Es atribuible a Cicerón una reflexión de incisivas y extendidas implicancias. Hay más estados del mundo que palabras disponibles para expresarlos. Inadecuación constitutiva entre la incesante variabilidad de las cosas y la relativa rigidez de los dispositivos gramaticales. Ese hiato suscita perplejidad e impotencia pero también el impulso creativo que da origen a los recursos de la retórica. Figuras sofisticadas del lenguaje que escapando de la literalidad amplían los márgenes de la comunicación humana.

Borges en “El idioma analítico de John Wilkins” retoma estas inquietudes, y bosqueja una ficcional sinopsis de lo real donde rige una clasificación de los objetos absolutamente discrecional y antojadiza. Ciertas ramas de la filosofía contemporánea acentúan esas orientaciones, y ya no son las palabras las que manifiestan una geografía predada de entes sino que la materia mundana es una nada informe que solo adquiere sentido cuando un nombre viene a designarla.

Sobre estas tesis circulan distintos posicionamientos, pero parece indiscutible que ciertos términos ya no pueden pensarse como unívocos. Aunque de manera más intrincada esa característica podría aplicarse a palabras usadas en el lenguaje corriente, dicha ambigüedad e indeterminación del proceso significativo se observa con especial nitidez en el discurso político. Sometido con mayor intensidad a plataformas ideológicas o intereses de sector, ese diccionario queda siempre interferido por las opacidades de la polisemia.

Rige allí un cierto prestigio de las palabras, aura honorífica que al ser volcada a un suceso lo inviste de una trascendencia que pasa engrosar las filas célebres de la historia. En la puja política, la disputa semántica busca sumar adeptos a cada experiencia social cruzada por litigios y denostaciones. Solo tomemos dos ejemplos, democracia y república, significantes que todas las corrientes reclaman en principio para sí, aunque a esta altura nadie sabe exactamente qué régimen exacto de gobierno describen. Proliferan las hermenéuticas justamente para no cederle el uso exclusivo al adversario, trasladando al terreno de las categorías la construcción de hegemonías. Es interesante a este respecto un caso contrario, el llamado populismo, noción que permanece como apestada pero a la que sin embargo se vuelve todo el tiempo para dilucidar específicamente sus alcances.

Pues bien, en esa línea nos convoca en estos comentarios otro concepto a la vez estrepitoso, impreciso y medular; revolución. El desafío comprensivo es mayúsculo y esto salta a las claras haciendo apenas un breve recorrido. La modernidad ciertamente sacude el horizonte, pues previo a ella la revolución remitía bien a descontrol o caos bien a retorno circular a un estado primigenio en clave astronómica.

Si vamos a un ejemplo local, Mariano Moreno como ideólogo de los sucesos de Mayo siempre fue renuente a esa definición con la que solemos celebrar nuestro natalicio patrio, y su teórico inspirador, Juan Jacobo Rousseau (supuesto jacobino del contractualismo) nunca quiso quedar identificado con esa drástica palabra. Usamos revolución para describir cosas tan diferentes como el avance vertiginoso de la digitalización o la ampliación de derechos de las mujeres. Mutaciones, bien vale señalarlo, que han carecido de una violencia de masas, aspecto que en un principio podría admitirse como vara clasificatoria. Hemos escuchado también ese vocablo bajo la cobertura de un oxímoron, “revolución conservadora”, para graficar aquellos procesos de derechización plena que en el centro del poder mundial encabezaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Pocos quieren privarse de ese pretencioso rótulo.

La ahora llamada historia conceptual procura abordar estos dilemas con una solución en apariencia adecuada. Cada término debe comprenderse al interior de su contexto de enunciación, encadenado a una trama discursiva que lo contiene y explica. Ese camino que suena satisfactorio no lo es del todo, pues queda sin fundamentar la impertérrita referencia universalizante del término. Si todas son revoluciones ninguna en definitiva lo es. He ahí una paradoja. Nos servimos asiduamente de un concepto sin saber con propiedad de qué estamos hablando.

Es obvio que no pretendemos aquí resolver esta encrucijada interpretativa, pero sugerimos alguna idea que parece pertinente. Es evidente por empezar que revolución remite a un giro rotundo de la historia, a la irrupción (brusca, paulatina o violenta, ese no el punto) de una novedad absoluta. Sea en la plano material o simbólico, protagonizado por una minoría selecta, una clase insumisa o una nación en armas, la revolución supone una fractura profunda en la temporalidad.

Sobre esto se podría construir un consenso, pero cabe agregar un elemento sustancial pero polémico. Ese giro debe ser irreversible. Establecer un umbral respecto del cual no hay margen alguno para un regreso al estado anterior. Ejercitemos un sucinto tribunal de la historia. Es inconcebible imaginar que Latinoamérica vuelva a ser colonia de España, es absurdo postular un eventual resurgimiento del feudalismo o que en Occidente la mujer pierda su derecho al voto.

Pues bien, aunque ese vocabulario hoy haya sugestivamente desaparecido en su actual dirigencia, Perón siempre consideró lo acontecido durante sus presidencias como una revolución. Así la designaba habitualmente y toda la retórica del movimiento que encabezó estuvo ordenada en torno a la épica potencia de ese título. Esa marca ya se detecta en el origen, cuando el líder presenta a la Comunidad Organizada como una filosofía política de cuño latinoamericano destinada a salvar al mundo de una hecatombe moral y encontrar un camino alternativo al capitalismo demoliberal burgués y el socialismo internacional y dogmático.

En esa dirección, a fines de los años 60, Perón formula lo que cabría denominar una teoría de las revoluciones. En ese esquema que comienza a explicar asiduamente se destacan dos ingredientes fundamentales. El primero, coloca a la revolución peronista en la saga de la francesa y la rusa, lo que ratifica la radicalidad de su perspectiva. Las grandes convulsiones políticas de la modernidad, cunas del republicanismo liberal y del comunismo científico, como linaje indicador para el proyecto nacional y popular. Y el segundo, señala que toda revolución atraviesa indefectiblemente por cuatro etapas. La doctrinaria, la toma del poder, la dogmática y la institucional. Cuando Perón aplica esa secuencia al caso francés y ruso incurre en imperfecciones y reduccionismos (más aún observadas desde el presente) pero no es ese el punto que nos interesa, sino que Perón se mira exitosamente en ese espejo para describir la coyuntura y pergeñar acciones futuras.

Una aclaración sin embargo se impone, pues en aquellos años el Conductor combina estas apreciaciones con una visión evolutiva de la historia. Perfectividad creciente, que al calor de los testimonios de la revolución cubana y china, y de los procesos de descolonización de la posguerra lo inclinan a pensar que el mundo marcha hacia alguna forma nacional de socialismo. Dicho de otra manera, advienen sin duda revoluciones (entendidas como cambio radical de estructuras) pero bajo un ritmo tendencial no jacobino. Si Perón alienta la violencia en los 70 es como estrategia de desgaste para quitar del medio a la dictadura, y no como aceleración armada de una lógica de desarrollo civilizatorio que ya se estaba firmemente desplegando.

Pero retomemos la teoría de las revoluciones y sus cuatro etapas. La primera (doctrinaria) implica la preparación ideológica de la insurrección, la segunda (toma del poder) el acceso transformador al aparato estatal, la tercera (dogmática) es la fijación en la conciencia colectiva de los principios culturales que rigen el proceso y la cuarta (institucional) es la consolidación normativa de los cambios introducidos.

Caben aquí dos señalamientos. En primer lugar, y conviene recordarlo, en la genética del peronismo es primordial la formación ideológica, la movilización de masas y la estatalidad transformadora. Lejano por cierto de tres de las desviaciones que en ocasiones lo carcomieron y que son lamentablemente habituales en los procesos políticos. Pragmatismo teórico, inmovilismo de las bases y posibilismo tecnocrático. Y en segundo término, que de las cuatro etapas dos parecen cristalinas (la doctrinaria y la toma del poder) pero las dos restantes asoman como problemáticas. (la dogmática y la institucional). Y su riesgo reside en que queda tácito allí que las revoluciones (entre ellas la peronista) crecen, se estabilizan y permanecen. Son, en lo sustantivo, irreversibles, pues logran finalmente capturar la totalidad de las conciencias y arraigar un conjunto de terapias sociales que en tanto piso yo no tienen retroceso. Todas las revoluciones tienden por tanto al unanimismo, sea por imposición transitoria sea por el propio sello de la evolución histórica. Lo que hoy llamamos “batalla cultural” era la difusión pertinaz de una verdad impecable que más pronto que tarde terminará siendo aceptada por todos.

Las luchas transcurridas luego desdijeron esas presunciones. En las democracias vigentes rige lo opinión diversa y no la unanimidad, y aquellos cambios que se intuyeron irreversibles sufrieron agresivas restauraciones. En el largo plazo podemos postular que no volverá el esclavismo, pero en el corto y en el mediano la furia neoliberal puede arrasar grandes logros del proyecto nacional y popular. “La batalla cultural”, entonces, no es la transmisión autosuficiente de una certeza que acabará por imponerse, sino la insistente militancia para ganar adeptos que nunca lo serán completamente. Y esa militancia no puede ser solo discursiva. No hay nada más convincente que una gestión que brinda soluciones y una ejemplaridad ética que da autoridad a cualquier ejercicio de convencimiento.

¿Fue el peronismo una revolución? Lo fue en el sentido de que dotó a la Argentina de una fisonomía inédita que resiste incolumne (el poder de los sindicatos, una memoria mítica de igualdad, un movimiento político de savia plebeya altamente influyente). Pero no lo fue en el sentido de que muchas de sus justicieras conquistas fueron luego desbaratadas y sus enemigos le siguen disputando palmo a palmo la hegemonía política.

 

 

 

 

Batalla cultural se necesita, controversia aguerrida pero respetuosa con los pensamientos dubitativos. Final abierto que no debe llevar al desaliento sino al certero talento de un buen dirigente. A veces, en política, tener la razón no es suficiente.