoroso, iluminado e influenciado por el espíritu del poeta uruguayo, es único, sofisticado y solo algunos tienen el privilegio de disfrutarlo y capitalizarlo luego en versos genuinos surgidos de un alma en descomposición.
Aldo Pellegrini, en su introducción a la edición completa de su obra, nos dice: “Lautréamont ha hecho de la poesía un grito, un alegato, una voz de protesta, una afirmación de los derechos esenciales del hombre, una voz de alarma frente a la condición humana, recurriendo exclusivamente a mecanismos poéticos, es decir, soslayando todo carácter didáctico directo, para lograr la convicción emocional, única realmente viva”.
Un lunes nublado, a mediados de marzo, con cierto frescor, con la inminente llegada del otoño, y el espíritu del Conde flotando sobre este remanso bucólico extraño, no es sublime para un alma atormentada, pero subyuga a los demonios acechantes, desfigurándolos en fantasmas ilusorios, que solo flamean sus harapientas formas, flotando junto a las hojas ambarinas, que deambulan por la brisa otoñal, antes de chocar su liviandad orgánica contra el firmamento rugoso.