¿Qué tiene que ver Pablo Lescano con Jorge Drexler? ¿Qué Franny Glass con Fito Páez? ¿O Richard Coleman con Hugo Fatorusso? ¿O Pitufo Lombardo con Pipo Lernoud? Charco. Canciones del Río de la Plata es una foto arbitraria pero inobjetablemente hermosa. Una panorámica ancha como el río ancho que revela, confirma y trata de atar cabos, aunque a veces el nudo aparezca algo forzado. Curioso: lo que se puede cuestionar es, asimismo, lo que vuelve a la película extraordinaria. La aparente inconsistencia –“juntos y revueltos”– tiene paradójicamente una elasticidad irrompible. El valor testimonial conjuga pasado, presente y futuro y certifica un probable documento binacional de identidad. La lista sábana de artistas tocando, hablando, filosofando es tan contundente y está tan bellamente registrada –imagen y sonido– que por momentos deja lo conceptual en un segundo plano. La tríada Andrés Mayo (el ideólogo de la aventura), Julián Chalde (director) y Martín Graziano (productor periodístico, guionista) se propuso retratar la música de Buenos Aires y Montevideo haciendo foco en la escena vital y móvil que el mismo Graziano había señalado en su libro Cancionistas del Río de la Plata (Gourmet Musical). La empresa funciona, al fin, como una quimera.
Pablo Dacal es el gran protagonista, una suerte de detective que rastrilla bares, ferias y teatros en la búsqueda de alguna verdad revelada. Todo aparece mezclado, como si se tratara de una única ciudad: el Palacio Salvo, el Café Tortoni, El Solís y el Luna Park, Tristán Narvaja y las recovas de Once, la pampa de aquí y allá, las cuchillas. “Se construye el futuro como se construye el pasado”, dice por ahí Dacal en un estricto off. O: “La foto imposible es la del momento en que nos empezamos a convertir en nosotros”. La música se impone sobre el texto: un Palo Pandolfo en plena catarsis cantando “Vamos negro” de Litto Nebbia vale más que mil palabras. O Sofía Viola clavándose una porción de anchoas en Güerrin y después haciendo el hit de Gilda, “Fuiste”. O Mandrake Wolf musitando “Angel de la ciudad”, una de las canciones más lindas del mundo, del Príncipe, en el bar Hollywood de Montevideo.
Cinco años se tomaron Andrés Mayo y sus muchachos para la epopeya, para esta suerte de reverso de Buena Vista Social Club: pese a que hay artistas de todas las edades, el cancionero apunta a un posible porvenir. Si Buena Vista fue un colectivo de artistas agrestes que de pronto se encontraron paseando por la Quinta Avenida de Nueva York, aquí hay mucho mundano que descubre su propio humus (“la imposible foto del momento en que nos empezamos a convertir en nosotros”). Cada escena aparece concatenada con la siguiente, como un juego de postas. La palabra “cumbia”, por caso, puede ser el eslabón de una cadena que vincula a Pablo Lescano en un hostil paisaje suburbano con Alejandro Terán con un sombrerito hipster. Cada escena –todas– tiene un notable nivel de realización. Va a haber un disco de este Charco, y ese disco va a ser fundamental para entender algo que todavía permanece difuso bajo las aguas turbias del Plata. ¿De qué hablamos cuando hablamos de canciones rioplatenses? ¿De Coleman o de Yupanqui? Hablamos de Fattoruso que canta “Nombre de bienes” de Mateo con Rey Tambor en los estudios Sondor. Del mismo Hugo que ve feliz en una butaca del teatro Solís vacío a Fito Páez tocar “No soy un extraño”. De Jorge Serrano que instruye a los Onda Vaga en el bufet de Argentinos Juniors como lo que es, un sabio de la canción popular. De Daniel Melingo en una isla del Tigre, que señala un arroyo y dice: “El tango es música de cámara europea pasada por esta cloaca”. De Fernando Cabrera que muestra la casa de sus padres y canta la milonga “De Corrales a Tranqueras” de Osiris Rodríguez Castillo. De Donvi Vitale –una de las últimas imágenes antes de su muerte– que visita el sitio donde quedaba la mítica casa de los M.I.A. en Villa Adelina. De Drexler en un Luna Park espectral que canta “El tiempo está después”, la obra maestra de Cabrera. De Gustavo Santaolalla que con su charango hace “Dejemos que sea” de Dacal. Y de Ana Prada y de Dolores Solá & Acho Estol y de Luciano Supervielle…
Hay una fogata, una zamba de León Gieco –“Canción del silencio”– a dúo por Cristóbal Repetto y Barbarita Palacios y un off de Dacal que prologa la escena siguiente, una entrevista con Mandrake Wolf. Dice: “Los negros, los pobres, los putos, los adictos, los tipos que echan de los bares, los que se juntan en los sótanos o en la calle, los juglares en las plazas, los que nadie reclama en los hospitales. Mateo, Tanguito, El Príncipe. Los que le cantan a su ciudad sin ser correspondidos (…) Una ciudad es, también, su lista negra”. Charco es el margen –del río y del sistema–, un elogio a la simetría. Un intento de espejar dos orillas, como un patio compartido. Un poco voluntariamente, otro poco como lo dijo Jorge Luis Borges en el poema “Milonga para los orientales”: “El sabor de lo oriental / con estas palabras pinto/ Es el sabor de lo que es / igual y un poco distinto”.
La película supone más un punto de partida que de llegada. Nos podemos poner pretenciosos y decir que es una road movie imprescindible para cualquier amante de la música popular. Lo es. Pero solo digamos que tiene un momento absolutamente conmocionante, sutil e indescriptible: a días de la muerte de Luis Alberto Spinetta, su hija Vera canta “Quedándote o yéndote” con el piano de Fer Isella. Hay que verla.
Charco. Canciones del Río de la Plata se proyectará el jueves 27 de abril en el Village Recoleta, a las 20.20, en el marco del Bafici.