Resulta revelador escanear el universo de nombres propios que atraviesan la obra de Roxana Amed. Cualquiera podría pensar que se trata de un caso de hibridez o de lo que hace muchos años se llamaba fusión; sin embargo, unir las puntas de Dee Dee Bridgewater, Alejandra Pizarnik, Pedro Aznar, Joni Mitchell, Adrián Iaies, Bill Evans y Alberto Ginastera, por mencionar algunos, traza un mapa que colabora a definir su figura abarcadora y asimismo orgánica. Es de Ramos Mejía, vive en Miami, canta y compone, toca el piano, trabaja como docente, saca discos y, antes del virus, pensaba dedicarse la mayor parte del tiempo profesional a actuar en vivo. Acaba de editar un disco, Ontología, que ya desde el título deja entrever el atalaya desde dónde toca y canta. La definición de “ontología” es: “parte de la metafísica que estudia el ser en general y sus propiedades”. Las preguntas que (se) formula Amed giran alrededor de la palabra. ¿Qué significa, por caso, ser argentina y estar radicada en el histérico centro neurálgico del jazz latino, en un estado estadounidense tan particular –tan fatigosamente republicano- como el de Florida? Entonces, Ontología: jazz, pero también una chacarera y versiones de Alberto Ginastera; groove y canción, pero también una tendencia a la abstracción, a un melancólico free jazz.
El álbum fue grabado en el emblemático estudio The Hit Factory y la banda la integraron Martín Bejerano en piano, Edward Pérez en contrabajo y Ludwig Afonso en batería. “Le puse Ontología porque creo que este disco describe mi esencia mejor que ningún otro. Es un álbum que me refleja, deja ver mi naturaleza musical como autora, cantante y productora”, dice, por videollamada. Se la ve rodeada de instrumentos –teclados, una batería- en una sala amplia y despojada.
Si ayer fueron experimentaciones –algunas de ellas extremas- de finas piezas populares argentinas como “Cuando no estás” (Gardel-Le Pera), “Laura va” (Spinetta) o “Zamba de Lozano” (Leguizamón-Castilla con Adrián Iaies, o de temas como “Amelia” (Joni Mitchell) en español con Pedro Aznar, o musicalizaciones de poemas de Alejandra Pizarnik con el pianista finés Frank Carlberg, hoy Ontología se perfila como una instancia que abre aún más su afán de búsqueda. Búsqueda que, por otra parte, se percibe insaciable. La sed verdadera, se diría. Es el octavo álbum de Amed y si algo persiste es el riesgo, el abismo, la piedra en el zapato, las antípodas de cualquier zona de confort.
Llegó a los Estados Unidos en 2013, acompañando los saltos laborales de su marido. Podría haber sido Nueva York, San Francisco, Chicago… pero fue Miami. “Lo primero que pensé es: ¿de qué me disfrazo? No conecto con el jazz latino y la comunidad estadounidense es muy tradicional. Las academias enseñan jazz blanco, los profesores son blancos… Hay dos mundos bien diferenciados, el del latin y el del swing. Y yo en el medio. Hasta principios del año pasado podía ir y venir a Buenos Aires. Presentarme en la Argentina me daba aire. Pero la pandemia puso límites. Finalmente empecé a dar cada vez clases, porque además adoro la docencia. Y me largué a componer y a tocar. Nunca trabajé tanto como el año pasado”.
Lectora voraz –tiene un posgrado en Literatura-, siempre anda rondando el tema de la identidad. Muchas veces sin advertirlo; su música habla por ella. “Quien soy, cuál es mi lenguaje, qué quiero decir” constituyen preguntas ineludibles para un artista. En algún momento de una trayectoria, de una u otra manera, esas preguntas se imponen. Tocar jazz en los Estados Unidos despierta interrogantes y encrucijadas asimétricas (aristas del imperialismo: un argentino disfruta a Tony Bennett y a Bill Evans; un norteamericano ignora a Goyeneche y a Troilo), y abre la posibilidad de atajos. Son los que toma Roxana Amed. “La música argentina la llevo pegada en la voz y en el pensamiento. Me gusta acercar nuestras raíces a estos sitios. ¡Y sin usar poncho ni tocar el charango! En Ontología, en el momento de componer, cuando me reunía con Martin Bejerano salían cosas muy interesantes. El es de aquí, tiene raíz cubana y un gran entrenamiento jazzístico. Tocó muchos años con Roy Haynes. Maneja ritmos en 6 x 8 cercanos a la chacarera. Así nació el tema ‘Chacarera para la mano izquierda’, que yo le puse letra. En cuenta a Ginastera… como tantos pianistas del mundo, Bejerano ya tocaba obras de Ginastera. Nos pareció un desafío hacerlo cantable. Con la autorización de los herederos, le puse letra a la ‘Danza de la moza donosa’”. Amed también grabó una preciosa versión de otra de las piezas que integran la suite Danza argentinas del compositor argentino, la ‘Danza del viejo boyero’, a puro scat y piano más la percusión de Rodolfo Zuñiga.
¿Cuál es tu circuito?
-Ahora todo cambió por la pandemia. Pero cuando había shows en vivo me presentaba en diferentes circuitos. El tema es que asocian a la Argentina con el tango, y conocen algo de nuestro folklore sólo por músicos como Guillermo Klein o Leo Genovese. En Nueva York es diferente, están más dispuestos a la sorpresa. En Miami observo que lo mío desconcierta. Aunque canto en español, no es “latin”. O sea, no hay acento caribeño. Además no hago música para bailar. Pero bueno, es así. En los catálogos, a fuerza de mejor definición, me ubican como “Latin Jazz Singer”. ¡Nada más lejos de la realidad!
¿En el extranjero el jazz argentino se escucha más… argentino?
-Puede ser. Los argentinos tenemos mucha originalidad y un sonido propio. Y un relato propio. Pero hay que decir que existe algo en el ritmo, en el groove, en la articulación del swing de los estadounidenses, que nos cuesta reproducir. No está bueno sonar como ellos. Conocemos el género y hay buen gusto cuando lo encaramos, pero yo siento que algo nos falta. Los estadounidenses tienen un entrenamiento feroz, es su tradición, sus escuelas son poderosas.
En algún momento de la adolescencia en Ramos Mejía, Roxana Amed fue arrasada por el jazz, y específicamente por Dee Dee Bridgewater (“me mató su libertad vocal e intelectual”). Estudió música, pero también Letras y Cine. Aquí y allá, en Ramos, en Buenos Aires y en Miami, siempre aparece persiguiendo algo que no puede definir fácilmente. “Me queda mucho por explorar. Tengo la fantasía de lograr unir todos los idiomas. Unirlos en mi cabeza y en mi corazón. Y en mi voz, supongo. Mi deseo no es sencillo de explicar, y no tiene que ver con la Argentina o con los Estados Unidos. Es otra cosa”.
¿Qué sería?
Roxana Amed se toma algunos segundos, acomoda el celular, la pantalla se mueve y parece que le brilla la mirada cuando dice:
Mi deseo es crear un lugar musical donde vivir.