Cowboys de Filadelfia 6 Puntos
Concrete Cowboy; Estados Unidos/Reino Unido, 2020
Dirección: Ricky Staub.
Guion: Ricky Staub y Dan Walser.
Fotografía: Minka Farthing-Kohl.
Música: Kevin Matley.
Duración: 111 minutos.
Intérpretes: Idris Elba, Caleb McLaughlin, Lorraine Toussaint, Jharrel Jerome, Method Man, Ivannah-Mercedes, Byron Bowers, Dominic Jackson.
Estreno en Netflix.
¿Quién hubiera pensado que en pleno siglo XXI, en una gran urbe como Filadelfia, continuaba viva la tradición del jineteo, esos viejos cowboys usualmente asociados con los ambientes rurales y el Far West? Y, sin embargo, es todo cierto, porque si bien la ópera prima del realizador Ricky Staub pertenece al universo de la ficción, la cultura de los “cowboys de concreto” en los márgenes norteños de esa ciudad de Pennsylvania es ciento por ciento real. Basada en el libro Ghetto Cowboy, de Greg Neri, la película rompe con otro estereotipo marcado a fuego por centenares de novelas de bolsillo y westerns cinematográficos: la doma de caballos es cosa de hombres blancos. Los protagonistas de Cowboys de Filadelfia son, sin excepción, afroamericanos, y en cierto momento uno de los jinetes –interpretado, como muchos de los personajes secundarios, por un actor no profesional dedicado en la vida real a esos menesteres– afirma que los cowboys “de color” vienen siendo invisibilizados por la historia oficial desde los tiempos de la conquista del oeste.
Si hay una virtud en el film de Staub es precisamente la mirada semi documental hacia la vida en esos establos destartalados, construidos penosamente en viejos edificios frente a un potrero, y cuyos responsables ostentan orgullosos su profesión y estilo de vida ante la amenaza constante del desalojo. Sobre ese suelo rústico y realista, el guion apoya una historia bastante convencional acerca de un padre y un hijo distanciados durante años. El regreso obligado del joven al hogar paterno es traumático y enojoso: no hay nada que parezca unir a Harp (Idris Elba), veterano de las sillas de montar y ex joven revoltoso, con su retoño Cole (Caleb McLaughlin, Lucas en Stranger Things), cuya iracundia adolescente está a punto de empantanar el futuro. Harp vive en una casa junto a su caballo. Literalmente: el animal descansa, come y caga en un sector del pequeño living. ¿Qué hacer entonces: seguir los pasos del progenitor en las artes de la doma o tomar el camino más sencillo, la venta al menudeo de drogas en los barrios marginales de “Philly”.
La primera hora de Cowboys de Filadelfia ofrece los mejores momentos: mientras la cámara sigue a los personajes y la historia avanza con paciencia, va construyéndose en pantalla una réplica de ambientes reales que son, al mismo tiempo, reconocibles y casi alienígenas. La visión de los caballos galopando en plena avenida conjuran la extrañeza de un anacronismo que no es tal. Más tarde, la película comienza a abusar de las dicotomías (las elecciones de vida, el estoicismo versus la rebeldía, los mandatos paternos o la ilusión de libertad absoluta) y la acción-reacción como único motor de la narración, coronada por un interés romántico y una secuencia de suspenso que parece inyectada a presión. El desenlace, con su travelling por los rostros orgullosos de los vaqueros y vaqueras de arrabal, refuerza el espíritu de la película: un relato indie, en parte crudo y realista, que no evita caer en algunas convenciones aceitadas.