Doña Rosa no quiere saber. Por eso no presta atención a los comentarios del Cholo, su marido, que llega del kiosco enojado porque las cosas no van bien. Él le cuenta lo poco que vendió esa mañana, pero Doña Rosa no quiere saber. Al rato, el hijo la llama desde España para saludarla. Doña Rosa no le hace muchas preguntas. Si ni siquiera le preguntó por qué se iba a trabajar a... a... ¿en qué ciudad trabaja su hijo? Antes estaba cerca, pero tampoco lo veía tanto porque andaba de acá para allá con su fabriquita de bisagras. ¿Por qué habrá cerrado la fábrica?, podría preguntar Doña Rosa, pero ¿qué sabe ella de bisagras?

Ahora habla con el nieto. Pero como no quiere saber no le pregunta cuándo va a volver a verlo. Será en las vacaciones de este año, o del siguiente.

El Cholo se va de nuevo para el kiosco. Antes de salir le dice algo sobre las maquinitas de afeitar chinas que no valen casi nada, pero que no afeitan casi nada, pero Doña Rosa no lo escucha. Vos siempre quejándote, le diría, si tuviera ganas de decir algo. Maquinitas chinas, habrase visto. En el televisor está Mirtha, pero Doña Rosa no la escucha porque sabe que lo que diga va a coincidir con lo que ella piensa. De distraída se pierde la soberana reflexión del Cholo: "¿Por qué las maquinitas chinas no afeitan si el filo no es lo que cuesta? Al salir, el Cholo agrega algo sobre las bisagras chinas, pero ya Doña Rosa puso la novela y listo. En la televisión pasan un flash informativo: una marcha de maestros. A Doña Rosa le parece ver a su hija, pero como no quiere saber, mira hacia otro lado. A esta pared le vendría bien una mano de pintura, se dice. Justo la llama la hija. Pero Doña Rosa no le pregunta si la de la marcha era ella. A Doña Rosa no le gusta que no respeten su derecho a no querer saber. Hablan de enfermedades. Cortan. De un manotazo al aire, Doña Rosa espanta el recuerdo de su maestra de la primaria, la señorita Ana Laura, que viajaba todos los días desde el pueblo vecino en un colectivo que era una carreta, y después tenía que caminar veinte cuadras para llegar a la escuela. ¿Con qué derecho se mete ese recuerdo en la cabeza de alguien que no quiere saber? No hace tanto tiempo, Doña Rosa y el Cholo también marcharon, como marcha ahora la hija. Ella no recuerda bien el motivo, ¿sería el filo de las maquinitas de afeitar chinas o algo relacionado con bisagras? Doña Rosa cree que salió a la calle para acompañar al Cholo. No sabe, porque no quiere saber, que el Cholo cree que él salía para acompañarla a ella. A Doña Rosa aún le queda un poquito de esa indignación que la llevó a marchar, por eso se enoja con Messi, con Maradona, con la vecina, con la que sirve la comida en la mesa de Mirtha, que tiene el delantal torcido. Lo único que calma su indignación es jugar con el gato. Como los nietos le abrieron una cuenta de Facebook, saca fotos del gato y las comparte. No sabe, ni le importa, quién ve las fotos. Supone que sus nietos. Ahora la llama su otro hijo para invitarla a comer un asado el domingo. A Doña Rosa se le escapa decir que le va a salir muy caro, que con fideos bastaría. Lo dice y se arrepiente. Si el hijo quiere gastar en un asado, allá él. Luego de un breve silencio se ponen a hablar del tiempo. Qué tiempo loco, ¿no? Doña Rosa no sabe si ese hijo suyo es de los que quieren saber o no. Si él es de los que quieren saber, entonces tendrá que decirle que ella es de los que no quieren saber. Hijos que no respetan los derechos de los padres, así anda el mundo. En la televisión ahora hablan de peronistas y antiperonistas. Otra vez sopa. Qué tiene que ver eso, se dice Doña Rosa, con lo que pasa en el país. Peronistas, antiperonistas, comunistas, son todos iguales, se dice aunque no conoce en persona a ningún comunista. Cambia de canal. Justo hay un programa de gatos. Oye los golpes en la puerta. El muchacho de la verdulería. Doña Rosa no quiere saber si es boliviano o salteño o marciano. Pero los marcianos, de existir, deberían ser verdes, no morochones, piensa, y se ríe pero para adentro. El muchacho apenas habla. Pero hoy se le ocurrió preguntarle si el hombre de la foto de la cómoda es el padre de Doña Rosa. Doña Rosa aprueba con un hum... y cuando está por decirle que era siciliano, se da cuenta de que el boliviano va a pensar, por culpa de la foto en blanco y negro, que el padre era también morocho. A los apurones, como haciendo que saca la plata para pagar, le muestra otra foto del padre, ahora en color. El padre es blanco, no blanco leche sino blanco siciliano que es más o menos parecido. El padre era verdulero, como el boliviano. Qué casualidad, dice el pibe. Doña Rosa no quiere sacar conclusiones, le paga, le da una propina, y le abre la puerta para que se vaya rápido. Cambia de canal y ve otra marcha. Como si tuviera que ver con ella. Vayan a laburar, vagos de mierda, se le escapa. Ya no le importa que en una pueda estar la hija. Pasa un sobrino a saludarla y sin darse cuenta le comenta que le cortaron horas de trabajo en la fábrica de muebles. Doña Rosa le responde que siempre que llovió paró. El sobrino no entiende lo de la lluvia y se va para no llegar tarde, no sea cosa de que además pierda el trabajo. El Cholo le manda un mensaje de texto para contarle que cerró la peluquería del Rengo Castro y que el frigorífico despidió diez empleados. Doña Rosale contesta que siempre que llovió paró y apaga el celular. No se acuerda de la cara de ninguno de los empleados del frigorífico. Eso la tranquiliza. Y del Rengo Castro ni se acuerda; veinte años sin verlo desde que mudó la peluquería a la otra punta. Doña Rosa se acuerda ahora de la época en que un periodista de la televisión se dirigía siempre a ella. Doña Rosa esto, Doña Rosa lo otro. Eso le generaba un cosquilleo algo vergonzoso en el cuerpo. Nunca habló de eso con nadie. Cosas de ella. ¿De qué le hablaba ese periodista? No lo recuerda. No le importa. No quiere saberlo. Le basta con el recuerdo del cosquilleo. Antes las cosas eran mejores, se dice, pero no sabe por qué. En la televisión, otra marcha. La apaga. Por las dudas, desenchufa la radio. Como si temiera oírlo sonar, descuelga el teléfono. No satisfecha, le saca el cable. Como la voz de una vecina se filtra por la ventana del comedor, la cierra. Después cierra todas las ventanas de la casa y corre las cortinas. Por fin cierra las puertas con llave. Ahora sí.

 

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