Brasil sigue ahogado en la creciente ola de coronavirus, que diezmó oficialmente más de 335 mil vidas.
Estudios realizados por hospitales y avalados por especialistas, médicos y científicos señalan que hasta el pasado viernes serían 443 mil.
Menos de cinco por ciento de los 5570 municipios brasileños tienen 443 mil habitantes.
Con alrededor de tres por ciento de la población mundial, Brasil tuvo hasta ahora 33 por ciento del total de víctimas fatales de covid-19. Son números asustadores: en una única jornada, la del 31 de marzo, el mundo registró 11.769 muertes, de las cuales 3.869 fueron en Brasil.
No hay vestigio de luz en el horizonte. Al contrario: varios especialistas advierten sobre el alto riesgo de que se llegue a 500 mil muertos antes del fin de abril. Y la actuación del ultraderechista y desequilibrado Jair Bolsonaro contribuyó y contribuye de manera decisiva para esa tragedia.
No sin razón ese esperpento es llamado genocida. Encabeza un gobierno de nulidades cómplices con lo que él promueve. Y los que comandan el Congreso y se niegan a extirparlo, son igual de cómplices.
Ante a esa tragedia sin antecedentes en la historia brasileña, salta una pregunta: ¿y los militares?
Al fin y al cabo, el gobierno del Genocida es totalmente militarizado. Son como seis mil, la mitad de ellos activos, esparcidos por todas partes. Más de la mitad de las estatales son controladas por uniformados. Casi la mitad de los ministerios también.
El Genocida solo llegó a la presidencia porque en 2018 el comandante máximo del Ejército, Eduardo Villas Boas, advirtió a la Corte Suprema que si concedía el habeas corpus pedido por Lula, habría fuerte reacción de los militares.
Un ataque a la democracia, pero típico de la postura permanente de las Fuerzas Armadas de mi país: amenazar a las instituciones. Y cuando las amenazas fallan, destrozarlas.
La actual generación que encabeza las fuerzas armadas fue creada y cebada bajo la dictadura: eran todos jóvenes aprendices de golpista.
La sumisión de la corte suprema abrió camino a la conducción del peor, más abyecto y más desequilibrado presidente de la historia de la República. Y para la instalación de este gobierno militarizado.
El pasado lunes estalló una crisis entre Bolsonaro y el Ejército. De manera truculenta el presidente fulminó a su ministro de Defensa, general retirado Fernando Azevedo e Silva.
Como reacción inmediata, los comandantes de las tres fuerzas renunciaron a sus puestos. Pese a eso, y como forma de mostrar autoridad absoluta, Bolsonaro los cesó.
A la hora de elegir los nuevos jefes, otro impase: para la Fuerza Aérea y la Marina, ningún problema.
Ya en el Ejército el escenario se tensionó. El presidente quería uno de su confianza, pero los miembros del Alto Comando le enviaron una lista con tres otros nombres. Acosado sin preámbulos, fue obligado a nombrar al general Paulo Cesar Nogueira, precisamente el estopín que hizo estallar la crisis y el cese del ministro de Defensa, general Azevedo e Silva.
Irritado con declaraciones de Nogueira a la prensa, defendiendo medidas de aislamiento social y el uso de mascarillas, Bolsonaro había presionado al entonces comandante del Ejército, general Edson Pujol, para que sancionara al subordinado. Frente a la negativa de Pujol, presionó al entonces ministro de Defensa, que tampoco aceptó la misión.
Bolsonaro ya había advertido a ambos anteriormente, exigiendo, en vano, que condenasen la iniciativa de la Corte Suprema de anular los juicios comprobadamente manipulados contra el ex presidente Lula, devolviéndole la posibilidad de postularse a elecciones.
La semana terminó con un ambiente muy tenso e intenso en Brasil. Quedó claro que las reiteradas insinuaciones de Bolsonaro de que podría adoptar medidas de fuerza con respaldo de las Fuerzas Armadas carecen de base. Peor: que el malestar entre los militares creció.
Hay, entre la alta oficialidad activa, un fuerte rechazo a corroer aún más la ya debilitada imagen de las Fuerzas Armadas. No quieren seguir identificadas con un gobierno que, más que caótico, es responsable por un genocidio sin precedentes.
Con participación decisiva para impedir que Lula participara en el pleito de 2018, fueron cómplices de la elección de un desequilibrado sin remedio. Con miles de uniformados esparcidos por el peor gobierno de la historia de la República, muchos todavía activos, trataron de pasar la idea de que serían el contrapeso al esperpento primate.
Fracasaron. No se sabe qué harán a partir de ahora: ¿seguir intentando, con militares retirados esparcidos por el gobierno, controlar al monstruo que ayudaron a crear?
Bolsonaro ya sabe que no cuenta con los altos mandos militares para el golpe que pretende. ¿Buscará otro tipo de respaldo?
Vale recordar que en el golpe que tumbó a Evo Morales en Bolivia las fuerzas policiales fueron mucho más decisivas que las Fuerzas Armadas. Alguien debe haberle soplado al oído ese punto a Bolsonaro.