El Brasil actual es el resultado de un proyecto de destrucción deliberada. Como en la explosión del acorazado Maine volado en la bahía de La Habana en 1898 - que le permitió a EE.UU entrar en guerra con España para intentar quedarse con Cuba – Bolsonaro encendió la mecha para detonar a su propio país. No estuvo ni está solo en su aventura planificada que fue posible gracias al impeachment contra Dilma Rousseff y la proscripción y encarcelamiento de Lula. La clase dominante, el partido militar y una feligresia dócil de cruzados evangélicos lo acompañan. El remedo hitlerista se transformó en un bisturí de cirugía mayor. Operó para implosionar a la octava economía mundial y ponerla al servicio de un plan que se visibilizaba con más nitidez mientras Donald Trump estaba en la Casa Blanca. La celebración del 31 de marzo – la fecha del golpe de Estado de 1964 – es tan icónica como casi inédita en América Latina. Otras asonadas en países vecinos no suelen ser reivindicadas en público y sus nostálgicos suelen reprimir más sus festejos. Los hay claro, pero son menos perceptibles que en el gigante gobernado por el sociópata de la gripezinha.

Un video que recorre Río Grande do Sul en estas horas escalda la piel. Se editó con la música de fondo de “Eu te amo meu Brasil”, la marcha que entonaban los golpistas en los años ‘60. Bajo una consigna que treinta personas repiten con las mismas palabras “Día 31, yo voy” se convocó a celebrar el golpe de estado de 1964 que conmemoraron este miércoles. Se citó a la gente en la Plaza de los Azorianos (el pueblo de las islas portuguesas que colonizó Porto Alegre en 1752) que queda en la capital del Estado. Hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, todos van dejando su testimonio con aire marcial. Festejan al régimen en medio de una pandemia que mata de a miles por día en el principal foco de contagio regional. Aclaman a la dictadura cívico militar que gobernó el país durante 21 años – la segunda más larga de América del Sur después de la paraguaya que encabezó Alfredo Stroessner – y que dejó marcas muy perceptibles en la actualidad brasileña.

Tres de los cinco presidentes de facto en aquel período nacieron en Río Grande do Sul: Artur da Costa e Silva, Emilio Garrastazú Medici y Ernesto Geisel. Igual que el vicepresidente actual, Hamilton Mourao – oriundo de Porto Alegre-, otro nostálgico de aquellos tiempos que tuiteó en el aniversario del golpe: “En este día, hace 57 años, el pueblo brasileño con apoyo de las fuerzas armadas, impidió que el movimiento comunista internacional fijase sus tenazas sobre Brasil. ¡Fuerza y honra!”. No parece ser casualidad que el golpe del ’64 tenga tantos apoyos en el estado que hace frontera con Argentina.


Los golpistas que derrocaron a Joao Goulart liderados por el general Humberto de Alencar Castelo Branco suprimieron a la oposición, crearon su propio partido (ARENA), decretaron una férrea censura de prensa y militarizaron el país. El terrorismo de Estado que se implantó, devino perfeccionado en el Plan Cóndor a mediados de los ‘70 que sistematizó la aniquilación de cualquier intento de resistencia en el Cono Sur. Incluso llegó hasta Washington, como quedó probado con el asesinato del excanciller chileno de Salvador Allende: Orlando Letelier. Le volaron el auto en que viajaba el 21 de septiembre de 1976.

Con nueve años de recorrido en el poder (1964-1973), los militares brasileños dieron apoyo logístico al golpe en Chile. Sabían cómo hacerlo. Formados en la escuela francesa de contrainsurgencia, según Pierre Lallart, el agregado militar galo en Brasilia a comienzos de los años ‘60, habían derrocado a Goulart en una operación “sumamente bien montada, ejecutada en dos días”. Para que jamás fueran juzgados ése y otros delitos, la dictadura que hoy festejan los acólitos de Bolsonaro y las fuerzas armadas ideó una ley de amnistía (N° 6.683) que entró en vigor el 28 de agosto de 1979. Ya no gobernaba Castelo Branco. Lo hacía Joao Baptista Figueiredo, el último dictador del régimen castrense.

Esa ley, según Amnistía Internacional, “impide que los responsables de la práctica generalizada de torturas, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y violaciones durante el régimen militar (1964-1985) sean procesados por estos crímenes”. La norma sigue vigente hasta hoy y nunca prosperó su derogación, ni siquiera durante los gobiernos del PT de Lula y Dilma. Tampoco tuvo consecuencias jurídicas relevantes el informe de la Comisión Nacional de la Verdad entregado a Dilma en diciembre de 2014. Ni en 2010 un fallo condenatorio de la CIDH contra el estado brasileño por mantener una ley “incompatible” con los tratados de DD.HH. El trabajo de aquella Comisión detalló el asesinato de 191 personas y la desaparición de otras 243, de las cuales se encontraron 33 cuerpos. Sus familiares solo consiguieron indemnizaciones. Ningún represor fue condenado por la justicia brasileña. El único que sigue vivo, Atila Rohrsetzer – le apunta Jair Krischke, del Movimiento de Justicia y Derechos Humanos a Página/12-, podría ser sentenciado a cadena perpetua pero en Italia.

Waldo Ansaldi, doctor en historia y exinvestigador del Conicet en su libro Matriuskas de terror (Siglo XXI, 2004) – un trabajo sobre la dictadura argentina en el contexto de otras del Cono Sur – sostiene que la brasileña “no negó totalmente la política y que, al dejar un pequeño espacio para ésta, no radicalizó la incompatibilidad entre dictadura y política”.

Ésa, entre otras razones -algunas determinantes en el orden económico-, hizo posible que la doctrina de seguridad nacional siguiera latente en Brasil. Bolsonaro es una de las tantas cabezas de esa hidra de Lerna. Por la ley 13.491 del 13 de octubre de 2017, los militares que violen los derechos humanos de civiles serán juzgados por tribunales castrenses. La norma no respeta obligaciones contraídas por el país en el derecho internacional. Se votó durante la presidencia de un civil, Michel Temer, heredero de la tradición golpista que campea en la tierra de Jorge Amado y Vinicius de Moraes. La pandemia y las políticas de un gobierno militarizado expusieron como nunca a ese bloque de poder que procesa a la historia como una continuación de la Guerra Fría.

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