Lo equívoco como símbolo tiende a la alteración saturnal del orden dado, cuando ocurre hay que salir a buscar un nuevo orden, corregirlo, dar con la enmienda, el parche. Cuando el error es una palabra mal escrita en una hoja puede convertirse en un agujero (gracias a una goma con dos banderitas o sin ellas), en un rodete neblinoso nada discreto que se queda ahí carraspeando la falla, o pasar casi inadvertido. De errores y palabras es la historia de Bette. De errores, palabras y un líquido blanco.
Bette Clair McMurray (Nesmith y Graham llegaron después) nació en Dallas y creció en San Antonio en una familia metodista, su mamá pintaba, tejía y vendía sus tejidos y su papá era empleado. A los diecisiete años era secretaria y antes de cumplir diecinueve se casó con un soldado (Warren Nesmith) que se fue a la Guerra cuando Bette estaba embarazada de su único hijo, Michael Nesmith, futuro guitarrista de The Monkees. El matrimonio duró hasta que él volvió. Separada, con un hijo y sin dinero, lloraba, pintaba puertas, ventanas y trabajaba en un banco de Dallas.
No era buena mecanógrafa pero todo empeoró cuando llegaron las máquinas de escribir eléctricas. Implacables con el error, sus hojas se deslizaban rápidamente hacia arriba, se hacían un bollo y terminaban en el cesto de basura. Hoja nueva, tiempo perdido, reto asegurado. Siempre había querido ser pintora y sabía que los pintores corregían pintando encima del error. Esa fue la primera buena idea que tuvo, la segunda: diluir témpera blanca en la batidora y ponerla en un frasco de esmalte vacío. Ese líquido mágico era su secreto, la pincelada sobre el error.
Después, y durante casi cinco años, asistida por un vendedor de pintura y un profesor de química, perfeccionó su menjunje. El secreto duró poco, sus botellitas con la etiqueta Mistake Out estaban inaugurando una fábrica. En 1956 Bette fundó en su casa Mistake Out Company, su hijo adolescente y sus amigos fueron sus primeros empleados. “Nuestro laboratorio está trabajando para crear una solución de secado más rápido”, le escribió a un cliente que no sabía que “el laboratorio” era la licuadora de su cocina. Como gastaba casi todo su sueldo en la fórmula - polímero, resina, solvente - creó una más barata que registró como Liquid Paper.
A sus jefes no les gustó que la empleada se convirtiera en inventora y la echaron en 1958 argumentando que había utilizado por error un papel con el membrete de su propia compañía. Recomendado por compañeras secretarias, su líquido corrector multiplicó ventas en poco tiempo y logró que empresas como General Electric se convirtieran en clientes. Fue entonces cuando el patio de su casa se transformó en un centro de producción, envasado y distribución. Cuatro años después se casó con un vendedor de alimentos congelados, Robert Graham.
En 1965 vendía cuatrocientas botellitas por semana de Liquid Paper, cuando contaduría ya hablaba de un millón de dólares anuales le dejó la presidencia a su marido (cuando se divorciaron en 1975 él se quedó con el cargo) y ella se ocupó de la dirección del consejo de administración. La compañía producía quinientas botellas por minuto y todos los empleados participaban en las decisiones corporativas descentralizadas inspiradas en la formación espiritual, feminista y humanista de Bette. Había guardería, espacios verdes, una biblioteca y la botellita mágica llegaba a más de treinta países. Estaba en algunas cartucheras y también se usaba para garabatear ropa, zapatillas, carteras y hasta pintaba uñas.
Vida propia para el frasco alquimista, trazo rutero de una imaginaria y futurista edición rioplatense de Liquid City de Iain Sinclair y Marc Atkins. Fuera de la magia blanca había un ex marido en la presidencia que no quería compartir nada y que trató de dejarla afuera del negocio cambiando la fórmula y robándole los derechos de la patente. No pudo. Bette, que seguía siendo la principal accionista, logró venderla antes del fraude por 47,5 millones dedólares a Gillette Corporation. Murió seis meses después, tenía cincuenta y seis años. Había creado instituciones sin fines de lucro para apoyar a mujeres ofreciendo asistencia profesional, espacios de creación artística, becas y financiación de emprendimientos.
“Hay muchos hombres ignorantes que no comprenden, nosotras debemos ser incansables y fieles a nuestra determinación. No debemos rendirnos”, le dijo a una periodista en 1977 y mientras lo decía revivía los segundos de vida que los obituarios romantizados silencian para esconder las ansias en un iglú.