El agua como una línea sinuosa en constante movimiento. El agua como un conjunto de olitas iridiscentes. El agua como un degradé. El agua como un plano turquesa. El agua como una salpicadura.

Soy ilustradora, y muchas veces me encuentro ante el desafío de dibujar el agua. Hay que decidir cómo representar algo que no tiene una forma única, que es transparente, que tiene infinitas variaciones de movimiento. David Hockney se tomó este problema formal como un proyecto. Y el tema que encontró para ponerlo en práctica es algo que todos conocemos: la pileta.

La primera vez que me crucé con la obra de Hockney fue en la biblioteca de mis viejos. El gran chapuzón ilustraba la tapa de un libro y llamó la atención de mis ojos de niña. Es que es una pintura que podría ser casi abstracta, si pensamos en esos grandes planos de color que la definen, pero que claramente muestra un trampolín, una gran salpicadura de agua, y de fondo una casa de estilo californiano con sus palmeras y una silla de director. La presencia humana está implícita, sólo sabemos que el cuerpo ya se encuentra bajo el agua: estamos en el segundo justo en el que el agua estalla por el impacto pero el cuerpo ha desaparecido bajo la superficie.

Las piletas, esos dispositivos que nos permiten apropiarnos por un rato del medio acuoso, emulando las fuentes de agua que nos da la naturaleza. Esos espacios que se usan en verano, siempre asociados a la desnudez, al calor y al sol. Tienen algo de juego, de reunión íntima: un gran cuenco para el ocio. Siempre es placentero sumergir el cuerpo en el medio acuoso, en sentirse liviana por un rato. Flotar es ocupar el espacio de una forma distinta.

Mi primera pileta fue una palangana rosa en la que chapoteaba mientras mi mamá colgaba la ropa en la terraza del edificio. Los domingos íbamos a la pileta de mi abuela, que tenía forma de riñón. Ahí nadábamos bajo el cuidado de mis tías jóvenes que tomaban sol con sus bikinis cavadas. La casa era antigua y estaba en un barrio residencial. Del otro lado del cerco, escuchábamos el llamado del heladero que pasaba en bici, las chicharras, y los chapuzones de las piletas vecinas. Más adelante tuvimos una pelopincho en el patio de mi casa: me acuerdo del dibujo de esa trama azul y celeste del fondo interrumpida con juguetes de plástico. Y ahora, siempre que puedo, acepto una invitación para zambullirme con mis hijos en alguna pileta ajena: inflo alitas de goma, grito “cuidado con el borde” o simplemente me quedo cerca manteniendo la distancia de rescate de la que habla Samantha Schweblin. Es que la maternidad resignificó toda la idea de la pileta, siempre rodeada de grititos de alegría y chapoteos, pero con un halo de alerta. Este verano, por ejemplo, después de visitar la pelopincho de mi amiga Júlia, escribí un poema: los legos flotan desarmados/ los hijos ensayan/ proezas de agua bailes de agua/ patadas voladoras de agua/ sables láser de agua/ ella trae dos Camparis/ en copas finas talladas/ y como madres tortuga/ levantamos la cabeza / de vez en cuando/ solo / si alguno tose.

Aunque presente una arquitectura un poco lejana a las piletas que habité y que habito, El gran chapuzón de Hockney me hace revivir esa atmósfera de verano y alegría. Es un chapuzón feliz, no hay ni una nube en el cielo y la pintura da la sensación de que nada va a salir mal. Tal vez porque fue pintada en la década del 60, cuando el artista se mudó a California, un lugar donde, a diferencia de su Inglaterra natal, pudo vivir con menos represión su homosexualidad. Esta y otras de sus piletas tienen una energía vibrante, de libertad. A través del dibujo, el collage fotográfico, el paper pulp (trabajo experimental con pulpa de papel) y la pintura, Hockney se puso al servicio de este tema y lo desarrolló con la obsesión de un estudioso.

Por eso, además de pasearme mentalmente por mi historia personal con las piletas, El gran chapuzón me hace pensar en el problema de la representación. Por lo general Hockney es un artista minucioso, prolijo. Hay algo calculado en toda su obra. La gran mancha que representa la salpicadura no es una mancha gestual, como podrían ser las de sus colegas estadounidenses Pollock, Kline o De Kooning, sino una mancha pintada con pincel fino, planificada, estudiada (¿prestaste atención a la delicadeza de esos hilitos de agua?).

Me gusta también pensar que esta pintura habla sobre el tiempo. ¿Cuántas horas de pincelada tras pincelada le habrán llevado a Hockney fijar en una imagen un chapuzón que en realidad dura un microsegundo? En esta obra se pone en evidencia la pintura como artificio, como herramienta para manipular la realidad.

Hace unos años asistí al taller de la poeta Laura Wittner. No me sorprendió ver en una de sus paredes algunas reproducciones de las piletas del artista británico. Es que Hockney tiene eso que agradecemos siempre a los poetas: la mirada de asombro. Se nota que está encantado por el mundo y por la vida, y eso se traslada a su intención casi obsesiva de representar las cosas. Acá hay un artista que pone su mirada única sobre algo, y esa mirada es amorosa y asombrada. ¿Cómo no va a generar amor y asombro en nosotros, cuando miramos su obra?

Mariana Ruiz Johnson es una ilustradora y autora argentina. Sus mayores intereses son el poder narrativo de la imagen, los personajes antropomorfos, el uso del color como elemento compositivo, las escenas nocturnas, la infancia, la fuerza de la naturaleza, el humor y la magia. Estudió Bellas Artes e ilustración de libros para niños. Ha publicado libros como autora e ilustradora en todos los continentes. En 2013 recibió el Premio Compostela al Álbum Ilustrado por su libro Mamá, publicado por Kalandraka y traducido a diez lenguas. En 2015 fue la ganadora del concurso internacional de libros silenciosos Silent Book Contest con el libro Mientras tú duermes, que fue publicado en Italia por Carthusia Edizioni.