El Gobierno está comunicando en dosis administradas el avance de la pandemia y la necesidad de retornar a cursos más duros de prevención, que son irreversibles.
De allí para arriba es dudoso cuál será el graderío de las restricciones. ¿Un aumento explosivo de contagios y el riesgo de que se sature el sistema de salud, tan bien resguardado en el período inicial del año pasado, llegará a implicar retrocesos a fases de qué tipo, en dónde y controladas cómo?
El ministro Guzmán ha dicho que la economía argentina no resiste volver a una cuarentena estricta, pero, ¿sí (se) resiste que pudiera llegarse a decidir quiénes recibirán oxígeno, en caso de eclosión en las terapias intensivas?
Las especulaciones son muchas e interminablemente indecisas, porque, ¿acaso alguien sabe o siquiera conoce, con seriedad política-científico-sociológica, cuál es la mejor forma de manejar este desafío sin caer en incógnitas mayúsculas o declamaciones fáciles?
El mundo, acerca de la covid y en su sentido político literalmente planetario, es un aquelarre donde se entremezclan la falta de vacunas suficientes; los amarroques de países desarrollados como Estados Unidos; los que como Francia, Alemania, Italia, vuelven a confinamientos casi totales o parciales; los que como Inglaterra se permiten relajarse; los que comparan demografías como la Argentina con Israel, Uruguay o Nueva Zelandia; los que enjuician con profundidad y tono propios de un conversatorio o griterío berretísimo; los periodistas que responden al interés de los laboratorios en función de la bajada de línea impuesta por sus dueños.
¿Cuánto más hace falta para anoticiarse del lobby descarado que ejercen ciertos personeros directos o indirectos de Pfizer, que muy lejos de la casualidad son los mismos que despotricaban contra “la vacuna rusa”? Corresponde imaginarse y acertar lo que sucederá si llega a ser cierto que los cubanos están al borde de un logro científico extraordinario, cual es la producción en masa de una vacuna trabajada en la isla y como acaban de reflejarlo artículos del Washington Post y del New York Times.
Hace un par de semanas, tras el uso de la cadena nacional no para hacer anuncios, sino a fines de expresar desvelos, se dijo aquí que era de mínima sorprendente --y muy incierto en cuanto a sus efectos positivos-- que un instrumento de comunicación como ése, con protagonismo presidencial, fuera empleado antes para reflexionar y compartir inquietudes que como vehículo de noticias.
Se preguntó cómo era posible que no se informara ni el cierre de las fronteras, pero también se advirtió que el discurso de Alberto Fernández fue una última apelación a (volver a) cuidarse personal y colectivamente, antes de que se puntualice lo que se venía y ya está. Y que, ergo, su palabra en cadena podrá haber sido muy floja en cuanto a prospectiva concreta, pero muy fuerte como metamensaje.
Ojalá se crea que no se trata de vanagloriarse con el acierto de ese diagnóstico básico, sino de instigar a que no se continúe brindando impresión de gobierno dubitativo. No porque se tenga la receta de nada, pero sí porque el piso de cualquier recetario, en circunstancias como éstas, es tomar resoluciones que no estén permanentemente atadas a su simpatía o antipatía popular.
¿Simpatías o antipatías predictaminadas por quiénes, además o en primer término?
En un hilo de twitter, hacia mediados de marzo, Daniel Feierstein, sociólogo e investigador del Conicet, dio cuenta de los estudios de opinión que desarrolla hace unos meses la Universidad Nacional de Quilmes.
Feierstein previene que sus apuntes, “como un mortal más en tiempo de angustia”, no hubiesen sido posibles sin el enorme trabajo de Javier Balsa, Guillermo de Martinelli y Juan Spólita, miembros del equipo de investigación del SocPol de la Unqui. Y quien firma esta columna también avisa que lo siguiente es un extracto de lo publicado.
A la pregunta de qué harías, si fueras Presidente, si se comienzan a llenar las camas de terapia intensiva por la segunda ola, contra la imagen dominante un 40 por ciento responde que tomaría medidas muy estrictas y un 23 por ciento avala que se dispongan aislamientos intermitentes.
La idea de "la gente está harta de las restricciones", de "no queremos estar encerrados", de "que mueran los que tengan que morir", de "no se puede hacer nada", por muy difundidas que estén, son miradas que representan a una minoría (intensa, pero minoría al fin) de la población.
Eso también encuentra refuerzo en otra pregunta, mediante la que se indagó el acuerdo con volver a las restricciones de abril de 2020 ante una eventual segunda ola: 55% “de acuerdo” y otro 35% que “las respetaría aun en desacuerdo”. Apenas un 10% "no las respetaría".
Sin embargo, ocurre algo (muy) interesante cuando ya no se pregunta qué es lo que habría que hacer o el nivel de acuerdo, sino cómo se cree que contestaría la sociedad frente a la reimposición de restricciones por el inicio de la segunda ola.
Allí resulta que la mitad de quienes proponen o aceptan limitaciones cree que su posición es minoritaria. Un 50 por ciento considera que casi todos rechazarían las disposiciones presidenciales, y alrededor de un porcentual de 20 estima que ni llegaría a implementarlas. Y al revés, la minoría contraria a cualquier tipo de restricción está convencida de ser mayoría.
Algo así, remarca Feierstein, podemos encontrar en las redes sociales, donde gritan más los que se oponen a las restricciones. Insultan con más ínfulas. Pero insultar más no los hace ser mayoría.
Ese grupo se encuentra o siente empoderado y seguro, para reiterar, de expresar a "la mayoría", mientras que la mayoría que acuerda con el cuidado cree ser minoritaria. Un 20 por ciento, según estos estudios de opinión con el respeto que merece la seriedad académica de la Unqui, conquista la hegemonía. Convence a muchos (y a las autoridades, así fuere en modo pregunta) de ser "la opinión mayoritaria".
“Casi todas las autoridades consideran ‘inviables’ las medidas de cuidado (las endurecidas o inclusive extremas, cabría adosar), sea porque sufren la misma confusión que la población mayoritaria o porque pronostican difícil enfrentar la insubordinación de la minoría intensa (un 20 por ciento es mucha gente si está dispuesta a la acción, subraya asimismo el sociólogo y es complicado desmentirlo). Por lo tanto, la paradoja que se genera es que se terminan ejecutando las políticas de la minoría; sea por su capacidad de ganar la disputa por el sentido, sea por el poder que les otorga estar dispuestos a cualquier cosa”.
Feierstein llama a asumir que esta disyuntiva no tiene salidas fáciles, porque la resistencia de un 20 por ciento, o del porcentaje minoritario que fuese, puede ser desestabilizadora si no se planifica bien. Y porque las correlaciones de fuerzas y los sentidos son dinámicos: alguien que acuerda hoy puede disentir más tarde, aunque también puede ser el reverso. Estos equilibrios son inestables. Dependen de la buena comunicación y de la eficacia de las medidas.
Quizás se puede trazar una analogía entre este escenario respecto de la covid y el de la economía, en cuanto a las percepciones que el Gobierno tuviera sobre la aceptación de la dureza en las medidas a adoptar.
Las cifras oficiales de aumento de la pobreza hablan por sí solas, y las perspectivas inflacionarias otro tanto. Dentro de pocos días se difundirá que el índice de marzo rondará el 4 por ciento, mientras se sufre el aumento que supera a ese promedio en alimentos y bebidas.
Se confirmará que en el primer trimestre habrá de consumirse un tercio o más del estimado de inflación del año, asistido por la fiesta de aumentos en carne, verduras y frutas.
Otra vez: excede a la capacidad de un comentarista dictaminar cuales son las disposiciones específicas a fines de, para empezar, dar idea de que se acciona contra los formadores de precios a todo lo largo de la cadena de valor.
Pero es completamente certero que, si ni siquiera se brinda imagen bien comunicada de estar trabajando y presionando acerca de eso, estamos en problemas.
Que la oposición sea un mamarracho despiadado no durará, perceptivamente, toda la vida. Y aun cuando siguiera siéndolo, como es de prever, ya se sabe --o debiera-- que el humor popular es muy fluctuante en la porción que decide en las urnas.