Malmkrog 7 puntos
Rumania/Serbia/Suiza, 2020.
Dirección: Cristi Puiu.
Guion: Cristi Puiu, basado en Los tres diálogos y el relato del Anticristo, de Vladímir Soloviov.
Fotografía: Tudor Vladimir Panduru
Intérpretes: Agathe Bosch, Ugo Broussot, Marina Palii, Diana Sakalauskaité, Frédéric Schulz-Richard, István Teglas.
Duración: 200 minutos.
Estreno: en la plataforma Mubi.
“¿Qué es el mal?” Con esta pregunta, nada menos, se inicia el prefacio de Los tres diálogos y el relato del Anticristo, un ensayo escrito a modo de diálogo socrático por el teólogo ruso Vladímir Soloviov, publicado en 1900, el año de su muerte. A su vez, es lícito preguntarse qué pudo haber llevado al cineasta rumano Cristi Puiu a exhumar este texto de un místico eslavo casi olvidado para su película más reciente, Malmkrog, premiada en la Berlinale 2020 y que acaba de estrenarse en la plataforma cinéfila Mubi.
Considerado con toda justicia como uno de los padres fundadores del llamado Nuevo Cine Rumano, hasta ahora la obra de Puiu –que alcanzó sus máximas cotas en La noche del señor Lazarescu (2005) y Sieranevada (2016)- siempre había transcurrido en tiempo presente y adscribía a un realismo puro y duro. No es el caso de Malmkrog, que sucede a fines del siglo XIX en una lujosa mansión de la villa rumana que le presta su título a la película, trabajada a su vez con una estilización extrema, geométrica, de una frialdad casi quirúrgica.
Los personajes son esencialmente seis: Nikolai, un rico terrateniente ruso, hombre de espíritu, dueño de la mansión en la que aloja a sus invitados y los estimula a discurrir sobre el estado del mundo; Ingrida, esposa de un general ruso que defiende la idea de un ejército imbuido por un espíritu religioso; Olga, joven cristiana ortodoxa que aboga por una “solución evangélica” para resolver los conflictos terrenales; Edouard, político y diplomático francés, un agnóstico y pacifista que sin embargo pretende “civilizar” al continente asiático; y Madeleine, una agria pianista francesa, mujer emancipada y de ideas liberales. Alrededor de ellos, gira todo un ballet de criados, manejado con mano de hierro por el mayordomo István, que parece tener tan buenos modales como aquellos a quienes sirve, pero que a diferencia de sus amos se abstiene casi de pronunciar palabra.
Y palabras no faltan en Malmkrog. Cada uno de los seis capítulos en los que se dividen los 200 minutos de duración de la película es un filoso duelo de lenguas como espadas entre los contertulios, que discurren abrumadoramente sobre la guerra, la moral y la religión, o sobre Rusia, Europa y Asia, mientras se arrojan silogismos, parábolas y analogías. El virtuosismo de Puiu para filmar esos diálogos ininterrumpidos, que parecen transcurrir a lo largo de toda una interminable, improbable jornada, desde el desayuno hasta la cena, es innegable. Si le parece necesario, por la gravedad de los temas que aborda, apela a prolongadísimos planos sin cortes, que exigen todo y más aún de sus extraordinarios actores. Pero en otros capítulos Puiu también es capaz de narrar sin palabras la muda coreografía de la servidumbre, o de cambiar al clásico plano y contraplano para darle un ritmo casi de scherzo al debate de ideas de la clase ilustrada.
¿Pero qué ideas circulan en esa mansión? ¿Qué pertinencia tienen hoy esos diálogos teológico-políticos escritos hace más de un siglo atrás? Todo film de época que no sea apenas un desfile de vestuario (y Malmkrog ciertamente no lo es) supone que esa mirada al pasado tiene algún eco sobre el presente. Y Puiu parece identificarse con las ideas más reaccionarias de Soloviov, aquellas que hablan de un Anticristo que, “envuelto en una bruma que nubla el alma”, como se dice al final del film, pronunciará “palabras fuertes y elevadas” y descubrirá el verdadero rostro del mal, que no sería otro que el de los bárbaros y los impíos. Discurso peligroso si lo hay. Y hoy más que nunca.
Cineastas talentosos con ideas políticas conservadoras siempre hubo muchos, como el monárquico Eric Rohmer, que en una de sus escasas excursiones hors série hacia el pasado se permitió esa delicia llamada La dama y el duque (2001). Pero si allí Rohmer –gracias a su originalísima concepción formal- conseguía hacer de la Revolución Francesa un hecho contemporáneo, aquí en cambio Puiu parece recorrer el camino inverso: lleva temas del presente –la demonización del extranjero, del diferente, del otro- hacia un pasado oscuro, teocrático, pre-revolucionario. La misteriosa irrupción de la violencia hacia el final del tercer capítulo (un gran momento de cine fantástico) no alcanza a decir nada sobre la Revolución bolchevique que amenaza en el futuro a esos personajes: sólo expresa la ceguera de la aristocracia y confirma la naturaleza brutal de los revolucionarios. Luego el film continúa como si nada, como si ese momento no hubiera sucedido, perpetuando el statu quo.
Es válido también comparar a Malmkrog con una película muy distante y antagónica incluso, pero con la cual guarda sin embargo más de una similitud: El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel. En ambas hay grandes burgueses atrapados en una mansión, entusiasmados con sus propias palabras, prisioneros de sus rituales, custodiados por un severo mayordomo, pero mientras que en la película de Buñuel ese micromundo se va deteriorando hasta la destrucción y el Apocalipsis, en la de Puiu en cambio su universo se mantiene orgullosamente en pie. Es más, se diría que las ovejas que en el plano final de El ángel exterminador escapan espantadas hacia el interior de una iglesia podrían ser las mismas que aquí en el comienzo de Malmkrog –en una parábola inequívocamente cristiana- ya han encontrado a su pastor, que las conduce mansamente por el camino virtuoso de la vida.