Lo envolvió el silencio. Se levantó despacio y caminó casi con dificultad; abrió la boca un par de veces para buscar resuello y echó una mirada hacia arriba antes de fijar los ojos en el objeto que habían colocado delante de él. Lo envolvía un aire de angustia que iba a estallar en exultación o lamento. Se sintió infinitamente solo: porque todos estaban pendientes de él.
Apartó ligeramente los brazos del cuerpo, corrió hacia adelante quemando la última energía y con la pierna izquierda sacó un tiro fuerte y esquinado que venció al arquero. Se quebraron entonces la soledad y el silencio: una ovación estruendosa, vital, lo sacó de toda abstracción. Siguió corriendo pero no tenía más fuerza, o más ganas, y cayó hacia adelante mientras una multitud de amigos lo alcanzaban y se echaban sobre su cuerpo agotado. Le pareció aún, antes de desmayarse, que un coro lejano gritaba: “¡Chaza! ¡Chaza! ¡Chaza!”
Salvador Enrique Chazarreta dejó el anonimato a los 24 años, lejos del Chaco donde nació y se crió como tantos hombres sin ningún destino cierto. Hace tres años llegó a Buenos Aires dispuesto a enfrentar la vida con un arma que suele conquistar a las multitudes: sus piernas.
No tenía –y no tiene– excesivos recursos que mostrar, alguna finta sin demasiada delicadeza, una zurda que coloca la pelota donde él quiere, una voluntad inquebrantable. En la Argentina, esos valores son relativos frente a la exquisitez de tanto joven bien dotado para la gambeta sutil y el esquive burlón.
Llegó a un club –San Lorenzo– donde la tradición del buen fútbol lo relegó al olvido. Estuvo un año (1969) en Argentinos Juniors como puntero izquierdo y se reincorporó al club de Boedo como suplente.
Un despliegue excepcional de fuerzas y la circunstancia de que San Lorenzo dejó el preciosismo en favor de la fuerza y la voluntad le ganaron un puesto en el primer equipo.
Nunca fue, sin embargo, otra cosa que un hombre humilde, sacrificado, comprendedor de la realidad, que servía para tirar los centros que Rodolfo Fischer –el ídolo– mandaba al fondo del arco rival para ganar el fervor de la hinchada y el sueldo más alto del club.
El sábado último entró de golpe en ella. Destrozó los esquemas de la tribuna, de los técnicos, de los periodistas, y decidió ser el hombre más importante del estadio. Lo habían improvisado como volante y allí corrió por toda la cancha trabando, mordiendo al rival, recibiendo la pelota de los compañeros que estaban a punto de perderla, organizando el contragolpe, tirando al arco.
Porque Chazarreta decidió asumir su grandeza humana, San Lorenzo le ganó a Independiente y llegó a finalista del Campeonato Nacional de Fútbol. Lo que él hizo fue enorme, casi inabarcable, y tal vez pocas veces la justicia llegó tan oportuna: a él le tocó marcar el gol de penal que le dio la victoria a su equipo.
Por eso Héctor Scotta –uno de sus compañeros– lo levantó en brazos y lo acercó a la tribuna como si ofreciera el cuerpo de Chazarreta a una especie de sacrificio ritual, mientras las gargantas se ahogaban con el nombre de ese jugador que había negado el olvido para ser un héroe de la multitud que exige un sacrificio vano, pero hermoso.
Dos cracks fuera de norma
Por Ángel Berlanga
Aquella semifinal entre San Lorenzo e Independiente fue el primer partido en la historia del fútbol argentino en definirse por penales y le tocó a Enrique Chazarreta patear el último: desde esa encrucijada lo narra Osvaldo Soriano en La Opinión, un retrato publicado cincuenta años atrás que enfoca en la hora de gloria de aquel mediocampista emblemático del San Lorenzo de los primeros ’70, que murió el martes pasado. Encuentro nocturno, cancha de River, sábado 18 de diciembre de 1971: con gol del Lobo Fischer para el cuervo sobre la hora, el reglamentario fue 2 a 2. Sin goles en el alargue, terminaron acalambrados, molidos, y así fueron a patear los penales. Cada equipo convirtió los cinco primeros y sobrevino, curiosamente, una tanda de dos por bando: tras un yerro rojo Chazarreta metió el zurdazo final. En alguna crónica anterior Soriano lo observa como “un jugador con mucho empuje, aunque desordenado”; en la que acompaña a este retrato destaca su aporte extraordinario y la riqueza de su juego “para el traslado de la pelota desde la zona defensiva hasta la línea media rival”; en una de cuatro meses después lo describe como “el más empeñoso del club”, con gran capacidad para el quite, el trajín y “el manejo en espacios muy cortos, como pocos jugadores argentinos pueden hacerlo”.
Para ambos 1971 es un año de asentamiento. Nacido en 1947 en Coronel Du Graty, Chaco, después de idas y vueltas Chazarreta recién se consolidó esa temporada como titular. San Lorenzo perdería la final de ese torneo contra Rosario Central, pero en 1972 llegaría el bicampeonato, en 1974 el Nacional y Chazarreta se adentraría definitivamente en el corazón y la historia azulgrana. Soriano nació en el ’43, llegó desde Tandil a Buenos Aires en 1969 y tras pasar por varias redacciones se afianzó dos años después en La Opinión. Entró como redactor de deportes, aunque enseguida empezó a escribir también sobre libros y jugó lo suyo en el fabuloso suplemento cultural que dirigía Juan Gelman. Recién en 1973 publicaría Triste, solitario y final, su primera novela, pero ya en el texto sobre Chazarreta resuena cierta cadencia del policial: por entonces sus crónicas futboleras coexisten con notas sobre Chandler, Hammett, Macdonald. A esa altura el sueño de ser centrodelantero del Ciclón estaba liquidado, así que enfoca en escribir y en cubrir los partidos de algunos de sus ídolos.
También Soriano, su pasión por San Lorenzo, late en el corazón azulgrana: varias agrupaciones cuervas y hasta la sala de prensa del club llevan su nombre. Escribía sobre Chazarreta en agosto del ’72, rumbo al bicampeonato: “Aunque para algunos exquisitos su nombre no diga nada, el técnico Juan Carlos Lorenzo sabía lo que hacía al usarlo como titular: Chazarreta no solo marca por todo el campo de juego y ayuda a su defensa, también sube decididamente por el andarivel izquierdo, abre defensas y desahoga a los demás delanteros. Si tuviera más confianza en sus condiciones atacantes y llegara al gol sería uno de esos delanteros claves para una selección. Sus características de juego –de gran rendimiento para el equipo– difícilmente gusten en la Argentina, donde triunfan popularmente los pisadores, lentos y elegantes”. Con sus estilos y fuera de norma, cracks, nos gusta imaginar a Soriano y Chazarreta compartiendo, además de esta página, más allá, alguna otra jugada, vana, pero hermosa.