Me fascinan las experiencias literarias, las vueltas y revueltas de organizaciones textuales inesperadas. En esa línea pienso que Truman Capote quiso sacarle más literatura a la literatura. Desde luego, A sangre fría fue una experiencia y una inmersión en el crimen. Marx aseguró que el crimen “producía” policía, ley, sistema carcelario, pero también producía ficciones y citó Ricardo III de Shakespeare o Edipo Rey de Sófocles, entre otras obras. Fue esa “productividad”, pensada como mercancía, lo que parece que advirtió Capote para generar una novela que, a su vez, produjo cine.
Hubo un riesgo en Capote al internarse en un territorio seguro –el crimen– pero lo alejó mediante la ficción, la subjetivación y su maestría literaria. Se empeñó en una dramaticidad que Marx había advertido. Aunque quizás Música para camaleones sea su texto, desde mi perspectiva, más estimulantemente descentrado, porque hizo coincidir registros literarios de diversas procedencias, como un encuentro con la superstar Marilyn Monroe, una entrevista con una aseadora de casas y excelentes relatos de ficción. Me pareció imprevisible ese libro y estuve segura de que Truman Capote pensó intensamente el hacer literario, y en esa búsqueda exploró espacios y no se refugió en estructuras garantizadas por las propias leyes literarias.
Pienso que en el interior de la literatura estadounidense hay zonas menos predecibles, como William Faulkner o Truman Capote o John Dos Passos o Carson McCullers, autores que consiguieron traspasar un límite y en ese sentido produjeron una torsión de la letra. Pero no pretendo establecer aquí una lista de lecturas. Quiero relevar algunas experiencias que resuenan en mi memoria. Es absurdo pretender mostrar lectura tras lectura, pues la mayoría de los libros operan en la memoria de manera fragmentaria, más bien regidos por una particularidad, por escenas o blancos. O quizás sería más propio presentar una larga lista de títulos tal como lo haría una diligente bibliotecaria encargada de poner en marcha una colección.
Quiero volver a la muerte y a Truman Capote. Seguí y hasta perseguí su trayectoria porque me interesaba su obra y las líneas de apertura con las que se comprometió. Su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, me resultó poética, melancólica. Mucho más adelante leí un libro fundado en una larga entrevista, donde Capote se refería a su obsesión con la escritura, a su manía por los detalles, a la necesidad de volver una y otra vez sobre sus materiales. Me pareció muy interesante y real porque la imagen pública del autor lo mostraba ligado a una constante frivolidad y lo revelaba como dependiente de una atención mediática incesante o insaciable. Precisamente esa paradoja me resultaba curiosa en relación con las búsquedas que emprendió en los territorios literarios. Pero más allá de su necesidad de pertenecer a un mundo fashion, yo sabía y sé que su obra marcó un derrotero importante por la audacia oscilante entre realidad y ficción enclavada en su escritura.
Desde otra perspectiva me interesan de sobremanera las micronoticias que aparecen, y desde luego desaparecen, en los medios. Lo aparentemente anecdótico de estas informaciones contiene muchas veces inapreciables marcas en las que es posible leer, desde lo minúsculo, signos, señales de los tiempos: sus giros, su desorden.
Leo periódicos como una costumbre casi cotidiana. No leo con minuciosidad pero sí recorro titulares o me detengo ante las noticias que me interesan. Empiezo los días revisando diarios, algunos digitales, antes de empezar la funcionalidad de diversos trabajos. Me resultan importantes no solo por las noticias precisas, sino por la ideología que conlleva el modo en que cubren o descubren hitos. Por esa actividad matutina, hace ya muchos años, en 1984, me enteré de la muerte de Truman Capote. Estaba enfermo, demasiado alcohólico. Recuerdo el impacto que me produjo pensar: se murió Capote.
La noticia de su muerte me obligó a rememorar su obra y a revivir mi admiración. Sin embargo, en el año 2016, leí en una breve noticia periodística que una casa de remates en Los Ángeles había puesto como oferta destacada las cenizas del escritor, con una postura que empezaba en los USD 3.000. La noticia indicaba que finalmente esos restos habían sido rematados en USD 43.000. Me pareció alucinante.
Sí, me pareció alucinante porque de alguna manera se abría una compuerta en la que coexistían restos de restos humanos y mercado literario. Más allá de la realidad más real del destino final de esas cenizas, ese remate daba cuenta de una inversión rentable que era susceptible de continuar circulando a diversos precios por el mundo privado del coleccionismo.
Esta micronoticia al parecer no impactó demasiado y quedó reducida a una anécdota, como si rematar los restos humanos de un escritor fuera idéntico al remate de sus manuscritos. Un ánfora como decoración en el salón y como prueba de prosperidad económica-cultural. Después de todo, presumir con el ánfora y las cenizas de Capote quizás pueda ser entendido como un signo de prestigio.
Cuando comenté con un amigo, Rodrigo Miranda, la noticia del remate de las cenizas de Capote, me contó, a su vez, que parte de los restos del famoso arquitecto mexicano Luis Barragán –un cuarto de sus cenizas– habían sido convertidos, mediante una serie de procedimientos, en un diamante. Ese diamante de tonos azules formaba parte de un anillo de compromiso. La conversión era obra de una artista estadounidense que admiraba el gran aporte arquitectónico de Barragán. Por esa admiración había convencido a la familia de la necesidad urgente de exhumar sus restos para conseguir una parte del cuerpo, pues pensaba hacer con ellos una “obra de arte”: un brillante montado en un anillo que fuera exhibido al público mexicano. Lo hizo. El acuerdo con la familia fue no vender la joya-Barragán.
Este texto forma parte de El ojo en la mira, volumen de la colección Lector&s de la editorial Ampersand.