“Soy consciente de que las pocas personas que me ven pueden pensar que estoy loca. Que soy flaca. Que si subiera de peso hasta podría quedarme mejor. Y, lo más importante, lo que de verdad cuenta, dicen todos, no es la imagen sino todo lo demás (...). Un pedacito de mí está ocupado por una tirana niña esclava que depende de la imagen física que percibe de sí misma para empezar los días más o menos contenta, más o menos triste, más o menos atribulada o más o menos luminosa” dice Luciana Cáncer casi al final del camino de su protagonista. Un lugar guardado para algo va poniendo un ladrillito arriba de otro, con una paciencia que se apoya en las acciones y esa confianza en las palabras cuando se vuelven invocaciones, ejercicios rituales para apagar el deseo o para inflamarlo hasta volverlo insoportable. Su novela es la primera de una colección que tiene a sus autores escribiendo en primera persona pero la de ella tiene la potencia de algo no dicho, no contado: atravesar ese río misterioso que es la privación del alimento para aplacar el dolor de la ausencia, la angustia de volverse grande y que la fantasía ya no sea un tesoro donde aquietar la mente. Cáncer acompaña ese recorrido haciéndose cargo, hablando de la anorexia y de su historia plagada de silencios pero también de pequeñas heroínas. Y mientras tanto, planta la escena familiar llena de comida y fiesta, habla del valor sagrado de la mesa como momento de encuentro y del quiebre de todo lo convenido socialmente: la nutrición como destrucción y un reloj de arena gigante que marca el pulso del relato. “Me gusta ser la primera y me parece que está bueno estar en una colección. Haber estado metida en una adicción tan fuerte te vuelve muy egoísta. Estás tan adentro que no podés ver nada y yo de un tiempo a esta parte lucho mucho contra ese lugar, ese vicio que tengo que ir curando” dice la autora, que también es contadora, sobre su primera novela.
¿Cómo empezaste a escribir?
--Yo era la típica nerd que se entusiasmaba con todo en la escuela pero me compraba el diccionario de sinónimos y podía pasarme horas con eso. Escribía muy pretensiosamente. Ya leía mucho de chiquita, varios años tuve la vida en suspensión con este monstruo de la anorexia y después quise estudiar algo que no me fuera difícil. Busqué algo lo suficientemente mecánico para poder meterme y terminar. Tiempo después y de casualidad empecé un taller que vi en Facebook con Natalia Rozemblum, pero ya me había recibido hace rato. En general escribía sobre mí y pronto escribí algo sobre el hambre, sobre la comida. Me di cuenta que tenía que poner algo sobre eso porque sino estaba siendo deshonesta, hasta que en 2018 llegó el primer borrador de la novela. Fue doloroso y pensaba “¿quién va a leer esto tan triste?”, pero con el tiempo entendí que era lo que quería y lo que tenía que escribir.
Cuando se asume la autoficción desde el principio hay una pregunta sobre si las cosas pasaron o no que te sacás de encima y podés narrar sin esa espada. ¿Eso te alivió o hubieras querido alejarte más de la narradora?
--Nunca quise que fuera un recuento de mis penas sino una narración, con lenguaje, con poesía, que fuera sólido, que hiciera sistema. Yo quería contar esta historia, que se demoró en publicar por la pandemia, y que le pertenezca al mundo, no a mi pequeño mundo privado. Ahora hay que bancar el libro y su recorrido, que sea leído de mil maneras.
El fruto prohibido
“Una tarde a la hora de la siesta aparecí en el living comedor de casa mordisqueando una manzana roja. Me acuerdo de eso. Me acuerdo de que era roja y la comía con cáscara. Mi tío jugaba al solitario en la cabecera de la mesa. Me miró y me dijo la línea de diálogo que quedaría clavada en mi mente como un mantra, un castigo, un susurro inocente reproduciéndose hasta el infinito en las paredes huecas de mi pensamiento:
—Si seguís comiendo así te vas a poner gorda.
Una agrupación de palabras que rebotan, cambian de intensidad, a veces, pero no se evaporan, no se reagrupan como en un juego de anagramas, se entrelazan en un orden fijo, duro, como los eslabones de una cadena virtual que rige cada uno de mis movimientos. Hacía menos de una hora que habíamos almorzado y yo era una adolescente que no paraba de crecer, tenía catorce años y medía un metro setenta y seis casi todo de piernas”.
En tu novela aparece todo el tiempo el cuerpo tanto para gozar como para padecer. ¿Cómo trabajaste esa insistencia en la privación de la comida como algo elegible y hasta iluminador?
--Siempre tuve ahí una cruz, sobre todo a partir de ese hecho que cuento de la manzana que es la inflexión. Cuando escribía quería ir a la escena y sacarme todos los cuentitos que me había contado a mí misma para estar bien. Entonces fue un trabajo de deshojar todo y ahí apareció lo del cinturón para dormir, lo de dejar siempre el plato por la mitad, siempre hubo un hilo que entretejió toda la historia. Pero a partir de los 14 años yo me di cuenta que me había cambiado la vida, que eso no se terminaba ahí, que yo ya no era la misma nena y fue desgarrador tener esa conciencia. Y mi conciencia del cuerpo es absoluta, hasta hoy, y más allá de lo que me pasa creo que ser mujer tiene mucho de cuerpo. No sé cómo es ser hombre pero vivir siendo mujer es vivir en un cuerpo que tenés que contener para que no se desborde, en muchos sentidos. A mí me seguían los tipos por la calle en el pueblo desde muy chica, y ya nos entrenamos en que eso es algo natural. La mirada está siempre sobre nuestros cuerpos. Me dijeron por qué no hablaba de la tiranía de los talles o de lo que te devuelve el espejo pero eso es lo que está más explorado y es un pedacito re pequeño, y muchas veces es en lo único en lo que se hace foco cuando se habla de anorexia.
Aparece muy subrayado el tema del control y el no control, lo que contenemos y soltamos y eso se va tejiendo con el paso del tiempo, como detenerse en cierta configuración: a este cuerpo ya llegué, pero ahora lo voy a alimentar de otra manera.
--Eso era lo que yo más quería decir, no sé si lo logré. No quería contar la experiencia de tener esta enfermedad sino de que se puede vivir con esta enfermedad, que es como una adicción. Obvio que yo me alimento, sino estaría muerta o pesaría 30 kilos: no soy esa persona pero también en mi cabeza, esas cosas que me afectan siguen estando. Después de tantos años aprendí a convivir con eso y a darme cuenta que el decir que convivís con una enfermedad es incómodo, porque la gente quiere que digas “me siento a comer” como todo el mundo, o verte comer, y no le importa si estás bien o no, porque no se enteran de mis demonios todas las mañanas. Esa era la idea: alejar ese estereotipo de la chica que no come, ese lugar que te pone una marca. Todos estamos un poco rotos y rotas, yo tengo esto, es difícil hablarlo y que te entiendan pero estoy rodeada de un montón de personas que me quieren como soy.
La idea de que cuando el cuerpo se priva de ciertas cosas se habilitan otras…
--Sí, cuando esto se instaló en mi cuerpo y en mi vida, absorbió todo, no había lugar para nada, yo dejé de saber quién era. No me interesaba nada, como que fui arrasada en meses. Y salir de ahí, a correr eso que me había ocupado, me llevó muchísimo tiempo. El día que me di cuenta que esto venía conmigo empecé a relajarme, pero me llevó años, dejarlo en un costado y acariciarlo, entenderlo, hacerlo más chiquito y recuperar lo que había perdido. Ahí es donde apareció la escritura. Me importaba mucho sacar a la luz la palabra, que siempre que se la usa es en forma irónica o con un enfoque súper pequeño y limitado, y siempre con un halo de tabú. Muchas personas la dicen pero no se preocupan por entenderla. Yo tenía claro que no quería vomitar, que no quería ir al gimnasio 24 horas: hubo un cierto cuidado a pesar de lo terrible que fue.
En tus redes se puede acceder a tu vida, tus lecturas. Estás muy pegada a la visibilidad y eso no tiene nada que ver con la enfermedad como sentencia.
--Una chica me escribió y me dijo “vi tus videos bailando y me sorprendió”. Cuando acepté mi cuerpo conecté con el disfrute… y eso fue pasando con el tiempo, muy paulatinamente. Me empezó a hacer sentir bien maquillarme, usar tacos, minis o vestidos, cosas que para mí antes no eran una opción. En un momento del libro lo digo: mi cabeza era un suplicio pero a la mañana me maquillaba y construía la Luciana pública que necesitaba eso para enfrentar el mundo. Parece una frivolidad pero no lo es, es un recurso en el que una se apoya para sanarse.
¿Qué autoras te gustan, quienes son lxs primeras que se te cruzan por la cabeza?
--Loorie Moore, Claire Keegan, Dorothea Lasky, Sharon Olds… En el momento que empecé a escribir el libro leía mucha poesía y me doy cuenta que eso impactó mucho en el lenguaje. Me gustan todas las tristes: Anne Carson, Anne Sexton, Silvia Plath. Zambra, Forn, Barnes, Carrère… Leo mucho pero porque me esfuerzo. En el verano estaba en Lobos y mis sobrinos venían a la pileta y yo quería leer y no podía, entonces me indignaba, le decía a mi hermana “¡tengo que leer!” (risas). Me lo tomo muy en serio, no se me puede atrasar la lectura. Y me di cuenta que es un plan y que no quiero que me lo saquen por nada del mundo.