Había una vez una joven narradora de leyendas que había debutado en la novela por todo lo alto y que, cuando publicó la segunda, fue destrozada por un guardabosques feroz y pasó varios años hechizada por el maleficio. La escritora era Joy Williams (Massachusetts, 1944) quien había sido finalista del National Book Award con su estreno en Estado de gracia (1974) y que, a la hora del segundo acto, fue lapidada en público por el entonces decisivo crítico literario Anatole Broyard (para muchos, aunque Philip Roth lo niegue, el modelo para el protagonista de La mancha humana) desde las páginas de The New York Times por haber tenido la osadía de publicar algo tan diferente e inesperado e “idiomáticamente avant-garde” como El hijo cambiado (1978). Williams se encontró de golpe confundida y desorientada y -lo evocó ella misma en la entrevista que concedió a The Paris Review en 2014- entonces llamadas telefónicas como la de William Gaddis diciéndole “‘Oh, Joy, lo siento tanto…’. Todavía puedo oír su voz. Y al día de hoy sigo sin haber leído toda esa reseña. Fue algo muy sucio, y triunfó a la hora de hacerme callar por un rato”. Enseguida la manada obedeció al macho alfa y “entonces sentí como si los reseñistas me quisieran muerta”. Broyard murió en 1990; El hijo cambiado fue descatalogada (y no reeditada sino hasta el 2008 por una pequeña editorial acompañada por un redentor prólogo del fan Rick Moody que incluye la edición de Alpha Decay); para poder leerla había que pagar precios inhumanos en librerías de segunda mano; y Joy Williams, a su manera, fue convirtiéndose en una escritora de escritores. Un espécimen atípico que practicaba una inmaculada y turbulenta versión de realismo sucio que parecía el producto de Raymond Carver yéndose de copas con David Lynch o de una providencial caída de Carson McCullers en una marmita hasta los bordes de LSD mientras afuera latían las ciénagas de Florida pintadas como si se trataran de las más baldías tierras de Oz. Recién en el 2000 -con la publicación de la alucinada y alucinante novela entrópica Los vivos y los muertos, candidata al Pulitzer- se cerró el círculo y se confirmó lo que era más que evidente: El hijo cambiado se había adelantado demasiado a sus tiempos. Ahora, el radiactivo magisterio de Williams se percibe sin dificultad en neo-raras como Clare Vaye Watkins y Otessa Moshfegh o la Emma Cline de Las chicas. Y la buena nueva es que próximamente habrá más Joy y más Williams entre nosotros (Seix Barral publicará su definitiva antología de cuentos The Visiting Privilege así como los divinos micro-relatos/sermones Ninety-Nine Stories of God) dejará sin argumentos a quienes aún no hablan de esta mujer con la misma pasión y entrega que dedican a la tanto más cómoda Alice Munro.
Mientras tanto y hasta entonces, a saber: El hijo cambiado se apoya en el motivo clásico de cuento de hadas (o mejor dicho de brujas) del vástago humano suplantado por un pequeño angelical demonio o demoníaco angelito para desconcierto y pavor de sus progenitores. Y aquí la madre es la joven alcohólica Pearl habitando una extraña isla poblada tan solo por niños salvajes que a algunos le recordará en algo las postales climático-apocalípticas de J. G. Ballard o las variaciones folk-freak de Angela Carter. Después de unos cuantos años en esas orillas extrañas, Pearl y su hijo Sam y su pareja Walter vuelan a la no más firme tierra y el avión cae y ella y el pequeño sobreviven pero, para Pearl, Sam ya no es quien alguna vez fue aunque, la verdad sea dicha, tampoco tenga la menor idea de quién es ella.
Leída aquí y ahora, en perspectiva, El hijo cambiado –tan arquetípica como personal– es el tipo de arriesgado y muy valiente gesto de alguien que no se resignó a dormirse en sus laureles y que con sus espinas espantará o fascinará (pero no dejará a nadie indiferente) según la predisposición y audacia del lector. “El movimiento tectónico de sus párrafos ya no resulta repulsivo, si es que acaso lo fue alguna vez”, advierte Moody en su presentación y alegato y agradecimiento por una justicia que -aunque lenta pero nunca tardía-siempre llega. Y esa justicia se hace recién luego de que el mundo real cambie para así, por fin, ponerse a la par y altura de ciertas ficciones auténticas y verdaderas ayudando a leer y a vivir felices y comer no perdices sino huevos de cocodrilo.