Dice: “por lo único que vivo es por esto”, y agita un poco la mano en el aire, como quien señala el taller, el mundo, el espacio alrededor. A los 70 y pocos, Marta Minujin habla con el entusiasmo explosivo de una adolescente porque este es el año en el que participa de la documenta, una de las exposiciones de arte contemporáneo más célebres del mundo, que cada lustro se da cita en Alemania y que en esta edición, por primera vez, se realiza también en Grecia. Minujin se desborda: “es lo mejor que hay en el mundo. Mejor que las Bienales, mejor que nada. Es la vanguardia de lo que va a venir en cinco años”. Y en ese evento, que este año presentará también piezas de David Lamelas o Jonas Mekas -por nombrar solo dos de los 150 artistas incluidos-, una de sus estrellas es obra de ella: la reedición del Partenón de libros, la obra de diciembre de 1983 con la que quedó asociada para siempre al regreso de la democracia en Argentina. “Cuando me llamaron, casi me muero. Nunca lo esperé. Es el mejor lugar. Lo que más me gusta del mundo es estar ahí”.
¿Siempre lo que más la entusiasma es lo último que está haciendo?
–Esto más. Este Partenón es la obra más grande que hice. Va a ser inmenso.
Los detalles técnicos le dan la razón. Será en una plaza, la Friedrichsplatz central de Kassel, uno de los lugares donde en 1933 el régimen nazi quemó libros que consideraba anti-alemanes. Ahora, ahí, una estructura tubular replica el Partenón auténtico, el de Atenas, a escala natural, con sus 70 metros por 30, y otros 19 de alto; en junio estará cubierta por cien mil ejemplares de libros alguna vez prohibidos que Minujin está recolectando en Argentina, Grecia, Alemania. Poco, pero falta. Desde el sillón del espacio de su taller en el que recibe visitas y atiende periodistas, la mujer de gafas espejadas y mameluco blanco cuenta que desde hace dos meses intenta curarse de una gripe, que la agitación la cansa “ahora un poco más que antes”. Treinta y cinco años, dice, hacía que no consultaba a un médico, porque tenía el don de curarse sola y sin embargo, qué inconveniencia, ahora está así. “Por esta gripe sí fui a un médico, a otro, a otro. Nadie me curó. Igual voy a documenta y se me pasa todo”.
Los libros no se mojan
Minujin no es una persona, sino al menos dos. En los 60, aprendió que la notoriedad pública puede traducirse en comodines y desde entonces la construyó minuciosamente. Alguna participación en un evento, alguna declaración, una foto, una obra capaz de dar en el clavo mediático en el momento preciso, pueden hacer la diferencia. Entonces, allá va: se calza las gafas, el mameluco de turno (¿uno blanco radiante? ¿el realizado con telas del altiplano? ¿quizás el naranja?), alguna joya hecha por ella misma y sale a escena. La Marta Minujin pública no tiene problemas en jugar al personaje que ella misma ideó. Los vernissages no tienen sorpresa: “todo es siempre igual: la gente que me quiere agarrar, la gente que me quiere tirar, la gente que quiere sacarse una foto, los que me aman, los que me adoran”.
¿Agota la gente?
–A mí me agota.
Usted es muy fácil de reconocer.
–Sí. Pero el otro día fui al Barrio Chino toda camuflada, con campera de jean, sin anteojos. Me escuchan la voz y me dicen “¿vos sos Marta Minujin?”. “No, no soy”. “¿Cómo… no sos?”. “¡No!”. Así les digo, porque sino me empiezan a besar, a sacar fotos, todo. En el 65 me lo bancaba porque me servía para hacer obra, porque entonces después yo ya era Marta Minujin y llamaba a una fábrica y conseguía el acrílico, conseguía neón.
¿Hacer la gestión para una obra, lidiar con trámites, con la producción, con los permisos que a veces son necesarios es algo que aprendió con los años?
–Yo siempre hice gestión. Ahora tengo asistentes, mucho lo hacen ellos, pero vengo de Córdoba, de instalar una Galería blanda, que también fue gestión: que hagan los 200 colchones así, hablar con el museo (Caraffa) para donarla, el museo primero no quería, después quiso; pensar que van a venir de otros países a verla y por ahí la piden prestada de otros museos, entonces se tiene que poder transportar. Pero siempre hice gestión. Con La Menesunda fue brutal. Cuando alguien se mete, la cosa no sale, lo tengo que hacer yo sola. Con el Partenon de documenta, no, porque hay un punto especial que son los libros, y había que ver cómo hacerlo: cómo envasar los libros para que no se mojen. Envasar al super vacío, bien apretado y pegado. Acá, en el 83, estaban en bolsita y algunos se habían mojado… En la torre de Babel que hice también se habían mojado. No se pueden mojar los libros. Después, que vayan a Kassel camiones de todos los países a las embajadas, que vengan a retirar libros, para poner en las borders, las fronteras donde están los migrantes. Porque no tienen nada ni para leer, no tienen una revista, y entonces parte de los libros de Kassel van a ir a ellos. Yo había inventado un manual para migrantes, quería colocarlo en la parte superior de las columnas del Partenon, pero el curador de documenta me dijo que cambia tanto todo lo de los migrantes que no van a ir a agarrar justo ese libro.
¿Cómo era el manual para migrantes?
–Genial. Por ejemplo, era en el idioma sirio y en alemán. Entonces abrías una página y decía “yo soy” en sirio y “yo soy” en alemán. “Tengo tantos años”, porque no se sabe la edad que tiene la gente, son africanos, miden dos metros y tienen 12 años. ¡En serio! Bueno, “tengo hambre” en alemán y en sirio. “Tengo que hacer tal cosa” o “necesito un documento”, porque muchos los pierden. Era todo así el manual. Hubiera sido genial imprimirlo. Yo quería, pero me dijeron que no porque la situación cambia constantemente y no tendría actualidad. Y además suponete que lo agarrabas vos, que no sos migrante, tampoco tenía sentido. Tiene mucho más sentido lo que se está haciendo ahora, que vos al libro que donás para el Partenon le ponés tu e-mail, tu nombre, y entonces cuando le llega a alguien, esa persona te escribe, y vos le vas a contestar, y ahí va a pasar algo.
Acá en 1983, los veinte mil libros del Partenón se distribuyeron entre bibliotecas municipales y las personas que asistieron al evento. ¿Con los años se encontró con gente que haya estado allí y se haya llevado un libro?
–¡Sí. un montón!
¿Y qué le pasa con eso, cuando ve qué vida tiene la obra después?
–Corrobora mi razón de ser, mi razón de estar en el mundo. Es mi razón. Yo vivo para trabajar y trabajo para vivir.
Historias de familia
A la familia la ve poco. Al marido economista, al hijo banquero (“es inaudito que sea banquero, pero bueno, el padre lo incluyó más en su vida”), a la hija licenciada en relaciones internacionales, sospecha, tal vez les resulte difícil tratar con una artista que las 24 horas piensa, se ve, se siente como tal. A los nietos los trata menos. ¿Será difícil para ellos tener una abuela como ella? “¡Más difícil es para mí tener que estar con gente normal! Son normales. Es muy difícil. Me cuesta mucho”. Pareciera que pone distancias y sin embargo podría decirse que vive todo el tiempo en familia, en especial cuando está en su taller de San Cristóbal, en una gran casa donde los Minujin campean desde hace décadas. En el origen eran tres casas chorizo, tantas como timbres parecen verse desde la calle (aunque en realidad el único que funciona es el que queda bajo un cartelito manuscrito que dice “timbre”). En una de ellas, en la planta baja, su abuelo tenía el negocio de venta de uniformes; en el primer piso vivían sus padres y nació ella; en la casa de al lado, que era de otra familia, vivían extraños; con los años, Minujin vendió esculturas, compró lo que era ajeno y arregló lo que era propio. Lo ha contado en entrevistas las veces suficientes como para dejar en claro que la historia le encanta.
Hace dos décadas el espacio era otro. El patio estaba lejos de ser esta suerte de paseo luminoso y blanco en el que descansan el citroen 2cv recubierto de venecitas (“Shock metafísico”, de una instalación de 2008) y algunas esculturas en hierro de gran escala. El viejo comercio del abuelo Minujin no era esta pequeña galería repleta de hits (la única pintura que sobrevivió de su época figurativa: un autorretrato fechado en 1955 en el que la jovencísima Marta tiene una mirada grave; maquetas de obras inacabadas, pero también de otras ultra conocidas, algún recuerdo gráfico de sus primeras performances), sino un archivo lleno de documentación propia en la que rastrear, también, trayectorias de compañeros de ruta. Minujin no dice la palabra “sobreviviente”, pero algo de eso hay.
–Este año voy a publicar unas cartas mías, una especie de autobiografía, de los tres años que estuve en París. Ahí cuento toda la bohemia latinoamericana, el arribo del pop, todo en París, pero como algo reflexivo. Eran cartas que yo mandaba a mis padres todos los días.
¿Todos los días?
–Sí. Y las encontré hace poco. No me acordaba de que las había escrito. Las encontré, les corté todas las dedicatorias, y ahora es una cosa genial que sale sola.
Íntimas pero no tanto.
-Casi nada íntimo. Es todo una reflexión sobre París, la gente que conocía genial, famosísima, y cómo llegué a ser famosa yo ahí en tres años.
¿Por qué lo hace? ¿Cree que hay alguna enseñanza que dejar?
–Me lo pidieron. Un primo mío se casó cuatro veces. Yo una vez le pregunté “¿por qué te casaste cuatro veces?”. “Porque ellas quisieron”. Bueno, lo de las cartas está bien, no me molesta, pero tampoco me gustar estar leyendo yo, así que le pedí a alguien que sacara todo lo de padre, madre, todas las referencias y chau. Me parece que le van a servir a la gente joven para ver cómo en los años 60 pensaba uno a los 20 años. A los 20 años había leído todo lo que existe y después me dediqué a releer lo que ya había leído. Y había desaprendido todo lo de Bellas Artes. Estaba tan segura de todo. Y bueno, después hubo tres intentos de suicidio que tuve yo, todas locuras. Vivía bien la locura a fondo.
Mucha intensidad.
–Sí.
Pero sigue viviendo cosas intensas.
–Por eso te digo: lo único que me mantiene en vilo es esto, el trabajo. El domingo, que no puedo venir acá, me siento mal.
¿Y qué hace entonces el domingo?
–Nada, no hago nada. Me aburro.
Recién hablaba de los años 60. ¿Cómo ve hoy aquella efervescencia?
–Era maravillosa. En París, todos los latinoamericanos se reunían en un lugar. Estaban Cortázar, también Italo Calvino, Boris Vian; yo tenía 20 años y ellos 40. Yo era una cosa rarísima, viniendo de Argentina, teniendo 20 años. Julio Le Parc estaba pero casi no nos dábamos bolilla. Con argentinos casi no nos veíamos, y los que estaban ahí, como Delfino o Noe no eran tan de vanguardia.
Cuando se repasa qué se escribió de sus obras, de su trayectoria, además de que parece difícil separar obra de personaje, aparece claro que en algunas épocas se subrayaba más, hasta como una excentricidad, el hecho de que fuera mujer.
–¡Sí! “La Minujin”, decían.
¿Le molestaba?
–Sí, porque creo que el arte no tiene sexo. El producto artístico, esa arcilla, eso o aquello de allá, ¿vos podés saber de quién es? ¡No! No vas a decir “ese arte es femenino”. En cambio, a veces en algunas exposiciones que participé, de mujeres de todas partes del mundo, me resultaba horrible porque había mujeres mostrando su vagina, apretándose el pezón, todas cosas relativas a la mujer. La mayoría de las artistas usan su cuerpo para manifestarse. Yo no. Y nunca tuve problemas, porque soy tan fuera de serie.
¿Nunca fue un obstáculo ser mujer?
–Sí, fue un obstáculo. Fue un problema con el grupo CAyC (Centro de Arte y Comunicación, que Jorge Glusberg fundó en 1969), que no querían que yo entrara en el Grupo de los Trece (N. de R.: Jacques Bedel, Luis Benedit, Gregorio Dujovny, Carlos Ginzburg, Víctor Grippo, Jorge González Mir, Vicente Marotta, Luis Pazos, Alfredo Portillos, Juan Carlos Romero, Julio Teich, Horacio Zabala, Alberto Pellegrino y Glusberg). Era un ambiente machista brutal. Después con Glusberg hice miles de cosas, pero nunca en el Grupo de los Trece. Era ridículo. Era muy bueno ese arte que hacían, ultra vanguardia, pero eran machistas. Ni Benedit, ni Bedel, ni Clorindo Testa querían. Clorindo tenía tantos celos que cuando hice el Partenón de Libros, él hizo unos sombreros de cartulina que eran el partenón. Inclusive me había dado uno. Y en un premio de la crítica, él estaba ahí, yo también, teníamos el mismo premio y a él no le gustaba. Federico (Manuel Peralta Ramos) también era celoso, pero con amor.
Pero Peralta Ramos hacía otra cosa, no competía.
–¡Sí competía! En las fiestas, en los cócteles. Se ponía a gritar y no dejaba hablar a nadie, a nadie, a nadie en toda la noche, eh. “¡Habitantes de este sistema solar!” -dice, trayendo el vozarrón de Peralta Ramos en su voz aguda-. Era un genio. Yo lo adoraba. Lo peor que me pasó el año que murió fue su muerte. Era mi mejor amigo. Mi mejor, mi mejor, mi mejor. Después, a lo último, se peleó conmigo porque decía que le dolía la gente que quería, y se peleó con sus más íntimos amigos. Después se murió de un infarto. Estaba pensando en ese momento 200 kilos. Se comía todo. El padre le cerraba la heladera con candado.
Hay una cuestión generacional: mucha de la gente que empezó a trabajar en el arte en los 60 quedó encerrada en esa lógica o no sobrevivió.
–Como Carreira (Ricardo Carreira, el artista conceptual que falleció en 1993).
Pero su caso no es ninguno de esos dos.
–No, porque yo trabajé siempre, nunca paré. En cambio, el concepto solo, sin obra, sin forma, te mata, porque después te quedás sin nada que hacer. Suponete que hacés arte conceptual: escribís en un minuto el cuadro, ¿y después qué hacés todo el día? Vagás por la calle, vas a los cafés, lo que hacía Federico. Pero eso termina en el vacío porque todo el mundo está ocupado. No entrás en un engranaje, tampoco tenés tu taller. Yo en un momento no tenía taller y estaba siempre en los bares, pero después en un momento cambié. Si no hubiese cambiado, creo que me moría.
Era un momento en que todo pasaba en los bares.
–Acá también todavía todo pasa en los bares. La gente trabaja en los cafés. Yo, de acá, me voy a un café o a otro, no me gusta estar en mi casa. Acá, en el taller, sí, pero tampoco me voy a venir a dormir acá. Aunque en esta casona he dormido brutal.
La mentira de lo efímero
En una pantalla colgada en su taller pasan las imágenes: el Partenón porteño en 1983, con un Pacho O’Donnell, Secretario de Cultura alfonsinista, de pelo renegrido y micrófono en mano, hablando para la multitud reunida ese 24 de diciembre en 9 de Julio y Santa Fe; Minujin ahora, hace apenas semanas, de mameluco naranja contra el fondo blanco inmaculado de su taller, explicando en inglés la mecánica de la nueva obra en documenta14. Mientras termina un video, a Minujin le basta su voz para operar la programación a la distancia: “Ponele el video de Alemania. Más fuerte, no se escucha. Eso fue en la feria de Frankfurt, ahí conseguí cualquier cantidad de libros. Eso es en la plaza de Kassel donde lo voy a hacer: ahí estamos dibujando el perímetro del Partenon con un hilo, ¿ves? Después hice un pozo, tiré dos libros, un catálogo mío y el Kamasutra de Marcuse, Eros y civilización, porque es genial”, comenta entre indicaciones a la asistente. En la pantalla termina la entrevista que la Tate Modern, de Londres, le hizo el año pasado para su programa de YouTube, Tate Shot, y empieza un breve video en el que la revista The Economist explica por qué la realización del Partenon de Libros Prohibidos en Kassel ocupará el puesto número 7 en el top ten de momentos del año (“una pieza audaz”). En el corto, Minujin explica que Europa le preocupa. En vivo, en su taller, redobla la apuesta y dice que ese continente está “en vías de extinción”.
–Europa está destruida. La Segunda Guerra Mundial destruyó toda Europa, pero ahora el Brexit es un error. Se separan los países y pierden la fuerza. Comercialmente les va a ir mal. Pero si fueron los más poderosos del mundo los ingleses, han colonizado medio mundo, es un error. Y ahora se quiere ir Francia, después se quiere ir España. Se va a separar Europa de vuelta y va a haber guerra. Creo que sí.
¿Lee de política, de historia? ¿Se informa?
–Leo muchísimo. Todas las noticias. Todos los diarios. Y acá, o en cualquier país del mundo, cuando trabajo trato de informarme. Y cuando trabajo en estos cuadros terapéuticos que hago, como aquel de allá, que tardo años, ¿todo el tiempo sabés lo que escucho? Por ejemplo, Radio Colonia, porque es todo el tiempo noticias sin parar sin parar sin parar. ¡Todos salen aterrorizados del taller! La música son las noticias. Y después a la noche veo Euronews, CNN.
¿Como fondo o para prestar atención?
–No: lo escucho. Me encantan las noticias, porque siento que está viva la ciudad. Es sentir lo que está pasando.
La Galería Blanda se montó por primera vez en 1973 en Washington, y en los últimos años estuvo en la antológica del Malba, en la primera muestra del museo Mar, ahora en Córdoba. “El pago de la deuda externa” regresa con otros protagonistas y contextos desde 1985, cuando la hizo con Andy Warhol. El Partenon también renace ahora. Todo el tiempo se supone que sus obras son efímeras, pero en realidad son ideas que vuelven, se resignifican. ¿No es la misma obra pero algo permanece?
–No es la misma obra. Y ya no es más efímero. Bueno, no es más efímero pero depende, porque el sentido de la obra es efímero. El Partenón de libros va a ser súper efímero. Súper. Y la galería blanda… si vos pensás que los colchones la gente siempre los va cambiando, supuestamente el sentido de la obra es que algo donde uno vive, duerme, nace, mata, hace el amor, lo que sea, es esa obra. Está hecha la obra con eso. Cómo el 50 por ciento de tu vida lo pasás en los colchones. Ese es el tema. Yo hago las obras y la última etapa ya está preparada para la gente. No es que yo hago una escultura y finalice ahí. Desde una primera instancia la hago para la gente. No se me puede ocurrir una obra que no esté destinada a la gente.
Es claro que 1983 fue un año diverso e intenso, cerró con el Partenón pero es una obra de un montón de otras. Y repasando archivo, se ve que pasó algo similar otros años.
–Es que te voy a decir que por lo único que vivo es por esto, no por otra cosa.
¿Qué cosa?
–¡El arte! Por crear, crear, crear. Y lo único que me pone bien, aunque esté enfermísima, es lo que voy a hacer. Así me siento acompañada. Siento que me salva. El arte me cura.