Moira Pérez es doctora en filosofía, docente e investigadora. Con una trayectoria de más de 15 años reflexiona, cuestiona y se pregunta cómo funciona la violencia en la sociedad. Durante los inicios de su carrera de grado centró su trabajo en las minorías sexuales, las mujeres, sus representaciones y el activismo. En 2012 comenzó a transitar los pasillos de la Escuela Penitenciaria Nacional como docente de formación universitaria para oficiales donde pudo acercarse al proceso de producción de sujetos que ejercerán violencia como parte de una identidad institucional. En paralelo, también dictó clases a varones en el penal de Ezeiza. Abordó el mundo del sistema penal desde los dos extremos.
Sus investigaciones incomodan a cierto sector del feminismo porque parte de una perspectiva antipunitivista, que desde la urgencia que requiere resolver una situación particular es cuestionada y criticada, por conllevar otros tiempos de desarrollo y aplicación. Pérez respeta esas críticas porque la obligan a ajustar, mejorar y aportar a su perspectiva herramientas que sirvan en el mundo real y no conceptos abstractos. Sin embargo, hay otra crítica al antipunitivismo que Pérez define “muy dañina para el movimiento feminista”, que se sostiene con argumentos tales como: “no es el momento, quiebra el movimiento, hay que tener claro cuál es el enemigo, y el enemigo siempre es otro.” En ese sentido la investigadora señala: “Esa crítica es perjudicial no para mí, sino para el movimiento mismo, porque un movimiento social, teórico, político como es el feminismo, que busca la transformación social, no puede aislarse de la crítica. Tiene que tener a la autocrítica y a la reflexión sobre sus propias prácticas en el centro, en el núcleo de su trabajo”.
En nuestra sociedad la gravedad de los delitos suele medirse en base al tipo de castigo que reciben quienes los cometen. Cuando se sanciona penalmente a alguien se visibiliza de manera pública que su comportamiento no puede ser aceptado. Incluso fuera del sistema penal, toda nuestra vida se encuentra atravesada por el castigo, desde la infancia, y en cada institución por la que transitamos, el castigo se presenta como la solución a todos los conflictos. Para comprender este punto es necesario hablar de la cultura del castigo, que Pérez define como: “un conjunto de ideas y prácticas acerca de nuestras relaciones sociales, que se sostienen en la noción de que el castigo es una vía adecuada, o incluso la mejor o la única vía, para resolver los conflictos interpersonales y sociales. Lo llamamos “cultura” porque va mucho más allá de creencias individuales o instituciones concretas como el sistema penal: se expresa en la inversión económica y política en la cárcel como mecanismo de “corrección”, pero también en la costumbre de poner a un niño en penitencia. La cultura en la que vivimos es punitivista, al igual que es racista y sexista.”
¿Qué problemas presenta esta cultura del castigo?
--Hay muchos problemas que podemos señalar. Ante todo, la cultura del castigo limita el horizonte de lo imaginable y, más concretamente de lo posible. Es decir, al tratarse de una forma de pensar el mundo, orienta nuestras creencias, aquello que podemos percibir y comprender y aquello que no. Y hace muy difícil pensar en otras direcciones, por fuera del castigo. Cuando cuestionamos el castigo muchas veces se nos dice: “¿pero entonces qué hacemos? Algo hay que hacer”. Aunque hay muchas cosas que hacemos ante el conflicto que no son castigar, nos cuesta verlas debido a estas limitaciones. Y ese “algo hay que hacer” me lleva a un segundo problema: está demostrado que el castigo no sirve para resolver lo que se propondría evitar que las personas infrinjan las normas acordadas socialmente, terminar con el daño, la violencia, lograr que la gente recapacite y se transforme. Ciertas formas de castigo se justifican y legitiman alegando que van a lograr estas cosas y por eso serían una respuesta válida al “algo hay que hacer”, que tiene implícito el “algo que funcione”, pero no lo hacen. De todos modos, como se trata de un entramado cultural, persiste pese a la evidencia empírica en su contra.
¿Es posible resolver la problemática de la violencia machista apelando al castigo y al endurecimiento de penas?
--Desde la perspectiva del abolicionismo penal, mi respuesta es un rotundo no. El castigo es la respuesta que se nos ofrece. Ante casos concretos de violencia machista buscamos en lo inmediato proteger a la víctima, y la única vía que las instituciones nos ofrecen para eso es el castigo. Con frecuencia quienes rodean a la persona afectada implementan colectivamente otros mecanismos, pero sin recursos e infraestructura es muy difícil. Frente a ese panorama, es comprensible y lógico que las personas que buscan protección recurran a los mecanismos que tienen a disposición. Ahora bien, a la hora de la reflexión y del diseño de estrategias a futuro, hay que distinguir lo que hay, de lo que podría haber -o lo que hay y es minoritario o incipiente- de lo que sirve para nuestros fines: lograr el fin de la violencia machista. Una vez hechas estas distinciones, podemos empezar a abrir el espectro de imaginación y acción más allá del castigo.
¿Qué efectos tiene el castigo?
--El problema de la violencia machista es estructural y como tal la única forma de resolverlo es transformar las estructuras que habilitan la violencia. El castigo, por el contrario, lo que hace es reforzarlas: reproduce la violencia, y refuerza las condiciones en las que germina: exclusión, falta de oportunidades, sometimiento, desubjetivación, por ejemplo. Además, en estas estructuras el machismo se entrelaza con otras formas de exclusión, tales como el capacitismo, el racismo, o el clasismo, y no podemos reducir la primera sin abordar las otras. El castigo, por el contrario, las refuerza todas al contribuir a la jerarquización, marginación, e incluso descarte deciertas poblaciones.
¿Cómo salimos de la cultura del castigo, qué alternativas no punitivistas existen a la hora de enfrentar la violencia machista?
--Es un camino, largo y sinuoso, pero muy bello, que combina imaginación y práctica, lo inmediato y el largo plazo. Por un lado, trabajar sobre los límites de nuestra imaginación, hacer el esfuerzo colectivo de identificar el punitivismo en los abordajes que hemos aprendido y que se nos ofrecen a diario, y tramar formas de justicia y reparación más allá de ellos. Por otro lado, podemos desarrollar una práctica no punitivista en el día a día, en nuestras pequeñas acciones, que pueda ir preparando el terreno para un escenario por fuera de la cultura del castigo: aprender a señalar amorosamente pero con firmeza aquellas pequeñas cosas que nos hacen daño, a conversar sobre eso, a pedir disculpas, a pedir ayuda cuando ejercemos violencia y cuando nos dañan, a perdonar. Muchas veces cuando hablamos de abolicionismo penal o de antipunitivismo nos responden con los casos más extremos, pero es importante que veamos más allá de eso: la violencia sucede en muchas escalas, y el ejercicio de impedirlas puede comenzar por las más pequeñas. Con ese ejercicio, trabajamos sobre la violencia antes de que llegue a sus extremos, y nos ejercitamos en las capacidades que necesitamos para enfrentarlos. Creo que un error habitual en los abordajes sobre la violencia machista es confundir la urgencia con la exclusividad: que algo sea urgente no significa que sea lo único que puedo hacer.
¿Por qué es importante salirnos del feminismo punitivista?
--Uno de los desafíos de ese trabajo simultáneo sobre lo inmediato y la transformación a largo plazo, es que las estrategias de respuesta a la urgencia no obstaculicen la transformación más profunda. Y creo que esto es lo que sucede con el feminismo punitivista. Más allá de todas las discusiones sobre qué es exactamente “el feminismo”, observando lo que han hecho y dicho personas que se identifican como feministas, podemos decir que se trata de un movimiento que busca la transformación social, y en particular una que cambie las condiciones de vida de las mujeres. Y no creo que sea posible lograr estos objetivos a través de la vía punitiva. La transformación y la no repetición, que están en la base de todo movimiento de justicia social, no se van a dar mientras las condiciones estructurales no cambien; no se van a lograr aislando a lo que identificamos como “manzanas podridas”, ni invirtiendo en el miedo como pedagogía, ni mucho menos dándole a un Estado la potestad de “resolver” nuestros problemas a través de su brazo represivo. El punitivismo en manos del Estado es una forma de administrar la población, y como tal afecta a todos los sujetos, incluidas las mujeres. El feminismo que invierte en la vía punitiva estatal -pidiendo más cárcel, nuevas figuras penales, menos garantías- está invirtiendo en un sistema clasista, racista, colonialista, que sirve para reafirmar los márgenes de inclusión y exclusión, para deshacerse de una población excedente, para sostener un status quo. Por consiguiente, está invirtiendo en un sistema que perjudica a las mujeres -aunque no a todas de la misma forma, claro- y que va en la dirección exactamente contraria al cambio social integral que propone como movimiento. Por este y otros motivos, personalmente me interesa pensar la justicia social como un fin y el feminismo como tan solo un medio entre otros, en lugar de ubicar al feminismo como el fin y la única identidad aceptable o el único lenguaje legítimo para pensar la justicia.
Cuando la justicia no responde o cuando las víctimas/sobrevivientes de violencia machista, por el motivo que fuera, no transitan un proceso judicial, la salida parece ser el escrache, la denuncia pública. ¿Qué consecuencias trae esto? ¿Hay reparación?
--Como decía, la vía punitiva se da en gran medida por la falta de otras alternativas. En el caso del escrache, muchas personas lo eligen porque no han encontrado respuesta en la justicia u otras instituciones o porque entienden, por saberes propios y colectivos, que esas vías no harán lugar a sus demandas. La crítica entonces, desde estas perspectivas, no sería al punitivismo del sistema penal, sino a su carácter patriarcal y sus sesgos machistas. Si consideramos al punitivismo como un problema, la vía del escrache deja de ser una solución deseable desde el punto de vista colectivo o como estrategia de los movimientos sociales, más allá de que individualmente es comprensible que una persona en una situación puntual decida hacerlo. Vengo siguiendo los distintos estudios empíricos que se están haciendo en Latinoamérica en relación con los escraches, y los resultados que arrojan hasta el momento muestran que en términos generales -obviamente hay excepciones- los escraches no nos acercarían a lo que concebimos como justicia. Qué se entiende por reparación es muy subjetivo: puede ir desde la descarga visceral de un malestar, hasta ver que la persona es apartada de sus espacios y rechazada por su entorno, hasta poder dejar atrás esa experiencia y rearmar nuestra vida. Por lo que se viene analizando hasta ahora, algunas de estas cosas se han logrado con los escraches, y otras no. Sobre todo, no tenemos claro todavía cuáles son las repercusiones a mediano plazo de un escrache para la mejora de las condiciones de vida o la sanación de quien escracha, y la transformación subjetiva de la persona escrachada, pero parecería que son muy escasas. Y, como decía, al apuntar al caso individual, e invertir en una pedagogía del miedo, no se aporta realmente a transformar la cultura machista.
¿Qué opinás sobre la cultura de la cancelación? ¿Es peligrosa?
--Es una cuestión sumamente compleja con muchísimos aspectos que se entrelazan, algunos muy problemáticos y otros con potencial transformador. Primero, que el hecho de reducir la difusión de discursos de odio y violencia simbólica es un paso importante en un contexto en el que, a través de redes sociales y otras plataformas, este veneno se esparce como reguero de pólvora y su divulgación no hace más que reclutar más adhesiones -como es el caso de los discursos TERF-. Por otro lado, en línea con lo que decía antes, “cancelar” a alguien no habilita instancias de transformación, ni se suele interpelar a la persona a que lo haga. Muchas veces, incluso, se critica a quienes llevan adelante un proceso de revisión de prácticas diciendo que están haciéndolo solamente por moda o para quedar bien. Me resulta difícil imaginar cómo podemos buscar y trabajar por la justicia social, sin creer que la transformación subjetiva es posible. Entiendo que muchas personas no quieran hacer la tarea de acompañar los procesos de transformación de alguien que ha ejercido violencia, pero no puedo entender que se critique a quienes sí lo hacen. Pero además de estos dos puntos, está el hecho de que la expresión “cancelación” ha sido reapropiada por las derechas que se resisten a criticar o cambiar sus prácticas racistas, sexistas, etcétera, con el argumento de la libertad de expresión. Entonces nos encontramos en una encerrona entre una práctica punitivista de “cancelación” inmediata, irrestricta, y que es poco más que autosatisfactoria -quien cancela se siente bien porque demuestra públicamente que está “del lado de los buenos”- y una práctica reaccionaria de invocar la libertad de expresión o “abrir el debate” como argumentos falaces para ejercer y difundir violencia. No tengo respuestas, pero sí sé que en algún punto intermedio debe haber un espacio para la crítica y la autocrítica, la responsabilización por las propias acciones y el acompañamiento a otres en una transformación que es a la vez individual y colectiva.