Mi viejo era un tipo de rutinas. Debía ser por su hábito hacia el deporte, pienso. Metódico, constante, perseverante y voluntarioso supo generar alrededor de mi infancia una gran cantidad de hábitos, que se convirtieron en rituales e hicieron que crecer a su lado fuese inmejorable.

Íbamos día por medio a la heladería, nos sentábamos en el mismo mostrador, mi padre hacía los mismos chistes con el heladero y yo pedía los mismos gustos: chocolate y limón. Una tarde por semana me llevaba a ver el tren. Subíamos el puente, nos parábamos en la mitad y esperábamos a que pase uno. “Oto ten” decía yo y entonces nos dábamos vuelta para esperar el otro. Así, más de una hora girando entre un borde y el opuesto para ver repetidamente venir trenes de un lado y del otro. Cansado mi papá me suplicaba seguir otro día y yo, luego de no menos de diez trenes, accedía. Así también por la noches teníamos nuestro hábito, era el de las figuritas. (Debo admitir que pasamos por una época en la que me traía animalitos de cristal y llegué a tener mi incipiente colección). Pero las figuritas fueron más abundantes o eran más económicas y entonces no fallaban. Todas las noches aparecía mi viejo con unos cuantos paquetes en la mano y su sonrisa. “Basuritas”, “Frutillitas” y “Rainbow Bright” fueron, sin lugar a dudas, mis preferidas. Nuestros rituales eran potentes e inevitables. Teníamos uno los domingos. Me despertaba con un desayuno que él cocinaba: huevos caseros y fritos. Otro los viernes: me retiraba del colegio durante el almuerzo con dos o tres amigas para hacer un picnic en los lagos de Palermo. 

El asunto es que no importaba bien qué ni cuál ni por qué, pero mi papá y yo teníamos rutinas, costumbres, hábitos que repetíamos hasta el hartazgo. Con la increíble sensación que él transmitía de que en realidad, no se cansaba nunca. A los dos nos encantaban y nos adaptábamos el uno al otro, algunas veces, para poder compartirlos. Por ejemplo los viernes veíamos Benny Hill, que elegía él; pero los miércoles Grande, Pa, que por supuesto elegía yo. 

Así fue como un día, trajo una película que inauguró uno de nuestros rituales más potentes. Yo tendría unos 6 años, estaba empezando primer grado y mi papá compró Mary Poppins. Recuerdo cómo la trajo en un reluciente VHS a casa y me propuso verla juntos. Nos recostamos abrazados en la cama y observamos por primera vez a Julie Andrews cantar, bailar y cambiar la vida de esos niños y de ese padre. Yo lloré, reí, canté, bailé. Mi papá me abrazaba, nunca supe si vio la película entera o se quedó dormido en la mitad. A mi no me importó. Quise ver esa película una y mil veces más. Del mismo modo, cada tarde. Contaba mi papá (yo no lo recuerdo, no se si exageraba o si era real), que yo vi con él la película todos los días durante un año entero. 

Así fue como me aprendí las canciones: “A Spoonful of Sugar”, “Jolly Holiday”, “Chim-chim-cheree” y por supuesto “Supercalifragilisticoexpialidoso”. Y así fue como se las aprendió él. A veces las cantábamos juntos, aunque mi viejo era muy ¡muy! desafinado, mientras mi mamá nos observaba divertida.

Cuando yo no estaba viendo la película, estaba cantando sus canciones, imaginando que me metía adentro de los cuadros de las paredes de mi casa, queriendo fabricar algún barrilete, o mirando por la ventana, cuando el día venía triste, a ver si aparecía alguna Mary Poppins que me iluminara la vida. Me sentía identificada con eso de sentirse un poco sola cuando mis viejos laburaban todo el día y mis hermanos, mucho mas grandes que yo, estaban en la facultad. 

Mary Poppins no sólo me generaba la esperanza de que la magia invadiera mi vida, si no que fue haciendo huella en mi deseo y mi amor por bailar, cantar, actuar y sobre todo, contar historias. La magia empezaba a existir como posibilidad de creación. A esa edad empecé a decirle a mis amigos que quería ser “cantante y actriz” pero aún no podía articular que me interesaba contar historias y crearlas. Ahora, a la distancia lo se y puedo ver en perspectiva la influencia que habrán tenido las incontables horas frente a la TV con mi papá viendo a Dick Van Dyke transformarse en viejo y luego volar por las chimeneas, y a ese padre distante y frío devenir en un padre presente y cercano para sus hijos: Michael y Kate. 

Muchos años después, cuando fui madre, ansiaba el momento de poder compartir con mis hijos las películas preferidas de mi infancia: Karate Kid, Quisiera ser grande, La novicia rebelde, Los Goonies... Quería que crecieran para poder mostrárselas. Por motivos obvios, la primera que pudimos ver juntos fue Mary Poppins. El DVD empezó a girar. Durante dos horas (porque es así de larga) volví a ser niña y a estar abrazada con mi padre, y a cantar las canciones, y a alegrarme cuando aparece Mary Poppins y a sorprenderme cuando juegan una carrera de caballos de calesita, a asustarme cuando los chicos se pierden en la ciudad y a angustiarme cuando echan al padre del trabajo, y finalmente a emocionarme cuando van los cuatro juntos a remontar un barrilete. 

Volver a ver esa película con todos los trucos de la ficción a la vista, tan antiguos como son, tan obvios. Los telones de fondo pintados, las canciones apenas torpemente dobladas, y el acento español tan lejano. Todo eso tan a la vista. Y sin embargo yo ahí con mis hijos, como con mi padre, 30 años después viendo la magia del cine conquistarnos a todos y llevarnos a volar hacia el infinito.


Victoria Hladilo es dramaturga, actriz y directora. En teatro está actualmente (y desde hace cinco temporadas) presentando La Sala Roja en El Camarín de las Musas, obra que escribió, dirige y en la que actúa. Recién vuelta de su gira por España, ha sido seleccionado por el festival de teatro de Rafaela, ha realizado su versión teatral en Panamá, tiene próximo estreno en Brasil y en Paraguay. También actuó y escribió junto a Julio Chávez y elenco, Angelito Pena, obra por la que fue nominada al premio ACE como actriz revelación. Actuó también en Arlequín, servidor de dos patrones, en el Complejo Teatral de Bs. As.; en La mujer que al amor no se asoma, En tus manos Goya y Lo que me hizo Marrone (junto a Carlos Belloso en el teatro Gargantúa) entre otros trabajos. En cine, en Historias extraordinarias, Nunca más asistas a este tipo de fiestas, y Barroco. Se formó como actriz con Julio Chávez, Hugo Midón y Miguel Cávia. Realizó la carrera de Dirección de Cine en la Universidad del Cine.