Una de las recetas de cerveza más antiguas proviene de un canto sumerio a Ninkasi, diosa consagrada a esta gratificante bebida, de la que atinadamente se ha dicho que “llena la boca y sacia el corazón”. Deidad refrescante de la antigua Mesopotamia, no fue la única patrona dedicada a mantener viva la burbuja: en el Antiguo Egipto, Tjnenet lo mismo te cuidaba el útero que la fermentación.
Tanto la mitología báltica como la eslava contaban con una tal Raugutiene, que brindaba cuidado celestial al popular brebaje. Muy socorrida porque salvaba las papas a la hora de alimentarse; o más bien, los granos: desde la Edad de Piedra hasta el siglo XVI, la cerveza fue un alimento básico en los hogares, una manera económica de consumir y conservar cereales ricos en nutrientes y calorías.
No por nada se la llamaba “pan líquido”: su versión primitiva era harina de cereal fermentada, la diferencia con el pan radicaba en la proporción de agua utilizada. Tan común era su ingesta que su fabricación devino una tarea doméstica de lo más rutinaria: desde vikingas hasta egipcias se volvieron duchas en prepararla. Liviana, de baja graduación para el día a día; más potente cuando estaba destinaba a ocasiones especiales, como fiestas populares o ceremonias religiosas.
Así, desde sus albores hasta bien entrado el siglo XVI, la elaboración de cerveza fue básicamente un laburo femenino; bastante pesado, por cierto. De tan exigente, algunas mujeres comenzaron a compartir la carga con amigas y vecinas, generando un excedente que podía venderse. De ese modo, poco a poco fueron profesionalizando la faena en pos de morlacos -o la moneda en curso- en sus tabernas improvisadas. Según versión de historiadores, era común que en ciertas zonas de Europa, a modo de cartel promocional, se colocasen palos de escoba en las fachadas para indicar que había stock a la venta. Adentro, un gatito siempre alerta, quizás negro, cuidaba que ratones hambrientos no sustrajeran los granos. Además de calderos burbujeantes donde se cocinaba este elixir, que también empezó a venderse en ferias, las entrepreneuses se distinguían por un reconocible accesorio de vestuario: sombreros de punta. Un total look que poco después se convertiría en sinónimo de bruja.
El trabajo de estas mujeres comenzó a hacerse cuesta arriba cuando a muchos borrachines -con un toque de misoginia- se les dio por desconfiar de la qualité de la birra dando por sentado que ellas, hijas de la tentadora Eva, dominaban el arte del engaño. La Iglesia medieval, inspirada en San Pablo y su menosprecio hacia las mujeres, aportó decisivo puñado de arena al prejuicio, condenando la labor de las cerveceras que, a su consideración, eran poco menos que femmes fatales que embriagaban a pobres hombres honrados.
Viendo que el asunto dejaba dividendos, tipos de mala entraña y peor calaña decidieron sacar provecho de la situación para dominar el pujante negocio, y como estando fuera de circulación ellas dejaban de ser competencia, empezaron las denuncias por brujería… El diablo metió la cola, y las mujeres fueron privadas del oficio que habían labrado durante añares a través de inicuos procesos que incluían torturas atroces y la hoguera posterior.
“La iconografía de las brujas con sus sombreros puntiagudos ha permanecido, al igual que la dominación de los varones de la industria cervecera: las 10 mayores compañías del mundo están hoy regentadas por ejecutivos masculinos”, apuntaba un reciente artículo de la revista Smithsonian, agregando que “las grandes empresas han tendido a retratar la cerveza como bebida de varones”, a punto tal que muchos avisos son analizados como “manuales de masculinidad”.
Manuales tóxicos, por si hace falta aclararlo: en huestes locales, hace poquitos años podía verse en pantalla chica cómo fembots se arrastraban por un tal Juan, que pedía sosiego: tras darle unos sorbitos a su lata, él podía con todas, ¡tremendo ejemplo de virilidad! Y cómo olvidar la épica publicidad que “zanjaba” la guerra de los sexos exponiendo estereotipados reclamos de los bandos binarios: si no corría sangre era gracias cierta marca que proponía, flojita de conceptos, “cuando el machismo y el feminismo se encuentran, nace el igualismo”. Ajá, mirá vos.
Y llegamos a estas fechas, donde la cerveza sigue reinando, y no solo en su día internacional (el primer viernes de agosto, non sancto): no baja del top 5 de las bebidas más consumidas del globo, donde el agua sigue invicta. Ya que estamos en el baile, ampliemos horizontes gastronómicos: una lata de rubia le sienta de maravillas a un pollo con manzana; y para quienes se bandean hacia el dulce, habemus birramisú, alternativa al tiramisú que sustituye café por una stout.
En cuanto al modo de empleo, a gusto personal de consumidores, aunque se llenen la boca ciertos sabelotodos sobre cómo tirar la mejor caña comparando ángulos, temperaturas, dedos de espuma aceptables. Concordancia, sí que sí, en máxima inamovible: ni muy fría ni muy caliente, para que no se pierdan sus matices.
Y por casa, ¿cómo andamos?, ¿cuántas brujas haciendo bebedizos en sus calderos? La homebrewer Alejandra Alomo, del colectivo Birreras de Argentina, dice a Las12 sobre la presencia femenina en el mundillo “que se incrementó notoriamente estos últimos 5 años, en todo el país, en talleres, congresos, cursos. Hay un interés por recobrar la práctica”.
Aunque no se cuenta con estadísticas oficiales, estima
-con conocimiento de causa- que “1 de cada 20 emprendimientos cerveceros
artesanales son de mujeres. La mayoría de las que trabaja en pymes son
generadoras de su propio proyecto”, aporta esta especialista, y añade que, en
general, “ellas están más atentas a las necesidades locales, incursionando -por
ejemplo- en cervezas aptas para celíacos, reutilizando deshechos, participando
de eventos solidarios”.
Esta nota fue publicada originalmente el 16 de abril de 2021.