Hay una conocida --y un poco olvidada-- frase de Hegel que postula: “La Historia avanza por su lado malo”. Es una frase central de su pensamiento. Hegel creía en el avance de la historia. También creía que ese avance era dialéctico. Y que la dialéctica incorporaba al Espíritu la negatividad. El Mal es lo negativo. De aquí que la Historia, por consiguiente, avance por su lado malo. Alguna vez creí en estas cosas. Fascinado por su vértigo especulativo, me devoré las obras de Hegel. Eso fue hace mucho tiempo. Yo era muy joven y aún no conocía los rostros que la Historia, impiadosamente, me mostraría. A mí y a mi generación, la diezmada.
Hoy, en medio de este mundo azotado por la peste, no creo en el avance ni, mucho menos, en el progreso de la Historia. La Historia camina (no sé hacia dónde) por su lado malo, pero no avanza ni progresa. Si alguien cree que esto es la exaltación del pesimismo se equivoca. Ante todo porque pesimismo y optimismo son palabras insustanciales, que ya nada dicen. Y, si se quiere, soy un optimista. De la voluntad, claro. Por eso sigo escribiendo. Aunque dude que algo de lo que escribo vaya a cambiar algo. El mundo pandémico sigue mal gobernado. Lo gobiernan codiciosos, guerreros brutales, fabricantes y traficantes de armas, banqueros, capitalistas amantes de la libertad de mercado, eso que llamamos neoliberalismo. Hay muerte y hambre en el mundo. Y nadie parece muy decidido a suprimir esas pestes. El mundo funciona para acumular dinero y ganar poder. La desigualdad entre personas y países es humillante para la condición humana. Condición, ésta, que nunca tuvo aristas agradables, generosas. Pero nunca como hoy fue tan despiadada, tan criminal.
Nada se aprendió. La guerra que llaman “primera” y “mundial” fue una tan espantosa carnicería que --al terminarse-- los seres humanos se prometieron que sería “la última de las guerras”. Dejó un saldo de 17 millones de muertos. Y cada muerte era más horrible que las demás, aunque esto no parezca posible. Hay que ver los rostros mutilados de los sobrevivientes para estremecerse. ¿Esto se hacen los hombres entre ellos? Sí, porque a las guerras van los hombres. Las mujeres eran sacrificadas enfermeras. Aunque hoy también son soldados. Produce sencillamente miedo ver a los batallones que forman parte de los ejércitos de este mundo. Eso que Kant llamaba “el bello sexo” demuestra con entusiasmo que puede hacer todo lo que hacen los hombres: desde jugar al fútbol hasta boxear e ir a la guerra a cumplir con lo que se hace en las guerras: matar.
La pregunta central del pensamiento humanista es: ¿hay o no hay que matar? Parece una pregunta innecesaria, ya que siempre se mató. Desde Caín y el Dios severo del Antiguo Testamento, el que le ordenó a Abraham matar a su hijo, el joven Isaac. Vaya forma de poner a prueba a sus creyentes tenía ese Dios.
Marx, que hereda la dialéctica de Hegel, afirma, en el capítulo veinticuatro de El Capital que la violencia es la partera de la Historia. Que ella misma es una potencia económica. El sentido de esta frase es el mismo que la de Hegel, que la Historia avanzaba por su lado malo. Aunque los dos postulan un final feliz de la Historia ya se hace dolorosamente difícil creer en finales felices. O nos liquida la hasta ahora invencible pandemia, o la codicia de los grandes países o una bomba nuclear arrojada con propósito o sin él, por error, por un accidente indeseado.
Creo en las afirmaciones apodícticas de Walter Benjamin en sus “Tesis de filosofía de la historia”. Si miramos hacia atrás sólo veremos una cadena de ruinas, la historia humana como historia de una gran catástrofe. No obstante, hay que seguir. Hay seres humanos buenos. ¡Si hasta hay quienes creen que hay un punto de bondad en el alma humana! Si hasta Heinrich Himmler, cuando volvía tarde a su casa, entraba por la puerta de atrás para no despertar al canario. ¿Por qué volvía tarde? Porque se había demorado en visitar algunos campos de concentración y exterminio.
Pero no traigo este ejemplo para culpar centralmente a los nazis. Churchill decidió bombardear la bella ciudad de Dresde con la orden de no dejar nada en pie. Y sí, nada quedó. Ruinas y setenta mil muertos. Shostakovich escribió --apenas después de la guerra-- un cuarteto de cuerdas para honrar a los asesinados en Dresde. El arte como única respuesta a la catástrofe. Porque si bien es cierto que la feroz pulsión tanática del ente antropológico es incontenible, también está el testimonio de siglos de arte en los que los humanos podrán buscar su redención. Ignoro ante quién. Porque las religiones han sido parte del problema, no su solución. Torquemada es la esencia del poder del estado católico, no Francisco de Asís y menos --pese a todos sus esfuerzos-- el Papa actual. La esperanza está en suprimir la industria de las armas (que son el Mal impecablemente encarnado), la ambición de las corporaciones, el egoísmo como motor de la historia. Y saber y decir que el hombre debe dejar de ser el lobo del hombre, que el sufrimiento de los otros nos debe importar al punto de comprometernos por impedirlo y que --aunque pasen los siglos y lo tanático siga reinando-- el Eros, ya sea en el amor o en el arte, acaso no triunfe, pero seguirá presente, como barrera ante la pandemia del Mal.