“Antes de todo, hay que esforzarse por ganar el debate público”, solía decir en los años 90 Carlos Jáuregui cada vez que aceptaba ir a los programas de Mauro Viale. Ese dictamen incitaba a un doble juego: fatigar estudios de televisión y aprender a comerse los sapos necesarios, que hasta pueden condimentarse rico si se tiene claro el objetivo.
Traigo este recuerdo mientras trazo las etapas que atravesó el movimiento lgtbi desde la recuperación de la democracia en 1983. En ese primer momento los eslóganes acreditados, pero todavía no famosos, se resumían en “con represion y discriminación no hay democracia” y “el libre ejercicio de la sexualidad es un derecho humano”. La alianza programada, y posible, se circunscribía a los organismos de Derechos Humanos, con todas las dificultades imaginables, y apenas si un entrevistador brillante como Guerrero Marthineitz se animaba a sentar a su mesa a un activista de la CHA, creo que Zelmar Acevedo. Todavía me duele el oído por los insultos domésticos de un médico cristiano, padre de un amigo: “cómo puede ser que se muestre a un homosexual en un programa que puede ver un chico”.
En los años 90 el salto modernizador incluyó al cazador de debates, y emergió Mauro Viale con la fundación de un estilo provocador y amarillo que Mirtha Legrand prefirió imitar en formato canapé. Hace un rato escuché en un audio, del propio Viale, que él trajo en su maleta, de un viaje a Estados Unidos, la idea de calentar la pantalla con intercambios entre un público mayormente entusiasmado por escucharse en vivo y masivamente, y figuras lgtbi (la sigla aún no existía) como Carlos Jáuregui, Ilse Fuskova, Karina Urbina y Rafael Freda. El pedido de respeto del conductor a los oyentes que se aventuraban a la crueldad viralizada, y que hoy quizás los avergonzaría, consistía en una puesta en escena que rendía, sin embargo, beneficios al activismo.
Porque, ¿de qué otra manera se podía en aquellos años hacer visibles nuestras experiencias, ansiedades, reclamos por ser incorporados a la dinámica igualitaria sino era ocupando toda trinchera que se nos abriese al discurso? Me resulta imposible olvidar la discusión en lo de Viale -que incluyó a San Pablo- entre Freda y el padre Grassi, que aún era la pingüe voz de los niños no tan felices de su fundación. Las intervenciones pedagógicas de Carlos y de Ilse. En fin, que si hay una ocupacion manu militari o en manos de la militancia, que sirve para descomprimir las concentraciones paranoicas sobre nosotres, es mediante la visibilidad y, sobre todo, en horario de protección al puritano. Por suerte esa tarea, en el Esperando la carroza mediático que constituían los programas de Mauro Viale, contó con la responsabilidad de rostros que sabían de qué hablaban y cual era la naturaleza del negocio mediático. Esto antes de que pasase a interesar más, y con mayor e inmediata retribución, las estrellas del llamado “Caso Cóppola”.
EL MACHUSMA PREGUNTON
Ahora se replica con lógica indignación, en las redes sociales, el video de una entrevista que hizo Viale a una todavía desconocida Flor de la V. le pregunta si ella es un hombre. Repugna, es cierto. Pero prefiero ir un poco más allá de la repugnancia: el tipo la presenta casi como un fenómeno zoológico al que, sin embargo, le atribuye cualidades sexuales inconsistentes con su propio discurso heterosexista. “Usted es un hombre despampanante”, la halaga. Esa frase coloca al entrevistador como un heterosexual conmovido por la belleza de “un hombre” (hasta le pregunta si tiene pito), y en ese giro del lenguaje arrastra al varón argentino, digamos hegemónico, al atolladero de su propio deseo indecible.
Insiste Viale, y pregunta si los hombres que seducían a Flor (David Copperfield, por caso) serían gays o, por el contrario, heterosexuales. Efecto involuntario, Viale pone todo el saber sobre la masculinidad en cuestión. De pronto, la cámara se centra en la cara del abogado Cúneo Libarona, creo que con la intención de alimentar la apuesta.
En los años 2000 la entonces senadora Fernández de Kirchner opinó en un encuentro en su despacho que era necesario, antes de cualquier intento de conquista legislativa, ganarse a una sociedad que apenas empezaba a desencallarse de tanta moralina. Por mi parte, debo confesar, contra mis enojos de los años ´90, que -con todo el cinismo mauriano que fue marca de la era menemista- Carlos Jáuregui, primero, ni Cristina después, erraban. Así, Carlos acertó en ofrecer su cuerpo, y su voz, a la audiencia de Viale, tanto más bizarra que los invitados. Cumplía, de ese modo, con una responsabilidad que excedía el lógico disgusto de lo que debía escuchar. Inolvidable su contienda con el intelectual y funcionario menemista Moisés Ikonicoff, para quien la homosexualidad era una enfermedad. Inserto en el sacado ambiente de aquellos años, Ikonicoff designaba enfermos a los homosexuales mientras Viale calentaba la pantalla y Menem saltaba de la Ferrari a Yuyito.