“Nunca se había hecho un largo animado en Uruguay, no teníamos muchas referencias. Tuvimos que aprender en el camino, mientras la íbamos haciendo” dice Alfredo Soderguit, director de AninA, película animada que llega del otro lado del charco, y tuvo su estreno internacional hace cuatro años atrás en el Festival de Berlín. Hacer una película animada no es fácil: pueden surgir mil complicaciones en el proceso, suba y baja de precios de los materiales, cambios de programa para ilustrar, salidas y entradas de dibujantes, cambios de recursos, cambio del mercado. Si a eso le sumamos diez años de proceso, desde el momento en que se hizo el primer boceto del personaje hasta que ese personaje cobró vida en la pantalla, se vuelve una tarea faraónica, de dimensiones épicas y pasionales, para una película cuyo destinatarios –en un principio– son los chicos.
Después de su estreno, allá por el año 2013, la película tuvo un enorme y extenso derrotero por los festivales más grandes del mundo y fue seleccionada para representar a Uruguay en los Oscars. Cosechó varios premios, sobre todo del público (Bafici, Unasur, Festival de Cartagena de Indias, San Sebastián), y la vuelta por el mundo duró todos estos años hasta que el jueves pasado se la pudo ver en salas argentinas. Sin embargo, según Soderguit, el público que más se enganchó con la película no estaba en las salas de cine sino en las escuelas. “Fue muy bien recibida por maestros y alumnos, en principio, porque el escenario principal de la historia es una escuela y porque en ese espacio se representan varios aspectos que tienen que ver con la vida escolar. Si bien en la historia se tocan muchos temas de ese mundo, nunca se transforma en un panfleto sobre educación.” La historia le surgió a Alfredo Soderguit cuando, por encargo, tuvo que ilustrar una novela del célebre escritor e ilustrador oriundo de Salto, Sergio López Suárez: Anina Yatay Salas. Después de hacer una serie de dibujos, vio el germen de una posible adaptación al formato cinematográfico, una idea que les venía rondando con su socio Alejo Schettini, con quien había encarado un proyecto inicial sobre una plataforma multimedial que quedó en la nada.
Era una historia sencilla: Anina, cuyo nombre puede leerse de atrás para adelante, se pelea con una compañerita del colegio que la molesta comparándola con una elefanta. Las dos nenas reciben un castigo por parte de la directora: un sobre negro que no podrán abrir en toda una semana y tendrán que devolverlo, pasados los siete días, cerrado. Dentro del sobre está el castigo. Ese simple pliegue negro de papel se vuelve un mcguffin no para la trama sino para la disparada imaginación de Anina que se desespera por saber cómo es su castigo. Durante el tiempo que dure la película, cada visión que Anina tiene se va a materializar en la pantalla, y en cada visión, Soderguit, y su equipo de ilustradores, muchos de ellos artistas plásticos antes que diseñadores gráficos, le dan un matiz, una textura y hasta un trazo distinto: ya sea para revelar un amor oculto, desfigurar el miedo que padece su personaje o poner en evidencia algún monstruo que la amenaza. El tour de force de Anina se vuelve tan imaginativo que por momentos recuerda a una Alicia del interior de un pueblito de Uruguay.
Diez años no es poco tiempo: la edad de un chico que nace hasta que toma conciencia del mundo que lo rodea; cuando logra abstraer y conceptualizar sus emociones. Algo por el estilo le pasó a Soderguit que creció con su personaje durante todo el proceso, angustiante y eufórico, penoso y alegre de crecer haciendo una película de esas características, hasta entender finalmente lo que pasaba. “Las películas de compañías como DreamWorks o Pixar muchas veces son muy buenas pero también tienen un aspecto de negocio muy fuerte, cuestan cientos de millones de dólares y tienen estrenos mundiales que cuestan otros tantos en difusión: los niños las conocen antes de verlas y a veces ni siquiera importa si las vieron o no y ya conocen a los personajes y las historias.” Un aspecto interesante es que, si bien en la película hay patios con lajas rotas llenas de pasto crecido, tiza barata en los pizarrones, colectivos viejos y algunos detalles del folklore uruguayo (eso sí: no hay solo mate en la película, cosa rara), AninA trasciende los guiños del color local y apela a emociones básicas que un chico puede tener en cualquier patio de cualquier escuela del mundo.
A pesar del buen recibimiento y de los premios por el mundo, ¿por qué tantos años para hacerla? Ante la eterna pregunta de cómo hacer un cine de animación de calidad en una región atacada por tanques que, en su realización (hablamos de Pixar), pueden tener hasta 1800 empleados trabajando al mismo tiempo, la respuesta es la canción de siempre que hoy también resuena en la industria argentina: “Nosotros no podemos hacer eso. No tenemos cientos de millones ni una industria de escala mundial. Tanto para empezar a construir una industria o explorar cualquier otro camino las películas latinoamericanas, todas, necesitan un apoyo serio de los estados. No sólo fondos y herramientas eficientes para conseguirlos, sino apoyo real a la difusión y modelos de exhibición sustentables. Y, sin embargo, a pesar de todos estos problemas, cada año aparecen películas chicas, que encantan al público, sorprenden y se difunden con muchísimo esfuerzo. La estrategia no es otra que hacer películas buenas.”