Son amores
Recorrer suficientes clubs de strippers a lo largo y ancho de Estados Unidos llevó al fotógrafo norteamericano Chris Buck unos cinco años en pos de completar Gentlemen’s Club, flamante serie devenida fotolibro. De reciente edición en el país del norte, el trabajo ya le ha valido el elogio de la revista The New Yorker, que llama “tiernas, descaradas e inescrutables” a sus fotografías, agregando que “las historias aportan profundidad y calidez a una profesión bastardeada, incomprendida”. “Quería entender cómo se siente estar en una relación con alguien que ocasionalmente intima con otras personas para ganarse la vida”, se sincera este consumado retratista, conocido por su laburo con celebridades y políticos (incluidos, dicho sea de paso, cuatro expresidentes). De allí que centrase su proyecto ya no en las bailarinas exóticas sino en sus parejas románticas. Buck no solo gatilla a novios y novias –a veces solos, a veces en compañía de sus danzarinas medias naranjas–, sino que también conversa lento y pausado con todos y cada uno, reuniendo variopintas voces. Algunas con genuina empatía, incluso admiración por sus amadas y el oficio que les permite llevar el pan a la mesa cada día; otras, en cambio, rechinando de tirria, con el cuore partido o, inclusive, más preocupadas por la moneda que por sus convivientes. “Los arrebatos de celos parecen ser endémicos entre patovas que salen con strippers y las ven actuar noche tras noche. Otros están plagados de temores: si los clientes pagan por el mismo afecto que ellos ofrecen gratis, ¿acaban compitiendo por su cariño?”, comparte el mentado medio sobre el fotolibro, que por supuesto incluye el testimonio de las bailarinas. Que explican a Buck, entre otras cosas, que su trabajo es apenas una performance, que las jornadas son agotadoras, que anhelan volver a sus casas para dejar caer las máscaras y las abracen tras un mal día…
Micifuz metalero
De Roope-Shakir, ronroneante voz detrás de la última sensación del heavy metal, se sabe que gusta pasar las mañanas mirando pajaritos por la ventana mientras le da el rayo del sol. También, las muchas dificultades que atravesó durante sus años mozos, habiendo vivido en las calles previo a recalar en un refugio y ser adoptado por una pareja neoyorkina. Su “mamá del corazón” es Anna Mrzyglocki, del sello norteamericano Fearless, conforme aclara este peludo artista en su sucinta bio. “En miras de que mi familia es parte de la industria musical, entiendo cuán importante es tener buena prensa. Así que no pienso parar de maullar hasta que todos conozcan mi proyecto”, anota el vocalista del flamante grupo Cattera en su cuenta de Bandcamp. Ningún eufemismo: Roope-Shakir es, efectivamente, un gatito. Que se jacta, dicho sea de paso, de ser el primer líder felino de una banda heavy; aunque aclare –por si las mosquitas– que de ninguna manera es el primer metalero del reino animal en hacer música. Para antecedentes, dos bandas de las que se declara acérrimo aficionado: Hatebeak, liderado por el loro Waldo, y Caninus, con los pitbull terriers Budgie y Basil en su formación. Dicho lo dicho, el primer sencillo de Cattera se llama Hunger of the Beast y la portada es, obviamente, una latita de comida para gatos con cruz satánica. Normal en un frontcat que gusta firmar sus mensajes con “¡Larga vida al 666!”, y que suma ya decenas de miles de visionados en YouTube. Roope-Shakir aclara, empero, que no pretende llenarse de oro para aumentar su stock de hierba gatera: todo lo recaudado con su single será donado a la entidad benéfica que lo rescató y le dio un hogar, Whiskers-A-GoGo, con base en Brooklyn. Por lo demás, hay un clip con el detrás de escena de la grabación de Hunger of the Beast, donde puede verse al minino usando un rascador con evidente intención: prepararse para saltar sobre el pogo. Después de la pandemia, por supuesto.
Una escapadita romántica
Mossos d’Esquadra en la frontera con Francia se toparon los pasados días con una estampa insólitamente macabra tras detener a un coche que no solo esquivó un control: circuló en contramano durante más de 40 kilómetros. Lógica la desesperación del conductor de 66 años, nacido en Galicia, por evitar que la policía catalana revisara el interior de su automóvil; que desprendía un tufillo por demás sospechoso, dicho sea de paso. En el asiento del copiloto, yacía plácido un suizo de 88 años llamado Hans… que llevaba muerto aproximadamente tres semanas. Pero hete aquí la cuestión: en un giro que recuerda tanto a la delirante comedia Weekend at Bernie’s como al dramón romántico The Notebook, Hans llevaba el cinturón de seguridad cuidadosamente amarrado y una mantita puesta sobre la falda para evitar el fresco durante la travesía posmortem. Tales fueron los cuidados que proveyó su pareja, el anónimo conductor, a su amoriño, “ya en avanzado estado de descomposición y con indicios de momificación en extremidades superiores cuando fue encontrado”, según detalla la prensa ibérica. Dicho lo dicho, el varón (vivo) apenas fue acusado por el delito de conducción temeraria. Sucede que “el kamikaze de la autopista”, como ahora le llaman, solo estaba cumpliendo el último deseo de su querido, que padecía una enfermedad terminal, estaba en las últimas previo a lanzarse a la carretera, murió por causas naturales. Así lo corroboraron forenses del Instituto de Medicina Legal de Gerona, donde se le practicó la autopsia al pobre Hans, que tras haber estirado la pata, habría pasado por distintos puntos de España, Francia e Italia y, según creen los mossos, iba rumbo a Suiza gracias a la extraña perseverancia de su enamorado. Las autoridades han reconstruido la ruta gracias a recibos de nafta y peajes, y emitido una cautelar que prohíbe al flechado de 66 pirulos conducir por España. Ni falta que le hace: la aventura, amorosa y morbosa, llegó a su abrupto fin en ese control de frontera.
La tentación desnuda
Se ha hecho carne al fin El espíritu del éxtasis, muestra de curioso voltaje erótico que, tras mucha dilación a causa de la pandemia, se expone en la fotogalería del teatro San Martín hasta comienzos de julio. Cruzar dos momentos históricos, dos situaciones geográficas distantes, “unidas y separadas a través de una mirada hechizada por lo prohibido”, según las sugerentes palabras de la invitación, es la propuesta de una exhibición que aúna ambos universos. Por un lado, una selección de imágenes de Familias, serie del artista local Alfredo Srur que, en los albores del siglo XXI, se adentró en los rodajes de distintas producciones de Víctor Maytland, el pornógrafo local por antonomasia, documentando sin miramientos el reality Expedición Sex o la cinta condicionada Porno Debutantes III. Por otro lado, fotos tomadas durante el rodaje de películas europeas con pretendida carga erótica, de los 70s y 80s, que pertenecieron al acervo del crítico Fabio Manes, recordado co-conductor del ciclo de culto Filmoteca, que muriese en 2014. Integrante del comité curatorial de El espíritu del éxtasis –junto a Bruno Dubner y Lara Marmor–, Ariel Authier acara sobre el archivo Manes en exhibición: “En su mayoría, son lobby cards de cintas sexploitation, de bajo presupuesto y dudosa reputación, que habitualmente se filmaban bajo seudónimo. Es decir, fotos que se tomaban durante los rodajes y que luego se ponían en las vidrieras de los cines para atraer al espectador”. Anzuelos de boletería, en resumidas cuentas, en especial para los legendarios “valijeros” que se arrimaban a las salas de Lavalle en pos de la deliberada utilización del sexo y específicamente del desnudo femenino como atracción fatal, aún cuando las tramas fueran deficientes, la factura técnica ídem y la promesa de lujuria se cumpliera relativamente. Dicho lo dicho, no espere ratonearse el público actual con lobby cards de exponentes clásicos en su estilo, como lo fueran –en clave argenta– Armando Bó y Emilio Vieyra: ni sombra de sospecha de Tinto Brass, Russ Meyer, Jean Rollin o Jesús Franco. En cambio, sí, recuperadas stills de obras desconocidas de directores ignotos. Y un objeto de discordia: fotos de Ese oscuro objeto del deseo (1977), última obra maestra de Buñuel, que de ningún modo podría catalogarse como sexploitation, “pero viendo estas imágenes, alguien podría haber incurrido en la mala lectura, en la errada interpretación”, justifica Authier su presencia. Sobre Srur y su serie Familias, hecha entre 1999 y 2001, comenta Ariel que “lo interesante es que él deviene una suerte de still photographer de la seudoindustria pornográfica argentina de cambio de siglo”. “Al contrario de los fotógrafos turistas, Srur siempre se compromete artísticamente con sus proyectos, prácticamente conviviendo con la gente que retrata. En esta oportunidad, esta ‘familia’, un grupo humano haciendo films de baja estofa”. Así las cosas, remarca Authier que, más allá del cine, lo que importan son las imágenes en sí mismas, “estos fetiches analógicos, y el uso de los cuerpos a través de la fotografía: observar cómo se representaban 40 años atrás (en el caso de las lobby cards), 20 años atrás (en el caso de Familias) y cómo puede ser leídas actualmente”. “Quizá sean más controvertidas ahora que en el momento en el que fueron tomadas”, arriesga el curador, y concluye: “Nos interesa que se intente descifrar el enigma que proponen".