Una publicidad de las que arroja al aire una avioneta fue la que les permitió a Patricia Pozzo y al resto de las personas, la mayoría muy jóvenes como ella, saber dónde estaban encerrados. “Lo supimos porque pasaba una avioneta diciendo ‘Compre pizza en Quilmes”, contó esta mañana durante su testimonio en el marco del juicio de lesa humanidad por los delitos cometidos en las Brigadas de esa localidad, de Banfield y de Avellaneda durante la última dictadura cívico militar. Pozzo, al igual que Juan Carlos Stremi y Mario Colonna, los otros dos testigos de la jornada, son sobrevivientes del Pozo de Quilmes, donde estuvieron detenidos desaparecidos en agosto de 1976, después de pasar por el Pozo de Arana y antes de transitar cárceles como “presos blanqueados”.
Pozzo, al igual que Stremi, era adolescente en julio de 1976, cuando fue secuestrada. Ambos fueron arrancados de sus casas familiares. La familia entera descansaba, los golpes de repente en la puerta, la patota arrasando con todo. En el caso de Pozzo, despertaron hasta la abuela, de 87 años, a quien “maltrataron bastante”. En el caso de Stremi, a su padre “lo encañonaron, le pegaron”. Ella de 18 años, él de 17, se conocían de militar en la Unión de Estudiantes Secundarios, donde coincidieron en los primeros años de la década del 70. Al momento de sus secuestros, ambos y otres jóvenes del barrio habían abandonado la estructura orgánica. “Teníamos miedo, estábamos muy asustados después. Lo de Patulo nos había hecho mucho mal”, aclaró Pozzo. Los testimonios fueron transmitidos por el medio La Retaguardia.
A Ricardo Arturo Rave, “Patulo”, una patota del Ejército y efectivos de la Policía Federal lo sacó de su casa de los pelos y a los golpes. Era 25 de diciembre de 1975, Navidad. Dejaron su cuerpo atado con alambre de púa, baleado y mutilado, colgando de un puente en las afueras de La Plata al mediodía del día siguiente. Tenía 18 años y para aquel momento militaba en la UES. De allí lo conocían Pozzo y Stremi.
“Me preguntaron dónde estaba Patulo. Les dije que lo habían matado. Me preguntaron cómo sabía y les respondí que todo el barrio lo sabía”, detalló Pozzo. Las metodologías de los secuestros que vivieron y reconstruyeron esta mañana les sobrevivientes ante el Tribunal Oral Federal número 1 de La Plata, las querellas, la Fiscalía y las defensas, fueron similares: les arrancaron de la cama, les vendaron los ojos, les ataron las manos y les subieron a un auto. En el caso de Pozzo, se llevaron también a su hermana, Julia, y a su compañero, Roberto Castagnet --ambos tenían una beba, quien quedó al cuidado de les abueles-- y a Fabián Asla, un amigo suya. “Nos pusimos a gritar los nombres cuando nos metían en los autos”, aclaró Patricia.
De todos, sólo ella llegó al Pozo de Quilmes, segundo destino del cautiverio clandestino. Antes, fueron encerrados y torturados en el centro clandestino conocido como Pozo de Arana, donde quedaron Julia y Roberto, de quien no supo más nada y continúan desaparecides.
Pozzo, Stremi y otres detenidos desaparecidos, como Alfredo Fernández, Cristina Rodríguez, Cristina Kafka, Rosa Vallejos, fueron llevados desde Arana hasta el Pozo de Quilmes unos 15 días después de haber sido secuestrados. Pozzo recuerda haber tenido la sensación de que, antes de ser subides a un camión, les hicieron pasar por “una especie de casa rodante” en donde les tomaron los datos. “Siempre vendados” los ojos, aclaró.
Durante el trayecto, que fue largo, alguien osó correrse la venda para ver el camino, que iba relatando. Pozzo, Stremi y Fernández se tomaron las manos, como chequeando estar vivos. Se tocaron sin verse. “Supimos que era Quilmes porque pasaba un avión que decía ‘compre pizza en Quilmes’”, recordó Pozzo. Permanecieron “todos” encerrados en un mismo espacio.
El Pozo de Quilmes fue un lugar “de maltrato psicológico, pero no tortura física y sin demasiado contacto” con represores, puntualizó. Stremi coincidió. “Comíamos cada algunos días, nos pasaban platos con las sobras, una porquería”, relató. A Patricia, un día le encargaron que le diera de comer a sus compañeres de celda: “Me sacaron las vendas, me pusieron una bandeja de basura, litera, cáscaras de naranja, pedazos de pan sucio, huesos y mate cocido. Yo repartí. La imagen que me quedó que todo el mundo estaba sucio, súper flaco, algunos desnudos. Los desaté a todos: Me shockeó que Rosa agarró el hueso y lo mojó en el mate cocido como si fuera una media luna”.
Pasaron al menos dos semanas encerrados en la Brigada de Investigaciones de Quilmes. De allí, les trasladaron a la Comisaría de Lanús, donde finalmente empezaron a tener contactos con familiares. Pozzo detalló que fueron “los presos comunes” que lograron filtrar información. “Nos pedían nombres y nosotros al principio estábamos con miedo pero después empezamos a decirlos. LOs presos contaban que uno de ellos saldría en libertad esos días así que podía avisarles a nuestros familiares. Y lo hicieron”.
Cuando las familias supieron, empezaron a insistir hasta que lograron el reconocimiento de parte de les represores de que ese grupo, al menos, estaba en Lanús. “Recién ahí me llevaron unas zapatillas. Porque estuve descalzo desde que me habían secuestrado”, aclaró Stremi.
El circuito de “blanqueo” fue, a partir de allí, distinto para unos y otras. A Juan Carlos, por ejemplo, lo trasladaron a la Unidad Penal número 9, que “fue un infierno”, y posteriormente pasó un tiempo de libertad vigilada. A Patricia le tocó Olmos, Devoto y de allí, el exilio. “Me verduguearon hasta el último minuto”, contó. La llevaron esposada todo el camino desde Devoto hasta Ezeiza y se las retiraron en la puerta del avión, por pedido del comandante de vuelo. La dejaron ver a sus padres “solo diez minutos” en un salón del Aeropuerto, y la dejaron al pie de la escalera de abordo. “Me dijeron date vuelta y saludá a tus padres porque es la última vez que los vas a ver. Tuvieron razón, porque mi papá murió muy pronto y no pude volver a verlo”, resumió.
Aterrizó en Suecia. Se estableció finalmente en Francia. Tuvo cuatro hijos, a quienes identificó como su “revancha”, y aseguró que hizo “todo lo posible por seguir viviendo”. Le costó cargar con consecuencias del terrorismo de Estado físicas --problemas de columna y en su dentadura-- y psicológicas y nunca superó la ausencia de su hermana, a quien extraña “siempre”. Para Juan Carlos tampoco fue fácil. Aún hoy, 45 años después, sigue sin celebrar Navidad.