La miniserie británica La serpiente, uno de los últimos estrenos de Netflix, se posiciona en un lugar inusual para las narrativas sobre asesinos seriales. Incluso expande y repiensa el concepto mismo del serial killer tal como lo definió la obsesión de la cultura norteamericana por la psicología de estos criminales. La serpiente se encabalga en algunos tópicos del true crime para la definición de su estructura narrativa, sobre todo en la dosificación de la información y el trabajo con los diversos puntos de vista, pero no deja de ser una ficción sobre el periplo criminal por Oriente de Charles Sobhraj, estafador y traficante de diamantes que se convirtió en el terror de los viajeros del Hippie Trail en la década de los 70. Y allí está la clave de la miniserie escrita por Richard Warlow y Toby Finlay, que recoge un fresco de aquellos años como algo más que el escenario en el que se mueve el asesino o el termómetro de las tensiones que lo configuran como síntoma. La serpiente plantea una consciente amalgama entre una época y una serie de pérdidas y desengaños generacionales que formaron el teatro perfecto para quien sería el verdugo de aquellos deseos insatisfechos.
La historia comienza a mediados de los 70 cuando el hipismo ya había mostrado el límite de sus propios sueños. Los crímenes del clan Manson, el crepúsculo de la Guerra de Vietnam, Oriente convertido en un escenario de combate tras la crisis del petróleo en el 73 y los procesos de descolonización, una era de búsquedas más allá de lo conocido. Charles Sobhraj, hijo de padre indio y madre vietnamita, criado en la Francia posterior a la guerra de Argelia, se aventura a Oriente en la construcción de una nueva identidad, definida por el trazo opaco del resentimiento. Quien lo interpreta es Tahar Rahim, descendiente de argelinos, sin ningún amague de estridencia sino con ese impertérrita contención que define a los psicópatas. Portador desde el inicio del nombre de Alain Gautier, una especie de alter ego que define su impostura como personalidad, se apropia de aquellos rasgos esquivos que Patricia Highsmith le había regalado a Tom Ripley, otro hombre despreciado devenido en impiadoso asesino.
La decisión de esquivar el punto de vista del protagonista le brinda a la serie una confección laberíntica y fascinante, dominada menos por la progresión temporal que por las voces encontradas de sus víctimas y sus perseguidores. En la primera parte, cada episodio nos pone en foco una de las figuras que formaron parte de su órbita, algunos de los viajeros que empezaron como amigos de esas fiestas interminables en Tailandia y terminaron en el listado de daños colaterales, y otros personajes más esquivos, cómplices seducidos por su hipnosis, por esa buena vida prometida, por ese desafío a las normas de un mundo decidido a excluirlos. Ello ocurre con Monique, también alter ego de Marie-Andrée Leclerc (interpretada por la británica Jenna Coleman), una turista canadiense que encuentra en su asociación amorosa y delictiva con el nuevo Gautier la salida a esa pacatería asfixiante de su crianza en Quebec. Y algo de ello también ocurre con el desgraciado Dominique, un niño mimado de familia francesa que se aventura a Oriente para encontrar su rostro más oscuro en la servidumbre a la que lo somete su nuevo “amigo”.
Es esa subcultura de la errancia más allá de las fronteras, que el hipismo de los 60 estableció como horizonte para una juventud con sed de nuevas experiencias, la que La serpiente retuerce en el retrato de su inesperado revés. El mundo de los 70, con los ideales en crisis y el capitalismo en plena transición, dejó a la deriva esas búsquedas y edificó el rostro de su predador en esos huecos. En varias ocasiones Charles Sobhraj, ya convertido en Alain Gautier, enraíza su supervivencia en el desprecio padecido por sus rasgos árabes, en la necesidad de tener dinero para conquistar poder, en las drogas que administra a sus víctimas para mantenerlas bajo su órbita como una forma de asumir un dominio que ese mundo blanco le negó de entrada. Es ese pasaje en el que parecen cambiarse las reglas el que Warlow y Finlay expanden antes que brindarle glamour a su personaje como la clave de su eficacia. Y por ello esos años 70 están concebidos con los colores de un sueño psicodélico convertido en pesadilla atroz, la amistad camino a la muerte y la aventura encerrada en una fiesta devenida en prisión.
La serie no generó demasiado impacto en su estreno en la BBC en enero de este año. Sin embargo sus posteriores apariciones en iPlayer y en Netflix la convirtieron en una pequeña sensación a partir del boca en boca. El atractivo de la propuesta estaba justamente en la renuncia a intentar dilucidar al personaje y en la mirada sobre el tiempo que lo acogía, en esas idas y vueltas sobre el corredor de los 70, desde la perspectiva de los agentes involuntarios que permitieron su emergencia. Y en ese recorrido la clave está en el asomo de los primeros indicios para quien sería su perseguidor más inesperado, un funcionario gris de la embajada holandesa en Bangkok. La idea de despojar al investigador de atributos excepcionales le permite a Warlow y Finlay el culto de la persistente casualidad, que descubre en el asomo de esa pesquisa la intervención del azar o de la propia confianza de Sobhraj de que podía quedar impune. “Por buenos que sean para atraparme, siempre seré mejor escapando” afirma Charles ya en una de sus primeras fugas.
Herman Knippenberg (Billy Howle) es el tercer secretario de la embajada holandesa en Tailandia, confinado al escritorio y los papeles, preocupado por mantener las expectativas de su carrera diplomática y la felicidad de su reciente matrimonio. Sin embargo, algo lo conmueve en una carta que llega a la embajada pidiendo información sobre una pareja de turistas extraviados. Algo lo empuja a seguir su rastro y a dar con el de Charles, camuflado en una de sus tantas identidades y seguro de su arte para ser otro sin ser ninguno. En última instancia, a Herman lo impulsa la misma búsqueda de sentido que a los jóvenes hippies que anhelaban trascendencia en las drogas o las religiones de ese Oriente atávico, un sentido para una tarea anodina y rutinaria, para una carrera de protocolos y ceremoniales. La condición de outsider del propio Herman en la lógica de la diplomacia, cuyos funcionarios bregan por alejarse de conflictos mientras juegan al tenis y firman documentos, lo hermana con esa némesis a la que persigue como su lejana sombra.
La miniserie despliega un juego temporal que permite armar la historia como un extraño rompecabezas en el que siempre parecen faltar piezas. Viajamos al pasado para seguir los pasos de las potenciales víctimas de Sobhraj, su llegada a ese paraíso prometido de libertad y descubrimiento, el encuentro con un espacio de fraternidad, el desenlace en el que ese intento de perder las ataduras de su origen se convierte en la total desaparición. Y en el presente destejemos la tímida indagatoria de Knippenberg, a tientas entre las burlas e indiferencias tanto de la policía tailandesa como de sus propios colegas diplomáticos. Es ese mundo en el que la reinvención que los jóvenes turistas persiguen en India o Nepal resulta el artilugio perfecto para la elusión de Sobhraj, aquel en el que Knippenberg intenta hacer pie, convencer a ese entorno ocupado en negocios y acuerdos de subsistencia política de que detrás de esas repentinas desapariciones hay algo macabro. Sobhraj parece haber cumplido ese sueño dorado de todos los viajeros de su generación, ser efectivamente otro, borrar su pasado, los trazos de la humillación de su origen, comprar la ilusión de ser parte de ese mundo que antes lo miraba con sospecha.
“Rahim lo interpreta con una calma sociópata y pegajosa, como un muñeco Ken disfrazado de gigoló de los 70” escribía uno de los críticos de The Guardian sobre la fascinante interpretación de Tahar Rahim. La tentación de la exuberancia o el grotesco estaban a la vuelta de la esquina, sobre todo porque Sobhraj es un personaje perfecto para esa representación, el peinado espeso, los anteojos grandes, esa actitud distante y algo magnética. Rahim lo despoja de ese glamour que hermana a los asesinos seriales con estrellas chillonas y provocadoras. Contagia algo de esa espesura dramática que consiguió en su primera gran aparición en el cine, allá 2009, en Un profeta, de Jacques Audiard. Detenido y encarcelado en un pabellón bajo el dominio de la mafia corsa, su Malik El Djebena conseguía sobrevivir gracias a su astucia para integrarse a ese ambiente hostil. Despreciado por su raza y su religión, el recién llegado a la prisión francesa, dominada por estructuras de poder invisibles pero impenetrables, conseguía hacerse alguien donde no era nadie, camuflar sus temores en su esquiva mirada, la venganza en el silencio.
Toda la trayectoria de Tahar Rahim está construida en función del equilibrio de las contradicciones internas de sus personajes, a los que dota de profundidad sin convertirlos nunca en la caricatura de su propio origen. Proveniente de una familia de inmigrantes de la región de Orán, el actor forjó su cinefilia como un escape a sus estudios de computación hasta que se convenció de que su pasión era su destino e ingresó en la Universidad Paul Valéry de Montpellier. Después de su éxito bajo las órdenes de Audiard se consagró en la extraordinaria y demoledora Perder la razón (2012) del belga Joachim Lafosse, que recorre el progresivo deterioro de un entorno familiar que deriva en una irremediable tragedia. Si bien la película se concentra en la implosión del personaje femenino –interpretado por Émilie Dequenne, aquella actriz de Roseta de los Dardenne-, Rahim dota a su joven Mounir de una progresiva oscuridad en sintonía con su integración al mundo francés, el dominio simbólico de su tutor y el extravío de sus raíces. Incluso en sus papeles más arraigados en el melodrama romántico, como en Grand Central (2013) junto a Léa Seydoux o en Los anarquistas (2015) con Adèle Exarchopoulos, Rahim ofrece esa persistente escisión entre la pertenencia y el desarraigo, entre la voluntaria conquista de la aceptación y la subterránea consciencia de su inevitable desplazamiento.
La última película que lo tiene como protagonista junto a Jodie Foster y Benjamin Cumberbatch, El mauritano (2021) –que se estrenó hace unas semanas en streaming-, lo muestra como un prisionero de Guantánamo, detenido en Mauritania en el tiempo de la caza de Osama Bin Laden, y luego convertido en uno de los emblemáticos presos sin condena de la gesta de Estados Unidos contra el terrorismo internacional. Pese a que la película pone el foco en la perversión del sistema y el accionar heroico de la abogada de causas humanitarias que interpreta Foster, Rahim eleva a su personaje más allá del previsible martirio. Su dignidad crece en los instantes de desconfianza de sus repentinos benefactores, más incluso que en la resistencia a sus captores. Y casi como el reverso de Sobhraj, que consigna la impostura como forma de supervivencia, su Mohamedou Ould Slahi resiste buscando los retazos de su interior en un sistema de tortura y encarcelamiento que insiste en convertirlo en otro. Los matices de esa identidad en disputa se vislumbran en su gestualidad, tanto cuando da vida a ese asesino de pantalones anchos y lentes de carey como al prisionero de guerra encadenado a una sucia celda.
La escritora Julie Clarke, autora junto a Richard Neville de La vida y los crímenes de Charles Sobrahj (1980), todavía recuerda los escalofríos que sentía en las entrevistas con el detenido en la prisión de Tihar en Nueva Delhi. “Richard [Neville] y yo teníamos pesadillas en las que Sobhraj nos perseguía o aparecía repentinamente en nuestra habitación. No ayudó que sus espeluznantes emisarios llegaran a todas horas con misivas escritas a mano. Una noche apareció una broca a través de la puerta de madera de nuestra habitación. Esa era su forma nada sutil de decirnos que estábamos bajo vigilancia”. Ese halo de terror que expandió Sobhraj luego del conocimiento público de sus crímenes y de la configuración de su personaje mediático es el que la miniserie entreteje como atmósfera del relato, opresivo y laberíntico, diseñado como un velo tóxico y omnipresente que se instala como una presencia atenta a nuestras debilidades, a nuestra tentación de sumarnos a su devota corte, a su ideal de celebración interminable. Un mundo filoso y desencantado, de promesas rotas y deseos incumplidos, que dio a luz las más temibles sombras.