Desde París
Pensar la historia y las evoluciones del liberalismo e inscribirse al mismo tiempo en la acción colectiva concreta no son dos vertientes que se articulen con frecuencia. La filósofa francesa Barbara Stiegler las incorpora en una obra nutrida en la acción cuyo desarrollo teórico plasmó luego en dos libros que la llevaron rápidamente a ser reconocida.
El último, Del Rumbo a las huelgas (Du Cap aux grèves), es la crónica reflexiva del movimiento de los chalecos amarillos que estalló en Francia entre 2018 y 2019, en el cual Barbara Stiegler participó en cuerpo y alma. El título remite a una situación que explotó en casi todo el planeta cuando los movimientos sociales impugnaron de forma inédita y globalizada a la monarquía neoliberal. El rumbo que la revolución neoliberal le había fijado a las sociedades humanas dejó de ser la única alternativa. El mundo dijo un basta rotundo a ese rumbo cuyo credo fue, desde siempre, ”es preciso adaptarse”. A fuerza de adaptación a un modelo destructor, los individuos dejaron de ser ellos mismos y perdieron la noción de emancipación.
Argentina, Ecuador, Chile, Argelia, Hong Kong, Irak o Francia se levantaron contra esa dictadura de la adaptabilidad que había hecho de la condición humana un cordero en manos de un ante que sancionaba a quienes rehusaban adaptarse. Del Rumbo a las huelgas completa el primer libro de la autora publicado en 2019: Hay que adaptarse (Il faut s’adapter).
Ese ensayo es un vertiginoso viaje desde la matriz del modelo neoliberal hasta las orillas del fracaso de su patrón evolucionista, cuyo límite no fue precisamente una ideología opuesta, sino la crisis medioambiental.
Flujos de capitales, flujos de información, flujos de mercancías y globalización chocan, dice la autora, contra los muros de su propia imposibilidad, contra la destrucción del planeta y el hartazgo de los seres humanos. Muchos analistas vieron en ese libro la explicación al movimiento de los chalecos amarillos. Por primera vez, una autora radiografiaba de forma original la identidad de esa crisis cuyos orígenes estaban arraigados desde hace mucho.
Además, en Hay que adaptarse Barbara, Stiegler ponía de relieve otro de los componentes del ultraliberalismo: la forma en que hasta los gobiernos de izquierda abrazaron e implementaron ese modelo creyendo, a veces, que lo estaban combatiendo. La autora demuestra cómo se creó una suerte de confusión muy útil en torno a la definición de lo que era realmente el proyecto ultraliberal.
En ambas obras, Stiegler asume además un imperativo: transformar el mundo desde la acción colectiva y no quedarse en la torre de marfil de la teoría o los grandes ideales. Se trata, dice la filósofa francesa, de crear una red de resistencia desde la acción inmediata, desde el lugar donde vivimos y trabajamos.
En los dos ensayos y mucho antes de la pandemia, Barbara Stiegler volcó su experiencia en los hospitales, donde trabajó junto a médicos y enfermeros para interpretar desde allí la barbarie liberal.
--Su último libro está escrito con la experiencia de la calle, en el calor de las multitudes en rebelión y los gases lacrimógenos de las manifestaciones. Entre los dos términos del título, rumbo y huelgas, está concentrada la historia de los últimos 40 años.
--El rumbo que describo es el rumbo impuesto por la revolución neoliberal que se impuso en casi en todo el mundo desde hace 50 años y cuya historia remonta a un siglo atrás. Ese rumbo es la adaptación de todas las sociedades a la globalización, a un mundo en el cual no hay más fronteras y donde los ritmos se aceleran. Pues ese rumbo fue seguido por muchas sociedades y es cierto que desde hace algunos años hay movimientos sociales por todas partes que muestran que existe un rechazo a continuarlo.
En este contexto llegan las huelgas, es decir, esa idea de dejar de trabajar según las modalidades obligatorias que nos imponen y, a partir de allí, repensar nuestra relación con el trabajo, con las interacciones sociales. Basta, nos detenemos, empieza un trabajo de reflexión, de reelaboración del sentido. Hoy se trata de saber si este movimiento de huelgas se acabó a causa de la pandemia. Creo que estamos congelados. Estábamos en plena acción, en plena efervescencia y nos vimos brutalmente congelados. Si observamos rápidamente tendremos la impresión de que nos hemos sometido, que hemos renunciado. Pero eso es solo si se mira la situación desde el exterior. Sin embargo, si hablamos con la gente, percibimos que está más enojada que antes. La gran pregunta que se plantean hoy los gobiernos consiste en saber qué ocurrirá cuando las manifestaciones en la calle, los festivales, los cafés y toda la vida social se reanuden. Creo que, al menos en Francia, el poder le tiene miedo a ese momento.
--Al final, ambas cosas se congelaron: la bronca globalizada y la marcha del liberalismo.
--Sí, así es. Hay una forma de la globalización que se vio congelada. Pero esto no quiere decir que se terminó todo. Los partidarios de la globalización seguirán defendiéndola y desplegándola, mientras que sus adversarios seguirán oponiéndose a ella. Creo que este momento de congelamiento puede quintuplicar los conflictos.
--Usted pasó de la cátedra universitaria a la calle y de las protestas sociales, con el movimiento de los chalecos amarillos. ¿Qué le dejó como lección esa experiencia?
--Me permitió entender una forma de acción y trasladarla a lugares estratégicos de mi entorno, a la universidad, al hospital, al liceo. Me mostró que, en todas las clases sociales movilizadas, sean estudiantes, profesores o los chalecos amarillos, había una necesidad de reconstruir las cuestiones democráticas: ¿Qué es un ágora, quién debe hablar, cómo? Todo eso había que construirlo.
Hay algo terrible en nuestras profesiones, en los maestros, profesores y universitarios. Muchos están inmersos en una actividad intelectual intensa, pero cuando los vemos actuar en el trabajo no existe conexión con lo que hacen. Muchos colegas denuncian el neoliberalismo, se presentan como adversarios teóricos, pero terminan aplicando en el mundo de la educación dispositivos neoliberales sin que ello les plantee ningún problema. Y sin reflexión, en una especie de acción mecánica. Hay una suerte de desprecio por el lugar de trabajo, por la interacción práctica. Creo que las cosas serían mucho mejores si los profesores, el personal de los hospitales, se definieran como trabajadores y pensaran un poco más en sus actos.
--Usted ha puesto de relieve uno de las grandes perversiones del liberalismo, esa suerte de orden permanente: es necesario adaptarse.
--Con ese pensamiento perdemos la expresión de la identidad y la capacidad de emancipación. Pasamos mucho tiempo adaptándonos, aceptando los pliegues de la normalización, eso destruye la relación emancipada e impide la reafirmación del individuo. La idea de adaptación nos colonizó. Se construyó una suerte de hegemonía cultural en silencio. Es una herencia del siglo XIX, que proviene de la transferencia de las ideas de Darwin hacia el campo social y político. Es un pensamiento oriundo de los Estados Unidos, que recupera la idea según la cual nuestra especie está mal adaptada a la globalización y que es preciso readaptarse a ella través de amplias políticas públicas en campos como el de la educación, la salud o las políticas sociales, para instaurar la igualdad de posibilidades, la competencia en todos los niveles de la sociedad. En suma, se trata de una revolución social y política que, detrás del telón, esconde un principio biológico cuando habla de adaptación, de selección, de mutación y de evolución.
--En su ensayo señala que pensamiento está impregnado por un relato que argumenta que la especie humana está siempre atrasada. ¿Esa sería la matriz del neoliberalismo?
--Sí, ese pensamiento incluye una amplia reflexión sobre la inadaptación. La tesis del teórico norteamericano que inspiró a los nuevos liberales y que lanzó la corriente neoliberal, Walter Lippmann, sostiene que la especie humana se adaptó a lo largo de un extenso período a un mundo relativamente estable y cerrado. Lippmann dice que el sentido de la historia, su misión casi revolucionaria, es la globalización del mundo, la división del trabajo con un capitalismo totalmente globalizado, y que, en ese movimiento, la especie humana no está a la altura de este porvenir. Por consiguiente, es preciso transformarla mediante políticas públicas muy ambiciosas, a fin de readaptarla a todos los niveles: afectivo, cultural, emocional, cognitivo. Se trata, entonces, de una empresa de readaptación integral de la especie humana por medio de una agenda, de un programa revolucionario.
--Señala que durante mucho tiempo hubo una dificultad para definir qué es el neoliberalismo. ¿Se tardó mucho en comprender su mecánica?
--¡Absolutamente! Se dijo que era una teoría económica que proponía un Estado lo más pequeño posible. Fue una confusión permanente. De hecho, en los años 30, el neoliberalismo partió de la evidencia según la cual, con la experiencia de la crisis de 1929, el capitalismo sin regulación no podía salvarse solo, que no se podía confiar en las interacciones espontáneas de las sociedades humanas porque los seres humanos eran inadaptados. Por consecuencia, era necesario reasumir la acción del Estado, con un Estado más fuerte y eventualmente autoritario, cuya primera misión consistía en fabricar el consentimiento. Lippmann hablaba de “manufactura del consentimiento”. Ese plan pasa por un conjunto de políticas culturales y educativas.
Percibimos aquí que todo esto no tiene nada que ver con la imagen del neoliberalismo, con la idea de dejar que todo sea libre. Esto es muy grave porque no haber visto esto, mantenerse en esa confusión, permitió a partidos que se identificaban con la izquierda llevar a cabo políticas neoliberales sin que nos demos cuenta. En Europa, muchos partidos de izquierda rompieron con la izquierda, con el socialismo, y terminaron aplicando programas de ajuste y adaptación a la globalización. Y como los llevaron a cabo por medio de políticas públicas que exigían una suerte de igualdad de posibilidades y una regulación leal de las reglas, creyeron que así luchaban contra el neoliberalismo. En realidad, ese era el contenido mismo de la política neoliberal. De esta manera, muchos partidos de gobierno que reivindicaban ser de izquierda aplicaron una política neoliberal de forma continua desde los años 80.
--¿Fue ese el gran fracaso de la izquierda, no haber captado la realidad de su enemigo o, tal vez, querer imitarlo?
--Sí. Y es aquí donde podemos hablar de colonización o de hegemonía cultural. El neoliberalismo es una nueva derecha, una derecha al servicio de la globalización económica. Esa nueva derecha invadió todas las mentes y se volvió hegemónica.
--Esa idea neoliberal dejó prácticamente a la humanidad sin un lugar donde respirar libremente.
--Todo el orden gira en torno a esa idea asfixiante. No obstante, hay una novedad que surgió a partir del giro de los años 2000: el neoliberalismo, que carecía de oposición y se había infiltrado en todas partes por una suerte de capilaridad, de mimetismo, esa hegemonía liberal que se construyó a lo largo de un siglo, empezó a ser puesta en tela de juicio a raíz de la crisis medioambiental y de los estragos considerables de ese modelo capitalista globalizado. El neoliberalismo empezó a mostrar que era una cosa imposible. Hemos chocado contra los límites insuperables de la globalización y nos damos cuenta de que sus costos son considerables. Por esta razón la hegemonía neoliberal se ve profundamente cuestionada. Y eso es nuevo.
--Estamos en un momento tambaleante de la historia humana. ¿Cómo ve la emancipación futura de nuestras sociedades, qué formas podrán revestir la acción colectiva?
--No puedo anticipar el porvenir ni tener una visión global. Lo que sí puedo decir es lo que estoy haciendo yo ahora durante esta crisis sanitaria y lo que seguiré haciendo en el futuro. Creo que es fundamental que quienes desean asumir el conflicto y participar en la resistencia se pregunten dónde están, en qué lugar viven, dónde trabajan y dónde están sus vidas. Yo vivía en el campo, pero terminé de entender que mi vida estaba en Burdeos. Aunque no sea fácil, en cuanto logramos situarnos en algún lado ya tenemos un punto, podemos decir “este es mi lugar, aquí está mi trabajo, esto es lo que hago”. Recién a partir de ese marco particular es cuando se puede construir una lucha. A partir del lugar en el que nos encontramos y de las funciones sociales que ocupamos. Incluso si no tenemos trabajo también ocupamos una función, porque podemos ser padres o desempleados. Creo que a partir de una plataforma personal como esta es necesario y lógico constituir una red de resistencia.
En la historia, la gente nunca construyó un programa para luego actuar: primero observaron lo que había alrededor para luego intentar hacer algo. Intentaron salvar lo esencial construyendo una oposición ante un poder aplastante. Trato de actuar así. Me gusta mucho la lógica de la red porque permite que construyamos una acción colectiva. Así es como se construye un programa o un pensamiento político: en la precisión de lo concreto.
Más que pandemia: sindemia
--Es una de los escasos pensadores que pensó el mundo a partir de un hospital, y ese lugar se ha vuelto central a raíz de la pandemia.
--He trabajado mucho con las personas del sector de la salud, con médicos y enfermeros. Mi pensamiento político se alimentó de su combate, de lo que viven y atraviesan. Lo que vemos hoy en la salud no es la privatización, no es un Estado que vende el hospital, más bien es un Estado que conserva el hospital y lo controla, al mismo tiempo que trata de transformar el sentido. Es una gestión asumida por el Estado que transforma los oficios del personal.
Las enfermeras se convirtieron en administradoras que deben cumplir con toda una serie de objetivos. Son oficios que suscitan mucha vocación, pero esa vocación está destruida por una visión de la salud opuesta a la vocación. Lo mismo ha ocurrido en la enseñanza. Las reformas neoliberales inducen a los profesores a hacer lo contrario de lo que les señalaba su vocación. Esas instituciones republicanas han sido destruidas desde el interior por el mismo Estado, o por quienes se apropiaron del Estado para cambiarle el sentido. Y es precisamente allí, en los restaurantes, en los bares, en los medios obreros, donde se debe construir la resistencia, nuestra propia resistencia ligada a las demás. La meta consiste en tener una visión colectiva de lo que somos.
--Su pensamiento tiende a definir la pandemia como una sindemia, o sea, la suma de varios males.
--Al principio pensé que se trataba sólo de una pandemia, pero luego vi que era algo mucho más complicado, que era una epidemia muy difícil de controlar y que no se trataba en nada de un acontecimiento aleatorio. Coincido en esto con el redactor jefe de la revista The Lancet, Richard Horton, para quien esta epidemia no hace sino revelar los problemas estructurales de nuestras sociedades fundadas sobre la concurrencia y en las cuales nuestros modos de vida se degradaron, lo que condujo además a un aumento considerable de las enfermedades crónicas. Esto permite leer la pandemia y el pánico que se desató en el mundo entero como un revelador de patologías anteriores, patologías sociales, patologías medioambientales. En suma, todas las causas sociales y políticas atraviesan la pandemia.