El día lunes falleció el escritor Carlos Busqued, una muerte que dejo perplejos a muchos seguidores, incluso algunos sostuvieron que se trataba de una fina muestra de humor negro. Autor de culto, ya en vida, escribió uno de los relatos policiales basados en entrevistas más interesantes de la literatura argentina que lleva el título Magnetizado (Anagrama, 2018).
En el mes de septiembre del año 1982, pocos meses después de la guerra de Malvinas y en plena descomposición del gobierno militar, transcurrió una sucesión de asesinatos en el barrio de Mataderos. En el lapso de una semana y a pocas cuadras de distancia, cuatro taxistas aparecieron sin vida con un impacto de bala en su cabeza, en horas de la madrugada, estacionados en esquinas sin luz, con el motor apagado y los faros delanteros encendidos. No se sabía demasiado pero se tenían algunas certezas: el autor había sido la misma persona, no se trataba de un robo y durante los crímenes el atacante no se había movido del asiento trasero. La noticia fue reflejada en las tapas de los diarios, se multiplicaron los identikits de posibles sospechosos, la policía estableció un cordón de seguridad alrededor del barrio y los taxistas llegaron a agredir a pasajeros que reunían algún parecido con el presunto asesino. La policía, desconcertada, detuvo a una veintena de personas “sospechosas”. La semana de misterio y pánico culminó el día 15 de octubre cuando un hombre se presentó en el Palacio de Tribunales de Capital Federal para “deslindar responsabilidades”. El asesino de los taxistas era su hermano y se encontraba desayunando con su padre en un departamento de Caballito. Fue su padre quien encontró los documentos de identidad de las víctimas y comprendió que su hijo era el asesino. Con esta síntesis documental y precisa de los hechos comienza el libro. Un curioso sedimento de 90 horas de diálogos que se sucedieron entre noviembre del 2014 y diciembre del 2015, en el Complejo Penitenciario de Ezeiza. El homicida resultó ser un joven de 27 años que se entregó sin ninguna resistencia, y que en los primeros minutos confesó los tres asesinatos producidos en Capital Federal, y dio cuenta de un cuarto crimen en la provincia, que aún no había trascendido. Los vecinos dieron su impresión en los días posteriores: “un muchacho apacible, opacado, ensimismado”. La dinámica de los crímenes era idéntica. Se paraba en la calle y dejaba pasar taxis, por horas, hasta que una “voz” o una “señal interna, algo así como una sensación en el cuerpo” le marcaba un taxi en particular: “Ese”. Era un mandato dentro de él. Subía al auto, le indicaba una dirección, dialogaba amablemente con el chofer y al llegar a destino disparaba sin aviso ni amenaza de ningún tipo. Nunca se llevó un peso. Matar por matar. Luego de disparar tomaba los documentos de las víctimas, por las fotos, para asegurarse de “que los espíritus de los muertos no volvieran a molestarlo”, y se quedaba varios minutos dentro del auto, fumando un cigarrillo. Luego, en todos los casos se iba a cenar a un bodegón cercano: milanesa napolitana con papas fritas, y de postre mousse de chocolate Balcarce. Luego del tercer crimen, en el bar, parada habitual de taxistas, los cubiertos de metal se pegaban a su mano y llegó a pensar, “la mierda, estoy magnetizado”, aunque luego advirtió que la causa era la sangre en sus manos.
La infancia es uno de los períodos explorados por Busqued, que tiene la habilidad de ser invisible en el armado del relato. Su madre era espiritista y fue criado entre médiums, posesiones y exorcismos. Desde sus siete años distintas personas de su entorno lo convencieron de que tenía una “energía oscura”. Fue víctima de violencia física extrema por parte de la madre. Antes de cumplir doce años, intentó quitarse la vida de distintas maneras: ingirió alcohol de quemar, frascos de comprimidos, trató de ahorcarse y estuvo a punto de tirarse al vacío.
A los catorce años logró abandonar la casa de su madre. En 1982 fue conscripto y no fue a Malvinas porque estaba preso en el mismo batallón, debido a un incidente. Lo liberaron en julio de 1982, y los crímenes ocurrieron pocos meses después. Con el objetivo de encaminarlo, el padre le puso un negocio, un despacho de pan y funcionó durante algunos meses. Pero por las noches deambulaba por las calles, en un estado de automatismo, con su cabeza girando y divagando. Hablaba solo, gesticulaba y sentía vergüenza frente a las personas que advertían su comportamiento. Un devenir dostoievskiano, encerrado en su rincón, con fantasías (de ser un héroe, no un asesino) y mundos paralelos, que poco tenían que ver con su frustrante realidad. Un día, abruptamente, decidió no trabajar más en el negocio. Dejó una nota a su padre, tomó su cartera, la pistola calibre 22 (obsequio del padre tiempo atrás), y salió a caminar sin rumbo y sin plan. Se fue a vivir a la calle, dormía en las plazas y pasaba el día en cines. Veía la misma película todo el día. Una situación irreal donde vagabundeaba hasta desmayarse. El primer asesinato transcurrió dos semanas después. El ejecutor de los múltiples crímenes explicó que se trató de una “explosión de unos días, que empezó sin una causa aparente”. Este es un detalle importante, porque el no haber esgrimido un motivo para asesinar, tuvo el resultado paradójico de prolongar en décadas su tiempo de reclusión.
Luego de transitar por distintos penales, en 1987 se lo declaró no punible por insania por lo que fue trasladado a la U 20 del Borda, hasta el cierre de la misma en el 2011, y ahí fue trasladado al complejo de Ezeiza. Relata con detalles todos los castigos que fue recibiendo en las distintas instituciones: estaqueo, comas insulínicos, buzones de castigo y cócteles de psicofármacos. Para los distintos psiquiatras forenses, este caso ha sido un misterio y los múltiples diagnósticos que ha recibido (incluso muchos contradictorios) quizá den cuenta de la tremenda confusión: esquizofrenia, trastorno grave de personalidad, parafrenia y personalidad psicopática. Una jurisdicción lo declaró inimputable y otra lo condenó a prisión perpetua y reclusión por tiempo indeterminado. Autor de crímenes inmotivados, su caso se emparenta con otros como, “Yo Pierre Rivere” (Foucault) o “El doble crimen de las hermanas Papin” (Allouch). Algunos postulan que el cuadro psiquiátrico se podría haber compensado con los crímenes que cometió y el posterior castigo. La literatura tiene varios ejemplos (Raskolnikov por citar uno) y estudios psicoanalíticos como el de la “psicosis paranoica de autocastigo” de J. Lacan van en esa línea. A lo largo de los años ha sido entrevistado cientos de veces por profesores de psiquiatría para mostrar a sus alumnos lo que es un asesino serial. No tuvo nuevos episodios psicóticos en los últimos treinta y cinco años de cárcel, fue dueño de una conducta ejemplar y no está medicado con psicofármacos hace años. En septiembre del año 2015 se cumplió la totalidad de la condena, sin embargo, aún permanece alojado –y por tiempo indeterminado- en una clínica de salud mental. El texto de Busqued termina con una definición clara del autor de los crímenes: “Yo fui una cucaracha. Y después un monstruo. Y después un preso. Me gustaría ser una persona”.