Es bastante conocida la recomendación de saxofonista Lester Young a sus colegas improvisadores: cuando encares un solo a partir de un standard, trata de cantar para tus adentros la letra original del tema. El consejo, que revela el trasfondo poético del amigo del alma de Billie Holiday, tiene su contraparte en esa tensión que siempre existió entre las cantantes y los músicos de jazz. En realidad, a unos y a otros los asiste la razón, que nunca es del todo indivisa: la cantante –se remarca aquí el género femenino por una simple cuestión estadística, toda vez que ellas más que ellos decidieron el curso de la tradición cantora de la música afroamericana– cree en el significado de las palabras; el solista de jazz, un militante de lo inefable, prescinde del lenguaje verbal en favor de una invención musical más pura.
Pero cuando de Ella Fitzgerald se trata, el canto y el jazz juegan en el mismo bando. O mejor dicho: el jazz se rinde a los pies de un canto que abre caminos. La cantante deviene vocalista ejemplar: se integra a la urdimbre instrumental, pero al mismo tiempo la dirige sin que nadie chiste, con una autoridad tan irrefutable que parece provenir de decisión divina. Podemos imaginar la felicidad que debieron sentir los músicos que, cual feligreses de esa voz, tuvieron la dicha de acompañarla.
La reciente edición de Ella Fitzgerald. 5 Original Albums es el mejor homenaje que se le pueda hacer, a un siglo de su nacimiento, a quien fue considerada no sólo una de las grandes voces del jazz sino la primera dama de la canción estadounidense. Son cinco discos que oportunamente salieron bajo el sello Verve: Ella Swings Lightly (1958), Sings Sweet Song for Swingers (1959), Ella in Berlin: Mack the Knife (1960), Hello Dolly (1964) y Whisper Not (1966). El conjunto abarca un período particularmente brillante de una travesía que no supo de grandes impasses. Desde sus primeros años de lady crooner hasta sus últimas apariciones –ya en silla de ruedas y con enormes gafas, a menudo acompañada por la guitarra de Joe Pass o el trío de Oscar Peterson–, Ella nunca cesó de cantar soberbiamente. Pero aun en las trayectorias más parejas siempre hay alguna etapa sobresaliente. La de Fitzgerald fue la transcurrida entre la campaña para la presidencia de Kennedy y mediados de la década de Los Beatles. A lo largo de aquellos años, la estrella voló más alto que nunca.
Obviamente el sommelier del canto jazzístico podrá elegir otros hitos discográficos: los songbooks de Cole Porter y Duke Ellington califican muy alto, y antes que ellos la etapa junto a la orquesta de Bob Haggart es fenomenal. Quien esto escribe no puede pasar muchos meses de su vida sin desempolvar el vinilo de Ella cantando Gershwin con el acompañamiento al piano del refinado Ellis Larkins. Pero más allá de gustos y rituales, si uno quiere apreciar el espectro completo de posibilidades expresivas de una voz devenida ícono, no puede escaparle a esta cajita lanzada por Universal. Hay aquí 61 tracks sin sobrante. Están “Misty” –los veteranos que asistieron al debut porteño de Ella, allá por 1960, recuerdan este tema en particular–, “Gone With the Wind”, “Memories of You”, “Thanks For the Memory”, “East Of The Sun”, “The Lady Is a Tramp”, “Sweet Georgia Brown”, “The Thrill is Gone” y una versión única de “Can’t Buy Me Love” (A propósito, los intérpretes del swing hicieron agua las veces que se las vieron con el repertorio Beatle –Sinatra llegó a presentar “Something” como “una canción de Lennon y McCartney”– pero Ella fue la excepción).
Los arreglos y la dirección de Marty Paich en los registros de 1958 y 1966 se destacan cómodamente, pero también tienen lo suyo las plumas de Johnny Spence –valor agregado en su elenco fueron el saxofonista tenor Zoot Sims y el pianista Hank Jones– y Frank DeVol. En cuanto al registro tomado en vivo en Berlín meses antes de la construcción del Muro –la música como canto de sirena emitido por el bloque occidental en plena Guerra Fría–, el viejo amigo Paul Smith calibró como pocas veces su cuarteto para que Ella renovara “Mack The Knife” y volviera una vez más a su exitosísima manera de cantar “How High the Moon”, un tour de forcé del canto jazzístico tan idiosincrásico como “Giant Steps” de Coltrane para los saxofonistas. Nadie como Ella para cantar una oda a lo inalcanzable.
De Harlem al mundo
Para un intérprete debutante de la década de los 30, poder cantar en el Apollo Theatre de Harlem era como hoy lograr hacerlo en Lollapalooza. En torno a la célebre sala funcionaba todo un circuito de certámenes de canto cuyo principal objetivo era detectar nuevas voces para sumarlas a las grandes bandas negras. Rondando los 15 años, Ella era la gran promesa del barrio. Bailaba muy bien, y cantaba mejor aún. En realidad, había nacido en Newport News City, Virginia, el 25 de abril de 1917, pero su familia se había trasladado a Harlem siendo Ella una niña. Padre ausente y madre enferma signaron sus comienzos y la sumaron a la flota de trabajadores infantiles que tanteaban oportunidades en el mundo del espectáculo para no hundirse en la indigencia: se cuenta que iba tan mal vestida que a menudo los músicos debían prestarle alguna ropa más decente.
En 1935, fichada por Benny Carter, firmó contrato en la Harlem Opera House para cantar con la orquesta del baterista Chick Webb en el Savoy. Su jefe murió en 1939, justo cuando la grabación de “A tTsket-A-Tasket” –una canción infantil transformada– se convertía en un éxito nacional, y su vocalista, en un fenómeno sin antecedentes en la historia del jazz. Durante dos años sucedió algo insólito, un dato que no debería pasar inadvertido para quienes hacen estudios de género: con apenas 22 años, una muchacha negra se puso al frente de la masculina orquesta fundada por Webb; indudablemente, sus dotes de mando y su capacidad para orientar su carrera artística se foguearon en aquellos días.
En el momento de irrupción del estilo bebop, Ella era una estrella en el mundo del swing, la primera dama de la canción americana. Recién finalizada la Segunda Guerra Mundial, las parejas del mundo entero soñaban con volver a mecerse al ritmo de las big bands y sus doradas voces, para exorcizar tanta catástrofe. Pero aquel regreso tenía fecha de vencimiento. Pronto las principales orquestas se desbandaron o ralentizaron su ritmo de trabajo. Algunas cantantes refundaron sus carreras en formatos instrumentales reducidos, pero la mayoría desapareció de la faz del jazz y el pop. No fue el caso de Ella, claro. A diferencia de otros intérpretes consagrados se interesó en el nuevo lenguaje y cruzó el Rubicón entre tradición y modernismo sin mayores dificultades. Su clave de acceso a la revolucionaria escuela de Parker y Gillespie fue el canto en scat, ese juego onomatopéyico que, según decían, había inventado Louis Armstrong y desarrollado Leo Watson. En 1945 Ella grabó “Flying Home” en versión completamente “scat”, y dos años más tarde se presentó en el Carnegie Hall con la orquesta de Gillespie. Mientras otras figuras del swing despotricaban contra el jazz moderno, ella estaba sinceramente encantada (Tan encantada, que se casó con el contrabajista Ray Brown, por entonces en la banda de Dizzy). Finalmente, sus versiones de “How High The Moon” y “Lady Be Good” enloquecieron a los públicos de todo el jazz sin distinción de banderías.
En términos simbólicos, el desarrollo vocal de Ella en los años de la posguerra fue un gesto a favor del consenso entre distintas facciones de la comunidad afroamericana, por más que algunos la acusaran de no pronunciarse con toda claridad contra la discriminación racial. Musicalmente hablando logró unir el clasicismo de Armstrong con el vanguardismo vocal de la hija dilecta del bebop Sarah Vaughan. Sin embargo, el contrato con la discográfica Decca se había vuelto una traba para sus verdaderas ambiciones artística. Fue entonces que subió a escena el productor Norman Granz, que en 1948 la había incorporado a la troupe de estrellas Jazz At The Philarmonic. En 1955, Granz convenció a Ella de sumarse al catálogo de Verve.
Sería una exageración marcar aquel momento como de reinvención de la cantante, pero la libertad que Granz le brindó para elegir repertorio y acompañantes creó las condiciones de posibilidad que Ella estaba buscando en pos del progreso de su carrera. Junto a Granz pudo elaborar ocho deliciosas colecciones de grandes autores y compositores de la canción americana (Hace más de diez años, Verve las lanzó todas juntas en una caja de 16 discos titulada The Complete Ella Fitzgerald Song Books), versionar magistralmente Porgy and Bess junto a Louis Armstrong y plasmar en disco varias de sus mejores presentaciones en vivo. En cierto modo, Verve fue en la vida de Ella Fitzgerald lo que Capitol en la de Frank Sinatra. Que ambos saltos de calidad se hayan producido en la misma época nos habla de un gran momento en la historia de la canción americana.
Ninguna con su voz
La comparación con Billie Holiday resulta inevitable, aunque sus estilos fueron lo suficientemente diferentes entre sí como para que sumados abarquen lo esencial del canto jazzístico en su era clásica. Sólo dos años mayor que Ella, Holiday, que no necesitó apelar al scat para ser la favorita del público de paladar jazzístico, experimentó cada canción como un capítulo de su propia vida. Su modalidad dramática y al mismo tiempo de una levedad rítmica exquisita la distinguió completamente de todas las demás vocalistas. Si en su pacto de lectura autobiográfica la voz de Holiday parece conducirnos a la tragedia de una vida, en Fitzgerald no existe otro drama que el que presenta la música en sus propios términos.
Quizá por eso el crítico Martin Williams señaló que Ella estaba incapacitada para explorar la tragedia, y por añadidura, para cantar blues. Es posible que así fuera; de hecho nunca se sintió del todo cómoda en el blues y evitó los números más densos: jamás hubiera interpretado una canción como “Strange Fruit”, por ejemplo. Pero reducir el impacto emocional de una interpretación vocal al grado de identificación de un cantante con la letra de la canción es una simplificación un poco grosera.
Como escribió recientemente John McDonough en Down Beat, la vida privada de Ella fue un libro cerrado, y todo esfuerzo de interpretación psicológica en esa dirección seguramente conduzca a la frustración. Para que se den una idea: mientras otras figuras del jazz luchaban contra las drogas y el alcoholismo, el mayor problema de Ella era el sobrepeso. Desde luego, pasó horas muy difíciles a la edad en la que la vida juega a los dados. Pero el brillo de su canto tapó pudorosamente cualquier alusión a conflictos privados. En otras palabras, Ella no cantaba lo que le sucedía sino lo que le gustaba. Y le gustaban muchas cosas: su apetito musical era inextinguible.
Como es fácil comprobar, cantó siempre de un modo perfecto, literalmente insuperable. Y fue esa perfección de su canto lo que emocionó a su auditorio planetario. Pero están equivocados quienes suponen que lo suyo era tecnicismo en un sentido académico. En todo caso, Ella creó su propia técnica. Por ejemplo, nunca escondió el sonido de su respiración, ni se privó, sobre todo en los tiempos rápidos, de jugar con las palabras a piacere. Tomó canciones muy conocidas, algunas de inocultable mediocridad, y las desarmó para volver a reunirlas a su manera. En los videos se la ve divertida cuando devora toda la historia del jazz entregándose al nonsense que disuelve las palabras en puro significante. Su procedimiento era fácil de descubrir pero aun así no dejaba de sorprender: presentaba la canción de modo textual, para luego, en las sucesivas repeticiones, someter la melodía a un trabajo de ornamentación que podía volverla delicada o brutal.
Fuera del espacio de su voz, su rango histriónico era bastante modesto: no tenía la gracia de aquellos cantantes charlistas que tanto seducen entonando como hablándole al público. Lo más lejos a lo que llegaba era a estrujar su pañuelo blanco con el que despejaba su frente y su cuello perlados de sudor, mientras cerraba los ojos para ver mejor los sonidos. Más bien daba la impresión de ser una chica tímida y un poco ingenua que, una vez subida al escenario, se transformaba en una gigante. En ese sentido, la ductilidad fue su albur. Con oído armónico segurísimo y una firmeza de entonación de la que la mayoría de los humanos carecemos, dibujaba los finales de frase con melismas y fiorituras sin perder jamás el sentido del swing. Asimismo era capaz de imitar hasta el más inimitable de los instrumentos (Su cariñosa parodia de Louis Armstrong en “Mack The Knife” es sorprendente). En las canciones más vivaces –fue tan buena en las baladas como en los rápidos– solía chasquear los dedos a tiempo.
Contra lo que algunos suponen, su rango vocal era un tanto limitado. No tenía el registro sobrenatural de Sarah Vaughan ni el volumen de –digamos– la emperatriz del blues Bessie Smith. Lucía un timbre algo aniñado en un cuerpo robusto con el que supo desarrollar una sensualidad muy particular. A diferencia de tantas mujeres cantoras de su generación, ella no venía de la tradición góspel. Su canto no buscaba el éxtasis religioso: su jubileo era secular. De joven había admirado a Connie Boswell –una crooner blanca a la que no tardó ni un suspiro en superar–, lo que dio pasto a aquellos críticos que observaban con preocupación de cancerberos cierta inclinación de la dama al sacrilegio pop. Pero Ella, que nunca necesitó argumentar nada, les cerró la boca a todos con su propia boca abierta en sonrisa oceánica. Cada vez que cantó, el mundo calló para escucharla.