Aunque acaba de salir en Estados Unidos, el último libro de la reputada historiadora Paulina Bren ya tiene asegurada venidera serie suceso. Tras una reñida puja con otros estudios, HBO ha abonado unos cuantos millones para adaptar próximamente The Barbizon: The New York Hotel That Set Women Free, con Emilia “madre de los dragones” Clarke como productora. El asunto promete: no le faltan condimentos a la historia de este hotel neoyorkino, exclusivo para mujeres, que se erigió en el Upper East Side en 1927. Desde entonces, y durante décadas, se hospedaron allí -por días, meses, incluso años- ignotas muchachas con grandes aspiraciones, que devendrían crème de la crème en cine, literatura, modelaje… Desde Grace Kelly hasta Joan Crawford, desde Tippi Hedren hasta Liza Minnelli, desde Sylvia Plath hasta Joan Didion, desde Cybill Shepherd hasta la futura primera dama Nancy Reagan…
La ciudad de Nueva York supo tener más de cien hoteles residenciales, recuerda el New Yorker en una nota reciente: sitios como el célebre Algonquin, donde la huésped Dorothy Parker almorzaba con su “círculo vicioso” cada mediodía; o el Carlyle, que recibió el apodo de “la otra Casa Blanca” por el apartamento en el piso 34 de Kennedy. “Algunos abrieron a finales del siglo XIX, aunque la mayoría se construyó durante la Primera Guerra Mundial. Pocos, sin embargo, tuvieron el prestigio del Barbizon, que devino pilar de las páginas de sociedad”. Normal el entusiasmo frente a tanta paquetería: además de un tecito gratis todas las tardes, a disposición piscina, gimnasio, biblioteca, salas de conferencia, de música, un jardín en la azotea y negocios en el primer piso; entre ellos, peluquería, farmacia, tintorería y, cómo no, la infaltable sombrerería. No carecía de comodidades este rascacielos de estilo neogótico, que apuntaba a las clases media y alta, y tenía una larguísima lista de espera.
El Barbizon no fue el primer hotel de Manhattan exclusivamente para mujeres (el título le cabe al Hotel for Working Women, creado por el magnate Alexander Stewart en 1877), pero sí el que encarnó más cabalmente “el glamour, el deseo y la ambición femeninas”, en palabras de Paulina Bren, que describe a sus residentes como “esa debutante que no podía decirle a sus padres que quería pintar; esa vendedora del interior que soñaba con los escenarios de Broadway; esa muchacha de 18 que le aseguró a su prometido que regresaría pronto, pero antes necesitaba tomar un curso de mecanografía…”.
Aunque bautizado en honor a la Escuela de Barbizon, a partir de 1950 le cayó el mote de “Casa de muñecas” por sus numerosas aspirantes a actrices y modelos. Que obsesionaban, por supuesto, a numerosos varones, empecinados en lograr un imposible: pasar más allá del vestíbulo. Cuenta Bren en el libro que J.D. Salinger merodeaba la cafetería a la pesca de cándidas mujercitas haciéndose pasar por un jugador de hockey; que otros decían ser médicos para ingresar a alguna de las 720 habitaciones, sin suerte. Las recepcionistas custodiaban el lugar a cara de perro, como si de una fortaleza se tratase. De exclusividad y decoro se jactaba el Barbizon, que exigía a sus huéspedes al menos tres cartas de recomendación para rentar uno de sus cuartitos minúsculos.
En septiembre del ’47, mucho antes de saltar a la fama y aún más de convertirse en princesa de Mónaco, hizo check-in Grace Kelly, que había arribado a NY para estudiar en la Academia de Artes Dramáticas. Al parecer, gustaba soltarse el pelo por las noches: al son de música hawaiana, mostraba sus dotes danzarines bailando por los pasillos. Embriagada de emoción, Sylvia Plath se registró en el ’53 mientras llevaba adelante su pasantía para la revista femenina Mademoiselle. Más tarde se haría eco de la (agridulce) estadía en su novela semiautobiográfica La campana de cristal. En junio del ’55 sería Joan Didion de la partida de Mademoiselle que recalaría en el Barbizon, tiempo del que dejó registro en su ensayo Goodbye to All That. Quien logró burlar la seguridad fue Cloris Leachman, que pasó de contrabando hasta su cuarto, en el décimo piso, un cachorrito. A principios de los 60s, Judy Garland insistió para que su hija Liza (Minnelli) pasara allí una temporada: según Bren, volvió locas a las empleadas llamando cada 3 horas para chequear si estaba bien, preguntando si había hecho buenas migas con otras jovencitas.
Agradece el New York Times que Bren se refiera al avance histórico de las mujeres, señalando cómo cada pasito hacia adelante era recibido por un embiste sexista. Algo que las muchachas del Barbizon padecieron en carne propia, navegando las turbulentas aguas de distintas épocas con determinación y ahínco. En la mayoría de los casos, mal que pese, sin finales felices. Y es que, como advierte el mentado rotativo, “a la incipiente independencia de las flappers en los 20s, le sucedió la hostilidad misógina de la Gran Depresión, época en la que se acusaba a las trabajadoras de quitarle el pan a quienes debían sostener el hogar, los varones. Más tarde, la emancipación durante la Segunda Guerra Mundial, ejemplificada por Rosie the Riveter, fue seguida por un regreso obligatorio a la vida doméstica en la década del 50”. Salvo raras excepciones, “incluso las más brillantes, las más ambiciosas -explica la historiadora- eran conscientes de que su tiempo de libertad estaba contado, de que sus oficios quedarían en segundo plano frente a lo que se esperaba de ellas: que se casaran y tuvieran hijos”. De hecho, ironiza en el libro: “Las reglas eran claras, y las expectativas estaban por las nubes. Debían ser vírgenes, pero no mojigatas. Debían ir a la universidad, seguir cierto tipo de carrera y luego dejarla para ser amas de casa. Y sobre todo, debían vivir con estas contradicciones sin confundirse, enojarse o, peor aún, deprimirse”.
Entonces, el Barbizon “¿daba protección liberadora o era una trampa limitante?”, pregunta el NY Times a la escritora. Para Bren era sencillamente “la mejor opción con la que contaban las mujeres en tiempos sumamente restrictivos”. Les ofrecía un lugar seguro y respetable, cultivando relaciones con instituciones que podían emplearlas, en los pocos laburos que estaban bien vistos. La escuela de secretarias de Katharine Gibbs, por caso, alquilaba dos pisos para sus estudiantes y organizaba en el hotel talleres arte con László Moholy-Nagy, de literatura con Mark Van Doren. La revista Mademoiselle, dicho está, albergaba allí a sus pasantes. La agencia de modelos fundada por Eileen Ford usaba al hotel como pensión para las muchachas que fichaba…
Con la segunda ola feminista, el Barbizon -con su toque de queda y sus castas políticas- comenzó a quedar vetusto, y a principios de los 80s, un Día de San Valentín, entraron finalmente huéspedes varones. El fin ya estaba cantado, de todos modos: tras pasar por muchas manos, el hotel se acabó convirtiendo en un complejo de condominios para ricachones. Curiosamente, aún quedan unas poquitas huéspedes de la era dorada que se negaron a abandonar el sitio, logrando lo impensado: pagar dos mangos con cincuenta por residir en una de las zonas más exclusivas de Manhattan. Con servicio de habitación y cena incluidas.