El macrismo, a través de sus gargantas profundas, es un disparador de frases en las que se vuelve posible descubrir diversas capas de significación junto con una indisimulada pátina de perversión edulcorada por el lenguaje cómplice de los grandes medios gráficos y audiovisuales (a los que suelen acompañar, bajo su aspecto verdadero y desembozado, un ejército de trolls dedicados a irradiar las formas más soeces de su repertorio cloacal y fascista). Por un lado, cierto aire naïf y descuidado que puede expresar los sentimientos más bajos y ruines como quien, al pasar, está ofreciendo una descripción pudorosa de objetivos y sentimientos portadores de lo más oscuro y violento envuelto en semblantes amables y como recién salidos de una larga meditación zen. Por otro lado, y gracias a la lógica del lapsus o del fallido –que se ha vuelto, su desciframiento espontáneo, en una tradición cultural de los argentinos al explicar freudianamente lo que se oculta detrás de lo equívoco y de lo no querido a la hora de dejarse llevar por la verdad espontánea de lo impronunciable públicamente-, de frases directas y despiadadas que ofrecen el lado de “lo real” de un dispositivo político llamado a remover cualquier resto de igualdad y de derechos sociales y civiles en el interior de la sociedad. Bajo la forma de las “buenas intenciones” se oculta lo monstruoso; suavizando la expresión y sonriendo a la cámara, la lengua del macrismo dispara sus dardos envenenados, esos que redefinen la relación entre democracia y ciudadanía, entre derechos y omnipotencia del capital. Lejos de toda ingenuidad comienza a desplegarse la sombra de un peligroso giro represivo, ese mismo que se alimenta de los focus groups pergeñados por consultores atentos a “las nuevas demandas de la sociedad”.
En algún artículo publicado el año pasado, cuando muchos no dejaban de sorprenderse ante la velocidad y la virulencia de la restauración neoliberal, repasé algunas de esas frases “ejemplares” que pintaban de cuerpo y alma la ideología (negada duranbarbianamente) del macrismo. Frases que nos hablaban de clases medias bajas (empleados, trabajadores calificados, docentes, pequeños comerciantes, etc.) que creyeron que tenían derecho a ser parte de la fiesta del consumo adquiriendo plasmas, celulares de última generación o saliendo de viaje hacia los paraísos de la cultura estadounidense, de pobres que debían, una vez más, aceptar su destino inconmovible y regresar, mansos, hacia sus chabolas y su miseria naturalizada como un destino irrevocable, de militantes despreciados y convertidos en usufructuarios de las dádivas estatales simplemente por vincular sus convicciones con su lugar de trabajo. Frases ultrajantes, impúdicas, despiadadas y violentas que, sin embargo, se dejaban caer sobre una sociedad entre confundida y anestesiada, como si no hicieran otra cosa que poner en evidencia una verdad revelada e irrefutable: el populismo kirchnerista había engañado al pueblo haciéndole creer que podía acceder a bienes sólo disponibles para los genuinos portadores de la riqueza, heraldos meritocráticos de un emprendedurismo capaz de reconstruir el “destino manifiesto” de un país saqueado por demagogos, oportunistas y corruptos que inyectaron en la plebe el deseo de acceder a lo social y económicamente vedado. Fin de la ficción y regreso a una realidad hecha de privaciones, caídas en picada, frustraciones y aceptación del orden natural. Tiempo, ahora, de gerentes y de emprendedores privados capaces de administrar los negocios del Estado de acuerdo a las demandas de “seriedad, confianza y rentabilidad” emanadas de los mercados mundiales. Se iniciaba un fabuloso saqueo de los recursos públicos, un endeudamiento antes nunca visto y una transferencia de ingresos brutalmente regresiva y todo en nombre del combate contra la bestia populista.
Frases que luego serían complementadas por verdaderas perlas del odio de clase y del rechazo a los valores “plebeyos” de una sociedad que creyó, en otra época de su travesía como nación, en quimeras igualitaristas. Me refiero, fundamentalmente, a Macri diciendo que lamentaba el destino de aquellos argentinos que “habían tenido que caer en la educación pública”. Latigazo temible y brutal que desgarraba, de un solo movimiento, décadas de cultura asociada, probablemente, a lo más valioso del acervo de una sociedad que ha ido dilapidando, en el último año y medio, sus mejores tradiciones democráticas e igualitaristas. Evidencia, también, de que el macrismo, a través del fraseo impúdico de su presidente, viene a terminar con la insolencia de aquellos que “todavía pretenden acceder a lo que no se han ganado por mérito y esfuerzo individual”. Ultraliberalismo en tiempos de regresión autoritaria que le permite a quien ha sido elegido democráticamente romper el pacto que, aún en las peores situaciones, sostuvo en la práctica y en la conciencia de la sociedad el valor de la educación pública. Para Macri, hijo del elitismo y de la ficción meritocrática (nacida siempre del dinero de los padres y de una historia hecha de injusticias, fugas de dinero, evasión impositiva, endeudamiento serial, sobre explotación y negocios espurios con el “odiado” Estado), nada peor y más funesto que “caer en la educación pública”, verdadero infierno que se devora, eso piensan y dicen los dueños de las riquezas, los impuestos de los “argentinos trabajadores”, empresarios de su propia vida, convirtiéndolos en dádivas demagógicas que alimentan un sistema fracasado.
No crea, estimado lector, que estoy exagerando la descripción. Es lo que piensan cuando hablan entre ellos y sin micrófonos de por medio y que, de vez en cuando, irrumpe como “lo real” de su discurso público, despertando la rabia de su asesor publicitario estrella que les ha enseñado a disimular lo que sienten en lo profundo de su alma de niños bien. ¿O es exagerado recordar lo que el ministro Bullrich dijo de la “campaña del desierto educativa” mientras inauguraba el ciclo lectivo en un provincia patagónica o su visión naïf del nazismo cuando, en la casa holandesa de Anna Frank, redujo la mayor barbarie exterminadora del siglo veinte a una política que no supo unir a la sociedad? ¿o Macri subiendo una foto de un maestro japonés enseñando en medio de las ruinas de la atomizada Nagazaki mientras comentaba, como al pasar, que era “un ejemplo de superación de las dificultades” (sic) sin siquiera mencionar las terribles consecuencias de la bomba atómica arrojada por los norteamericanos para acelerar el fin de la guerra y que costó la vida de más de un cuarto de millón de hombres, mujeres y niños de un Japón arrasado por una nueva furia tecno-militar justificada en nombre de la democracia y la libertad? ¿Son o se hacen? Quizás las dos cosas: son negacionistas por vocación e ideología y, al mismo tiempo, desconocedores de la historia e ignorantes despreocupados de lo esencial. Son fervorosos practicantes de una nueva forma de barbarie tecno-gerencial que se regodea en la pasteurización y la frivolización de la memoria histórica que, en el mejor de los casos, se les presenta como una mercancía a la que se le puede echar mano para seguir haciendo negocios. Todo, eso parece, les da igual: la matanza atómica, el exterminio nazi, la dictadura genocida con sus 30000 desaparecidos, la campaña del desierto y “caer en la educación pública”.
Siguiendo las pistas del discurso macrista, tratando de comprender sus dobleces e intenciones, recuerdo esa comparación entre la Argentina de la generación del Centenario que la convirtió “en el granero del mundo” y el objetivo soñado por Macri de transformarla, ahora, en “el supermercado global”. Sabemos qué significó aquel país de las vacas y las mieses, tierra de una fertilidad extraordinaria repartida entre unas pocas familias que se adecuaron perfectamente a la “división internacional del trabajo” que nos condenaba a ser productores de materias primas y eternos compradores de productos manufacturados y de tecnología; un país de estancieros que tenían la vaca atada mientras las mayorías desesperaban por encontrar una vida mejor muy lejos de las promesas de tierra y trabajo para los recién llegados. La derecha liberal siempre añoró ese tiempo convertido, gracias a su ensoñación, en una mítica promesa frustrada por el populismo y su irresponsable demagogia. Ahora, cuando son gobierno nuevamente, han doblado la apuesta y quieren ser “el supermercado del mundo”, un país de producción agrícola, con algo de industria vinculada al campo, de servicios y abierta a los caprichos del capital especulativo. Le sobran, a ese país soñado, entre 10 y 15 millones de argentinos y argentinas destinados a engrosar esa zona de exclusión en la que nada parecido al trabajo toca a esas existencias precarizadas más allá de todo límite y dignidad.
El supermercado como metáfora de una sociedad desindustrializada pero que orgullosamente puede ofrecerle, al ciudadano que traspasa el umbral de ese paraíso de consumo, que allí tendrá acceso a todas las marcas y todos los productos del ancho mundo. Realización final del “deme dos” de la plata dulce (y del plan trazado por Martínez de Hoz bajo la forma ominosa del terrorismo de Estado), recreación del primermundismo prometido por la convertibilidad menemista en la década de la hegemonía “democrática” del experimento neoliberal, fascinación ante las semejanzas del nuevo país-shopping con los centros mundiales del alto consumo para satisfacción de quienes serán parte de la fiesta. El sueño australiano en un país con el doble de habitantes y muy diferentes tradiciones culturales, sociales y políticas. Banalidad, consumismo, individualismo, meritocracia y gerenciamiento de la diversidad como estandartes de una nueva subjetividad domesticada. Un país para el goce infinito de una minoría acompañada, en su disfrute, por el resto “exitoso” de la clase media capaz de borrar de un plumazo cualquier referencia a otra historia en la que palabras como igualdad, distribución de la renta, educación pública, derechos y solidaridad sostuvieron los sueños “populistas” de esas mayorías destinadas, bajo la lógica y la ideología del supermercadismo macrista, a pulular en los vertederos de miseria de las ciudades del neoliberalismo.