Según T. S. Eliot, Baudelaire es “el mejor ejemplo de poesía moderna en cualquier idioma”. Precisamente fue el autor de Las Flores del Mal, nacido el 9 de abril de 1821, quien usó la palabra Modernité para definir un tiempo al que indefectiblemente tenía que remitirse el artista en la era de la industrialización y el progreso -que detestaba por la “progresiva decadencia del alma y progresivo predominio de la materia”- cuyo escenario era ahora la ciudad. Había entonces que explorarla, deteniéndose voluptuosamente en sus misteriosos arrabales, en su sordidez y fealdad para transmutar en expresión poética objetos y seres vulgares, rodando en el fango como “La musa venal”.
En Poesía y capitalismo, Walter Benjamin analiza el modo en que Baudelaire desnuda los conflictos de la sociedad burguesa como un provocador cuyas nociones políticas no sobrepasaban las de los “conspiradores profesionales”, más dispuestos a las revueltas que al diseño de tácticas de lucha. Así, durante la Revolución de 1848, armado de un fusil sólo gritaba “¡Abajo el General Aupick!” (su odiado padrastro). La bohemia que caracteriza Benjamin y de la cual participó Baudelaire, reunía un conjunto variopinto de personajes urbanos entre los cuales destaca la figura del flaneûr (el que recorre y observa) al que Baudelaire llamaba “el hombre de las multitudes”, sin lugar específico es como el poeta que ha perdido el aura. No casualmente escribe Baudelaire en el Spleen de París, "Pérdida de la aureola" en medio de los riesgos en la ciudad porque: “¿Qué son los peligros del bosque y la pradera comparados con los choques y conflictos diarios que se dan en el mundo civilizado?”
La naturaleza repele a Baudelaire, asimila el crimen a lo natural y la virtud es artificial, sobrenatural. Asimismo, la ciudad puede degradar algo bello natural: el cisne escapando de la jaula se arrastra cerca de un río sin agua. (“El cisne”).
Edgar Allan Poe -a quien Baudelaire tradujo- le proporcionó tanto el rigor compositivo como visiones de las muchedumbres, del crimen, lo tenebroso, lo descompuesto, impúdico, mortuorio, visible en poemas como: “Una carroña”, “Sepultura”, “El tonel del odio”, “El vino del asesino” o los “Spleen”. Y hay además una reflexión sobre el hacer poético en clave de “fantástica esgrima,/ olfateando en todos los rincones los azares de la rima” de modo que “ennoblece el destino de las cosas más viles” (“El sol”). En “El vino de los traperos”, uno de estos pordioseros aparece “chocando y golpeándose contra las paredes como un poeta”. Ambos recogen y ordenan los desechos. Ambos trabajan, Baudelaire insiste en el esfuerzo sostenido contra la idea romántica de la inspiración lírica.
Paul Verlaine no lo incluye en Los poetas malditos, pero habría tomado esa significativa palabra (maudits) del poema “Bendición”, de Las Flores del mal. Allí “El Poeta aparece en este mundo aburrido” y su madre blasfema a Dios: “Maldita sea la noche de placeres efímeros/ en la que mi vientre concibió mi expiación!” Puede pensarse que se manifiesta aquí el dolor del niño cuando su madre, Caroline Dufays, luego de enviudar y casarse con el Jacques Aupick, priva al hijo de la estrecha relación que los unía. Diría años después: “De muy niño sentí en mi corazón dos sentimientos contradictorios: el horror de la vida y el éxtasis de la vida”. La simultánea presencia de los opuestos es un rasgo constante.
Expulsado del Liceo Louis Le Grand, Baudelaire rechazó seguir la carrera diplomática para gran disgusto de la familia que intentó alejarlo de la vida disipada mediante un largo viaje, infructuoso, porque volvió a la bohemia parisina y los vicios, también empezó a publicar: El Salón de 1845 inició sus escritos sobre artes visuales, que igualmente abordó en Lo cómico y la caricatura. Otros ensayos fueron compilados en una miscelánea, El arte romántico donde escribe sobre “algunos de mis contemporáneos”, entre ellos, Téophile Gautier, a quien dedicara Las Flores del Mal.
Para Baudelaire, el poeta de l´art pour l´art “es el amor exclusivo de lo bello” y “a esta facultad maravillosa une Gautier su inmensa inteligencia innata, su comprensión por la ´correspondencia´ y el simbolismo universales”. “Correspondencia” no puede sino evocar al famoso poema de Las Flores del Mal que se toma como cifra de la poética simbolista. Allí la Naturaleza no es lo rechazado sino “un templo de vivos pilares”. Es el deseo de “una tenebrosa y profunda unidad” pasando “a través de bosques de símbolos”. Para José Lezama Lima “En esas respuestas en las que cada sentido más en desprendimientos lentos, en misteriosas evaporaciones, que en rápido suceder confuso, como en toda coincidencia, había un tiempo voluptuoso” que culmina en el grito final (“El Viaje”), según Lezama: “sumergido en el fondo del golfo, cielo o infierno, qué importa. Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Pero he ahí que Charles Baudelaire, dandy perfecto, pretende entrar con la misma poesía en el destino, la gracia y el pecado original.”
En el ensayo titulado Baudelaire Jean Paul Sartre resume la temprana consumación de un destino elegido y cultivado: “a los veinticinco años la suerte está echada: todo está detenido; tuvo su oportunidad y perdió para siempre. En el 46 ya ha gastado la mitad de su fortuna, ha escrito la mayoría de sus poemas, ha dado forma definitiva a sus relaciones con sus padres, ha contraído el mal venéreo que va a pudrirlo lentamente, ha encontrado la mujer que pesará como plomo en todas las horas de su vida, ha hecho el viaje que proveerá a toda su obra de imágenes exóticas… Oprime el corazón leer Fusées (Cohetes) o Mon coeur mis à nu (Mi corazón al desnudo): nada nuevo en esas notas redactadas hacia el fin de su vida”(1867).
Los dos títulos provienen de Poe, son notas y proyectos inconclusos: “me sería difícil no llegar a la conclusión de que el más perfecto tipo de Belleza viril es Satanás a la manera de Milton”. Ve en Satán la belleza dolorosa del vencido por Dios, y sin embargo, vencedor y vencido se implican: “¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo,/ oh Belleza?” pregunta en el “Himno a la Belleza” emplazando el desasosiego que magníficamente exhibe la primera parte de Las flores del mal, “Spleen e Ideal”, y que se sigue desplegando en El spleen de París, sus distintivos poemas en prosa.
Baudelaire forja su soledad como un estado de diferenciación, está solo entre los otros y preserva su singularidad hasta hacerse repulsivo como resistencia a asimilarse a la vulgaridad que odia: “Cuando haya inspirado asco y horror universales habré conquistado la soledad”. Su desprecio a la mediocridad, el afán de no integrarse a un orden social detestable se expresan en el deterioro físico, en sus “paraísos artificiales” y sus amargas diatribas. Afirmaba su lugar no afincando en la subjetividad, sino objetivándose. El poeta ya no es un torrente de sentimientos personales, cultiva la frialdad y la displicencia, se asume como dandy: “una especie de culto de sí mismo… el placer de asombrar, de pasmar, y la orgullosa satisfacción de no asombrarse jamás”. Para orgullosamente “combatir y destruir lo trivial” no repara en esfuerzos, inmola el cuerpo y siembra Flores del mal a fin de entrever el infinito desde la finitud, sin indulgencias: “Soy la herida y el cuchillo/ la víctima y el verdugo”.