Para quienes hayan pasado los cuarenta años y recuerden vívidamente las visitas familiares o con amigos al Italpark, las primeras imágenes de Un crimen común resultarán inconfundibles. Pero los monstruos de la “Gruta de los fantasmas”, el tren fantasmagórico con varios niveles que asustaba a chicos y grandes en el extinto parque de diversiones del barrio de Recoleta –ahora activo en un predio de Luján, donde varios de esos juegos terminaron teniendo una sobrevida de varias décadas–, no son en la película de Francisco Márquez otra cosa que metáforas de lo que vendrá. No casualmente la historia termina, noventa minutos más tarde, en otro juego del mismo centro de atracciones, aunque de características muy diferentes. Protagonizado por una Elisa Carricajo en estado de miedo y estupor creciente, el nuevo largometraje de Márquez en solitario, luego de Después de Sarmiento y La larga noche de Francisco Sanctis –este último dirigido a cuatro manos junto a Andrea Testa–, es un buceo en las aguas más profundas de la psicología y el espíritu de un personaje que, de una noche para la otra, ve como su aparentemente equilibrada visión del mundo es sacudida desde los cimientos. Todo comienza cuando Cecilia (Carricajo), una profesora de sociología que está a punto de tener un ascenso académico importante en su carrera, escucha durante una noche de tormenta una serie de ruidos y golpes en la planta baja de la casa, donde vive junto a su pequeño hijo. El miedo no impide que se acerque a la puerta de entrada, y una mirada rápida a través de las persianas revela (a pesar de cierta ambigüedad provocada por la precisa puesta en escena) la figura del hijo de Neve, la mujer que la ayuda en la casa con las tareas domésticas. Un muchacho a quien vio una única vez, durante segundos. El llamado entre susurros, los golpes en la puerta, la gorrita en la cabeza congelan a Cecilia, más aún cuando el sonido de sirenas lejanas comienza a acercarse. Al día siguiente la noticia de la desaparición de Kevin le llegará a través de la televisión. ¿Por qué hizo Cecilia lo que hizo? ¿Podría haber hecho otra cosa? ¿Acaso la construcción de una forma de relacionarse con los otros, con aquellos que pertenecen a otros estratos sociales, no era tan fuerte como creía, volteada por un simple soplo de prejuicios inconscientes? Presentada en sociedad en la Berlinale 2020, justo antes de que el mundo comenzara a cambiar, Un crimen común pasó más tarde por la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata y el próximo jueves desembarcará en la sala Gaumont.


Respecto de la posibilidad de que Un crimen común sea una película sobre la culpa –pregunta que le han hecho en más de una ocasión–, Francisco Márquez es bastante directo en su respuesta. “Supongo que puede ser interpretada de esa manera, pero no es la que más me interesa”, afirma en comunicación con Radar. “Es lógico que eso ocurra, porque hay muchos elementos para pensarla desde ese lugar, pero el problema con la culpa es que es muy difícil construir algo a partir de ahí. Lo que más me interesaba era trabajar dos cuestiones. La primera tiene que ver con la distancia entre la práctica y la teoría, no tanto desde el señalamiento hacia el personaje, sino hacia el mundo académico en general. La película intenta ser una reflexión sobre esos círculos y, en lo personal, también desde el ambiente del cine. Cómo se vinculan o no ciertas motivaciones y sensibilidades, cierta visión del mundo, con una praxis. Es algo que me preocupa mucho y que, desde lo personal, no logro resolver. Por otro lado, creo que lo que atormenta a Cecilia –más allá de la posibilidad de la culpa– es la pérdida de sentido. Sentido con mayúscula. Ella tiene un orden del mundo, una construcción teórica, que de un momento para el otro, gracias a un único hecho, es desarticulado, destruído por completo. El derrotero del personaje tiene que ver con esa pérdida de sentido y se manifiesta no sólo en sus acciones sino en los ambientes que ella habita, su casa y la universidad, que se empiezan a convertir en otra cosa. La casa en algo hostil, las aulas en algo irreconocible.” Cecilia es muy precisa en la preparación de los trabajos prácticos, los apuntes y los exámenes, pero en casa es un poco desatenta. Nada grave: se le queman las milanesas y los ravioles se quedan sin agua, amén de las corridas constantes para llegar a horario a todos lados. Pero luego de esa noche llena de lluvia y truenos, presagios concretos de otros sonidos por venir, ese “cuelgue” aumenta en intensidad y variedad: Cecilia se queda inmóvil mirando hacia quién sabe dónde, los ojos se ponen vidriosos y comienzan a humedecerse, no escucha del todo a sus interlocutores. Su mejor amiga se da cuenta, su hijo se da cuenta, su ex se da cuenta, aunque no se lo vea en pantalla. Cecilia ya es otra, pero nadie sabe (tampoco ella) en qué se está transformando.

Francisco Márquez describe el proceso de escritura: ni storylines ni sinopsis, directamente al guion. Así va encontrando la trama y a los personajes, lo cual tiene sus dificultades. “El primer guion de la película era sobre una estudiante, nada de eso quedó en la película final”. Una vez que la historia estuvo más o menos encauzada, el realizador le mostró el borrador a Elisa Carricajo, miembro del colectivo Piel de Lava junto a las actrices Pilar Gamboa, Laura Paredes y Valeria Correa. Junto con ella y Mecha, la actriz no profesional que interpreta a Neve (dirigente piquetera en la vida real) y el coguionista Tomás Downey, fueron puliendo detalles a partir de una serie de encuentros. “Hablamos un montón sobre la lógica de los personajes. Obviamente, los desafíos del guion tenían que ser resueltos luego desde la puesta en escena. Uno de los más importantes tenía que ver con seguir a un personaje desde la primera hasta la última escena. Sin juzgarlo ni condenarlo. Simplemente acompañándolo”. El famoso punto de vista, una de las herramientas centrales de cualquier narración audiovisual que, muchas veces, es pasada por alto, e incluso despreciada, por hacedores y espectadores. Respeto de la distancia de clase entre los personajes, Márquez afirma con vehemencia que “es trágica. En la distancia entre Cecilia y Neve se juegan la vida y la muerte. Nacer de un lado o del otro de ese puente que delimita las dos partes de la ciudad te define en un sentido elemental, el de la sobrevivencia. Pero nunca la intención fue que esa escisión convirtiera a la protagonista en un ser despreciable ni malvado. Como esos estereotipos de la mujer que maltrata a la persona que trabaja en su casa o le paga menos de lo que debería. Poner al personaje en un lugar condenatorio hubiera sido muy fácil. En última instancia, Cecilia es una persona sensible, y por eso es tan compleja la situación. Todos (me incluyo) tenemos internalizado que esos jóvenes como Kevin, que viven en peligro constante, son considerados como un peligro por los demás. Por eso es tan complejo. No es algo teórico, es una práctica”.

Si su coequiper en La larga noche de Francisco Sanctis, Andrea Testa, continuó su filmografía en solitario con Mamá soltera, documental de observación con temática social de notable construcción formal, Márquez potencia en su nueva película la aplicación de un orden estético sensorial a partir de un relato que reúne lo político –entendido en su sentido más amplio– con las posibilidades del género cinematográfico, pero subvertido. Así como en Sanctis varios momentos acercaban el relato al terreno del policial negro –sin entrar nunca de lleno en él– aquí los tintes del terror comienzan a pintar varias de las escenas. Cuando Cecilia está sola en la casa los ruidos determinan la silueta del acecho, fantasmas sonoros que la aterran a pesar de luchar contra ellos con toda la fuerza de la lógica y el sentido común. “Otro desafío del guion era cómo construir el miedo del personaje casi sin nada. Acá no hay monstruos y, si se lo quiere definir como terror, es un terror metafísico, existencial. En definitiva, las resoluciones estéticas, tanto las de esta película como las de Francisco Sanctis, no dependen de una decisión de base –quiero hacer una película con tales características del cine de género-, sino que la historia nos fue llevando hacia eso. La forma de ambas películas intenta amoldarse a lo que sentíamos era la consciencia de los protagonistas. Además de la construcción de las imágenes y los sonidos, trabajamos mucho el tema de los espacios. Hay algo de espejo, tal vez deformado, con las repeticiones de imágenes, que tal vez no fue buscado de forma consciente. Por ejemplo, hay una escena en la cual Cecilia lee y más tarde hay otro momento muy parecido, pero el plano y la iluminación son muy diferentes. Es como si los espacios fueran cambiando junto con ella. Para mí la cuestión sensorial es sumamente importante; siento que el cine tiene que ver con la percepción. Es su esencia, más incluso que lo narrativo. Es algo físico”.

El cliché tiene forma de afirmación: Un crimen común –título de objeto y ejecutor ambiguos–hace de lo personal algo político y viceversa. Lo interesante y poco frecuente en el film de Márquez es la forma en la cual esa alquimia se produce en pantalla, lejos de las enunciaciones explícitas y el voluntarismo cinematográfico de barricada. El camino que lleva a Cecilia a una especie de implosión sorda y casi invisible logra poner al espectador en un lugar sumamente incómodo, uno de los logros nada menores del relato. Y de Elisa Carricajo, que transforma al personaje en un cuerpo volátil, de gestos cada vez menos sencillos de definir, de incongruencias y retardos físicos. “No sabíamos quién iba a ser la actriz, pero recuerdo muy bien estar viendo Cetáceos, la película de Florencia Percia. En cierto momento hay un primer plano de Elisa que, de alguna manera, me hizo ver la imagen de Cecilia. Es una de esas cosas medio intuitivas. La charla que tuvimos con ella tiempo después fue muy reveladora, porque creo que es muy importante que haya una vinculación emotiva, intelectual, sensorial, entre el personaje y la actriz o el actor que lo interpreta. No es una ley, para nada, pero a mí me funciona. No tiene que ver con algo concreto –Elisa no pasó por nada parecido ni es profesora universitaria– sino con cierta sensibilidad. Tampoco es que uno le ‘ofrece’ un papel a alguien, sino que es una colaboración y el resultado nace a partir de eso”. El final de la conversación con Francisco Márquez intenta no arruinar (y no lo hace) el cierre de la película, pero al director le parece importante destacar que “ese grito en la última escena, que para mí tenía que atravesar la pantalla, es como una especie de interrogante. Puede parecer algo negativo esto que voy a decir, pero la película deja un vacío. La pérdida de sentido deviene en un vacío existencial que hay que llenar de alguna manera. El final original era un poco más… afrancesado: ella giraba en una vuelta al mundo y se quedaba ahí arriba mirando el barrio de Kevin, fumando un cigarrillo. Pero nos dimos cuenta de que tenía que haber algo mucho más físico, donde se pusiera en juego toda esa carga que ella está llevando”.