“Temer la muerte es creer que se posee sabiduría sin poseerla. Pues nadie conoce la muerte, pero se la toma como si se supiera con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia creer saber lo que no se sabe?”, Platón, Apología de Sócrates, 26 a-b.
La filosofía, desde sus orígenes, piensa en la muerte. Filosofar se asimiló con prepararse para la muerte, que no es otra cosa que vivir una vida consciente de sí misma y de sus límites. Si bien conceptualizar la muerte siempre fue una premisa filosófica, se vigorizó en el siglo XIX e hizo eclosión en el XX con la filosofía de la existencia (Heidegger) y sus derivados (Sartre y el existencialismo). De modo que las elaboraciones filosóficas y artísticas sobre la muerte se expandieron como granos estallados de una granada madura.
“Nunca vi desesperación en la mirada de un moribundo”, escribe Saint-Exupéry, que vivió y murió entre guerras. “Las personas que vi morir no se dieron cuenta que morían”, trata de auto consolarse alguien cuyo ser querido está muriendo su soledad covid en un respirador.
Para las filosofías de la existencia la muerte pertenece a la constitución humana; no porque el resto de lo viviente no muera, sino porque sabemos que moriremos, aunque la muerte es lo que nunca me sucede a mí, siempre a les demás. Y cuando me suceda no me enteraré. La muerte es la ausencia de experiencia. Nos descubre sin poder sobre nuestro propio ser, sin capacidad de discernir sobre el final. ¡Por eso existen las religiones! Trascendencias para calmar incertidumbres. El máximo enigma de cada subjetividad, aún de quienes tienen fe, es la muerte. Hay quienes creen en transvidas o transmundos, pero creer no es saber; también los infantes creen en los reyes magos y en papá Noel.
Una herida abierta, un temblor de pájaro herido en el corazón mismo de nuestra intelección. Nuestro límite. Lo inconmensurable. Pero allí donde no cabe rebelarse es sabio serenarse. Estas consignas estoicas y otras de distintos matices fue desplegando la filosofía durante siglos. Pero desde el año 2020 se produjo un sospechoso silencio. Filósofas, filósofos y filosofes eluden, en general, un discurso frontal sobre la muerte: la singular, la propia, la de nuestros afectos. Sopa de Wuhan es una recopilación de reflexiones covidosas. Surgió al comienzo del aislamiento planetario y lo editó digitalmente ASPO, que se autodefine como “un punto de fuga creativo bajo la infodemia, la paranoia y la distancia lasciva autoimpuesta como política de resguardo ante el peligro invisible”.
Los textos pandémicos hablan de tanatopolítica, de los regímenes que dejaban vivir y mandaban morir, de la biotecnología que hace vivir y obstaculiza el morir, de libertad y coacción, de psicodeflación, de cosmopoiesis, de colapso universal y hasta de posible extinción de la especie. No obstante, los aportes que conforman Sopa de Wuhan escamotean el tema que impone la contundente realidad: la muerte propiamente dicha. La de quienes leen y escriben esos textos, la que por más que estemos en compañía debemos atravesar en soledad. Nadie muere por mí ni en mi lugar. Intransferible, individual, concreta, irreversible. Hay temor de enfrentar la muerte sin estadística ni eufemismos, de eso no se habla.
Agamben, Zizek, Nancy, Bifo, Butler, Chul Han, Preciado y otres no la encaran en su inmanencia subjetiva. En varios discursos viborea la futurología. Para unos avanzará el comunismo y el capitalismo moriría de inanición; para otres exactamente lo contrario. Abundan así mismo análisis abarcadores, agudos y certeros, pero en general se le esconde el cuerpo a la muerte chiquita, singular. El artículo de María Galindo parecía ir por otro lado, se titula “Desobediencia, por tu culpa voy a salvarme”, pero, como tantos otros, trata de la vida y las coacciones sanitarias esquivando a la innombrable.
Es lícito preguntar para qué hablar de muerte en tiempos aciagos, si lo irremediable no se puede cambiar, Pero se puede atemperar el ánimo para enfrentarlo. Nuestra condición mortal es un atalayamovil personal. Sabemos que moriremos, pero no cuándo. Proyectamos nuestra vida en relación con esa finitud tan imprecisa temporalmente como insoslayable ontológicamente. Todo sería distinto si pensáramos que somos inmortales, ni siquiera lo podemos imaginar. La vida es restituida a su más concisa figura en la muerte, ese telón de fondo de nuestro devenir.
Quién enfrentó la desaparición de un ser querido sabe de su propio sufrimiento, pero nada sabe de esa muerte otra. No experimentamos la muerte ajena, sino las pasiones tristes con que nos afecta. ¿Y la propia? Jamás tendremos registro; pues percibimos y comprendemos desde la sensibilidad y la racionalidad. Pero ellas son justamente las que interrumpen su funcionamiento en el momento de morir. ¿De ahí en más? Escepticismo, o fe, o creencia, o imaginación. La vieja muchacha que parecía pintada por Modigliani -narrada por Aurora Venturini- exclama: Suspiré un olor de flores y pensé que mi alma cuando salga volará con ese perfume y se irá a las nubes… o vaya a saber.
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“Cuando el cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como por media hora y los siete ángeles que tenían las trompetas se dispusieron a tocarlas”. Comienza la película de Bergman citando el Apocalipsis. Y, ante la niña que está por ser quemada acusada de bruja, pregunta el lacayo: ¿quién va a recibirla más allá?, ¿los ángeles?, ¿dios?, ¿la nada? ¡La nada no! ¡No puede ser!, grita su amo desesperado. El séptimo sello escenifica el rechazo visceral ante el no ser. Hay pandemia en el film, es la peste negra, la muerte viene por el caballero que, cual Quijote obstinado, la desafía a una partida de ajedrez. Rechaza morir. “Estar muerto es una anomalía impensable, el miedo a la muerte es un decreto social”, dice Jean Baudrillard. A partir de esta represión comunitaria nos encontramos sin una relación íntima con nuestro propio fin y, lo que quizás perturba más, con el fin de quienes queremos. Por el contrario, la consciencia serena de la muerte nos impulsa a vivir una vida más auténtica, a relativizar lo irreparable y a tornar más amable nuestro discurrir, sin temor al encuentro imposible. Nunca voy a estar en el lugar de mi muerte. Cuando ella está no soy yo, y cuando soy yo, ella no está.