Pasaron apenas 20 años, pero la realidad argentina es siempre tan dinámica, tan turbulenta, tan traumática, que pensar en el 12 de abril del 2001 es como internarse en el túnel del tiempo. Ese día, sin embargo, se estrenaba en la Argentina una película que –a diferencia de tantas- hoy sigue viva, moderna, vigente, y que a su vez marcó toda una época: La ciénaga, de Lucrecia Martel.
Presentada un par de meses antes en la Berlinale, de donde volvió no solo con un premio importante sino también con una inmediata consagración internacional, que le valió a la película una circulación infrecuente para un film nacional, el primer largometraje de Martel se volvió entonces (y lo sigue siendo) en una referencia, en la confirmación de que existía un Nuevo Cine Argentino, en contraposición al cine nacido al abrigo de los primeros años de la recuperación democrática (La historia oficial, por caso, de la que hace poco se cumplieron 35 años de su premio Oscar).
Ese Nuevo Cine Argentino ya había tenido valiosas manifestaciones anteriores: los cortos fundantes de las primeras Historias breves (que incluía uno de la propia Martel) en 1995; la revelación de Pizza, birra, faso en el Festival de Mar del Plata 1997; la sorpresa de Mundo grúa en el primer Bafici de 1999, por citar algunos hitos. Pero sin proponérselo, a puro talento en todos sus rubros (que aseguró la productora Lita Stantic), La ciénaga terminó de consolidar ese movimiento que nunca quiso reconocerse como tal, pero que sin embargo se impuso en el país y en el exterior con una fuerza de la que todavía se sienten sus ecos.
Más allá de lo que significó La ciénaga en ese contexto en particular, de su potencia intrínseca para amalgamar el cine que se venía haciendo a su alrededor, visto hoy el film de Martel no ha perdido nada de la modernidad con la que deslumbró en su momento. No ha envejecido, no ha quedado fechado, como tanto otro cine argentino que se hizo después. Y no lo ha hecho justamente por la forma en que está concebida. A pesar de la solidez de su construcción, La ciénaga sigue siendo una película libre, abierta, constituida por infinidad de detalles que van haciendo al todo. No depende de la rigidez de una trama ni de un desarrollo aristotélico sino de una apretada red de relaciones y complicidades familiares que se van imbricando y superponiendo unas a otras, conformado un coro de voces como nunca se había visto (ni escuchado) antes en el cine argentino. Y que sólo volvería a aparecer después en las siguientes películas de Martel: La niña santa (2004), La mujer sin cabeza (2008), Zama (2017).
A pesar de haber sido rodada en Salta, provincia natal de Martel, La ciénaga prescinde de cualquier signo de pintoresquismo, un mal hasta entonces recurrente en el cine local. Y no por eso deja de ser una película “provinciana” en el mejor sentido del término, en tanto esos personajes no podrían ser de otro lugar. Ni su lenguaje, sus modismos o sus diminutivos. Ni los sonidos –un trueno brutal, un disparo lejano, el chillido de un pájaro, unos hielitos agitándose en un vaso, las patas de una reposera metálica rasgando el piso- que dicen tanto o más que la imagen, como ya reconocía en 2001 la propia Martel. Era increíble, por ejemplo, leer el guion de La ciénaga y descubrir que la película ya estaba toda allí, en la columna de sonido, mucho más incluso que en la de la imagen.
El carácter perturbador, disruptivo que siempre tuvo y sigue teniendo La ciénaga proviene en gran medida de esas rupturas que surgen del trabajo de sonido. No son las únicas, en la medida en que en la película también hay un erotismo mórbido, familiar, y una constante violencia latente, que a veces incluso se hace manifiesta. Casi no hay personaje de La ciénaga que no ostente una cicatriz.
Esa violencia también es social: hay diferencias de clase entre las primas Mecha y Tali (Graciela Borges y Mercedes Morán, exponentes de dos generaciones muy distintas del cine argentino, que la película genialmente supo reunir). Pero no tantas como las que hay entre ellas y la clase prestadora de servicios, esas “indias” que sin embargo pueden llegar a ser las confidentes, las mejores amigas de sus hijes. A su vez, en la historia de esas dos familias salteñas unidas por la desgracia se vislumbran muchas de las claves de lo que venía sucediendo (y sucedería) en la Argentina del 2001: la disolución social, el derrumbe político.
Sabiamente, Martel siempre rehuyó la tentación de ser ella quien oficiara de intérprete de sus propias películas. “No pretendo hacer ninguna abstracción sobre la realidad argentina, trabajé simplemente sobre gente que conozco”, señaló de La ciénaga. Es cierto, su film se resiste tanto a los reduccionismos como a los enunciados, a las declamaciones, pero no por ello deja de hacer evidente ciertos rasgos de conducta social, que tienen que ver con la atrofia de la clase media, con su particular uso del lenguaje, con el racismo larvado o manifiesto con que se expresa cotidianamente.
El comienzo del film es particularmente revelador en este sentido. Acompañada por un intranquilizador tintineo de copas y botellas de vino, Mecha (la Borges) avanza dificultosamente, hablando sola, murmurando una queja o un reproche. Tropieza y se derrumba en un vaho de alcohol. Como señaló el 12 de abril de 2001 la crítica de Página/12, “no sólo cristales rotos quedan por el suelo: pareciera que con Mecha –a la que nadie a su alrededor está en condiciones de auxiliar– se derrumba también algo más, quizás una clase social, o tal vez una cierta idea de país. No hay nada simbólico en La ciénaga. Todo tiene una extraña, inquietante materialidad, una presencia física por momentos abrumadora. Y, sin embargo, no se puede dejar de advertir que en La ciénaga vibra una realidad aún más amplia que la del film, una percepción capaz de expresar –a partir de un grupo de personajes muy concretos– las tensiones profundas, subterráneas de una sociedad”.