Pintó frenéticamente, con brío incontenible, valiéndose de colores atrevidos para “revelar la comedia humana, como Balzac había hecho en literatura”. “Pinté al neurótico, al loco y al miserable; también a los demás. Como Chichikov (del poema épico de Gógol), soy una coleccionista de almas”. Palabras de Alice Neel (1900-1984), una de las retratistas más sobresalientes del siglo XX, que por estos días recibe merecida retrospectiva en el museo Met neoyorkino. Son más de cien óleos, pasteles y acuarelas los reunidos en Alice Neel: People Come First, en cartel hasta el 1 de agosto (en septiembre se traslada al Guggenheim de Bilbao para saldar una deuda pendiente: han sido contadas las muestras de su trabajo en el Viejo Continente). Obras que hacen patente las obsesiones de esta mujer lanzada, renuente al artificio, que “mostró la vida tal cual es: frágil, intensa, hilarante, efímera, contradictoria, profundamente extraña, y tan pero tan hermosa”, conforme elogia el Washington Post. Rotativo que advierte cómo -con el correr de las décadas, primero en Greenwich Village, luego en el Spanish Harlem de NY- Neel puso el pincel a disposición “de la gente humilde, de mayores y peques, de inmigrantes, de la comunidad negra, de personas gays y transexuales, de la clase obrera, de cultores de la bohemia, de activistas”. También se ocupó de la maternidad sin idealizaciones, exponiendo la ansiedad y el agotamiento de mujeres embarazadas, en trabajo de parto, que dan la teta o simplemente sostienen a su recién nacido. Pruebas al canto: Nancy and Olivia, de 1967, o Pregnant Woman, del 71.
Cuando en la escena dominaba el expresionismo abstracto, Alice Neel perseveró en lo figurativo. Cuando primaba el “yo” individualista, apostó por un “nosotros” inclusivo, entendiendo sus obras como esfuerzos colaborativos. Rara vez marcaba gestos o poses, y le daba largo y tendido al intercambio verbal, charlando durante las sesiones para que la gente aflojara los nervios y se mostrara sin remilgos. Su empatía era genuina, como genuina era su alergia al sentimentalismo o la ornamentación vacua: no se trataba de elevar a las personas por encima de sus inquietudes, de su vulnerabilidad, de sus “imperfecciones”, sino de apreciarlas precisamente por esas características. “Alice amaba el infortunio en el héroe y lo heroico en el desafortunado, algo que observaba en todo el mundo”, manifestó alguna vez Ginny Neel, su nuera.
No hay artículo que no hable de su “vida turbulenta”, poniendo el acento en vicisitudes que harían palidecer al más dramático de los culebrones. Que las pasó canutas, no hay quien lo discuta: es cierto que murió su primera hija antes de cumplir el año, y que su primer marido -el pintor cubano Carlos Enríquez de Gómez- la abandonó, no sin antes quitarle la custodia de su segunda parvulita ¿Tuvo una crisis tremebunda que la llevó a dos intentos de suicidio? Tuvo, y debió permanecer una temporada en un psiquiátrico ¿Hubo entre los muchos amantes que siguieron un marinero heroinómano que, en un ataque de celos, quemó 50 de sus cuadros y 300 dibujos? Efectivamente, en 1934. De esa etapa, sobrevive la acuarela Alice Neel y John Rothschild en el baño, que la muestra con su íntimo amigo en cueros; ella haciendo pis en el inodoro, él -con el pene semierecto- en el lavatorio. De tan jugada, la pieza recién se exhibiría por primera vez trece años después de su partida al otro barrio.
Retomando la bio, AN tuvo otros hijos, con otros tipos. Y la necesidad de recurrir a asistencia social para poner el pan sobre la mesa, mientras los criaba ella solita. Pero como se ha encargado de remachar su nuera, es injusto reducir su historia a un melodrama: “Alice no era una quejica, tampoco una amargada. Siempre decía que llevaba la vida que quería, y que mientras pudiese pintar, no le faltaba nada”.
Aunque afiliada al Partido Comunista desde el ‘35, se reconocía mala camarada: los mítines y la burocracia, explicaría, le sacaban canas verdes. Por su simpatía a la causa y sus amistades rojas, durante el macartismo el FBI investigó a Alice y, en su expediente, la tipificó como “comunista romántica de tipo bohemio”. Parece ser que mientras era interrogada, osó Neel preguntarle a los agentes si eran materia dispuesta para ser retratados. Pedido que fue -obvio es decirlo- denegado.
Recién en los 70s su obra comenzó a ganar notoriedad tras causar sensación la pintura que hiciese de la escritora Kate Millett para la portada de revista Time. Es por esas fechas cuando hace el célebre y atípico retrato de un Andy Warhol frágil, introspectivo, de ojos cerrados: aunque tímido con su cuerpo, el popartista accede a desnudarse de la cintura para arriba, y ella captura las cicatrices que había dejado el intento de asesinato de Valerie Solanis.
Algunos años después, en 1984, Alice es fotografiada
por Robert Mapplethorpe con los párpados bajos y la boca abierta “para ver cómo
luciré el día que esté muerta”, y el resultado -inquietamente fantasmagórico-
sacia su curiosidad. No es extraño el deseo en quien dijera en vida sentirse
fascinada “por lo mórbido y lo excesivo”. Al cabo de unos meses, por cierto, Neel
fallece con 84 años. Entre sus últimas obras, un autorretrato donde
naturalmente se pinta a sí misma desnuda, sosteniendo a su mejor aliado: el
pincel.