El paladín del anacronismo es un cincuentón que profesa un odio hacia la película alemana de los dos ángeles (Damiel y Cassiel) por “su empalagosa apología de la inocencia”. Savoy, el protagonista de La mitad fantasma (Literatura Random House) de Alan Pauls, es una especie de espía ingenioso y cruel que, aunque no necesita mudarse, le gusta visitar departamentos en alquiler y deslizarse en los pliegues menos evidentes del mundo a escudriñar. También compra cosas viejas y bichos embalsamados en una plataforma de comercio electrónico. Su reticencia tecnológica encuentra un límite, como si fuera un personaje que apenas logra poner un pie en el estribo del tren --su computadora y el teléfono móvil--, mientras el otro queda flotando en el aire vertiginoso de un tiempo que él no termina de asimilar. La irrupción de Carla, una treintañera nómade que viaja por el mundo cuidando casas, mascotas o plantas de marihuana, quiebra el último bastión de resistencia de un hombre que se enamora fatalmente.
La mitad fantasma es el regreso de Pauls a la novela ocho años después de Historia del dinero (2013), el cierre de la trilogía que había empezado con Historia del llanto (2007) y que continuó con Historia del pelo (2010). El autor de El pasado, con la que ganó el Premio Herralde en 2003 y que fue adaptada al cine por Héctor Babenco en 2007, terminó su última novela en marzo del año pasado en Berlín, la ciudad donde está viviendo desde que ganó la beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD, según sus siglas en alemán). Además de las novelas El pudor del pornógrafo (1984), El coloquio (1990) y Wasabi (1994), es autor de los ensayos El factor Borges (1996), La vida descalzo (2006), Temas lentos (2012) y Trance (2019). En una breve visita por Buenos Aires, el escritor, crítico y periodista, que fue jefe de redacción de la revista Página/30 y subeditor del suplemento cultural Radar, habló con Página/12 de las sustancias tóxicas de su educación sentimental, como Las alas del deseo de Wim Wenders, y de su condición de “fan traicionado” de Julio Cortázar, entre otras cuestiones.
-En “La mitad fantasma” hay una escena en un restaurante, donde Savoy observa unos fideos cortados a tijera, que se podría asociar a la magdalena proustiana. Hay algo en tu escritura que remite a Proust, ¿no?
-En esa escena no. Esa escena giraba alrededor de la imagen de la tijera, que me parecía la síntesis de la imagen surrealista del encuentro de la mesa de disección con la máquina de coser. Aquí era el encuentro entre los tallarines y la tijera de cocina porque esa imagen es un poco extravagante, o por lo menos así la mira Savoy; pero no me da la impresión de que desencadene ningún proceso como sí desencadena la magdalena de Proust; es más una postal de ese pequeño álbum romántico que atesora Savoy de esas cinco semanas que pasa con Carla. Pero sí reconozco el proustismo en muchas otras cosas en la novela, empezando por mi debilidad por las frases largas, las incisas, los paréntesis y las idas por las ramas.
-¿Ese proustismo estuvo siempre en tu escritura?
-En Wasabi empecé a meterme en ese laberinto. Antes de eso no tenía mucha idea de cuál quería que fuera mi frase; eso es lo que uno va buscando a medida que escribe: la frase. A partir de Wasabi y ya muy claramente en El pasado está la decisión de trabajar con esas frases muy hospitalarias.
-¿Por qué “La mitad fantasma” es una novela que tiene una materialidad dada por las tecnologías?
-Me gusta escribir sobre problemas. En la novela, la tecnología tiene una dimensión material aun cuando esa dimensión sea solo la de la materialidad del contratiempo, lo que sale mal, lo que tarda más tiempo del que debería tardar; hay cierta condición trabada, que es algo que caracteriza al mundo de Savoy porque uno supone que el mundo de Carla es mucho más fluido en la relación con la tecnología. Donde ese mundo se vuelve particularmente obstructivo es en la relación amorosa, más allá de que Carla sea una tecnófila y Savoy sea alguien que perdió el tren.
-¿Savoy es un personaje anacrónico respecto de las tecnologías?
-Sí, es alguien que no nació en ese mundo y sobre todo es alguien que tolera mal esa especie de entusiasmo por default que parece acompañar a las nuevas tecnologías. Lo enferma no sólo el hecho evidente de que no da pie con bola con esos instrumentos, sino que esos instrumentos, que se ve obligado a usar por consenso, vienen acompañados de una especie de ideología del optimismo que él no comparte. Ahí es donde él, aun siendo un torpe y un anacrónico, tiene algo que decir. En tanto anacrónico, puede percibir esa especie de entusiasmo ideológico y desmontarlo en sí mismo, independientemente del grado de eficacia que los instrumentos tecnológicos tienen en el mundo real.
-Una cuestión que trabaja la novela tiene que ver con la educación sentimental de Savoy, que se siente engañado por Wim Wenders y la película “Las alas del deseo”. ¿Qué pasa con la educación sentimental cuando es vista desde la distancia temporal?
-Algo que me interesa mucho (que ya estaba en Historia del llanto) es qué hace uno con las cosas tóxicas que lo formaron o con las cosas que lo formaron y que despiden cierta sustancia tóxica que uno no advirtió en el momento en que las tomaba. ¿Qué hace uno con toda la mierda que lo formó? Cuando digo toda la “mierda”, digo desde las cosas que uno creía que eran geniales y que treinta años más tarde se da cuenta de que eran más bien mediocres, hasta la “mierda” en el sentido de las cosas no valoradas, subvaluadas; las cosas que uno consideraba que eran gustos más bastardos, menos cultivados, básicamente para mí, nacido en 1959, todo lo que era la cultura de masas: toda la televisión de los años 60 que consumí como un fanático. En el caso Wenders pasa otra cosa: cómo alguien genial, como fue genial para Savoy, como fue genial para mí (como sigue siendo genial porque Wenders es un cineasta que hasta Las alas del deseo tiene media docena de películas geniales), en los años 80, que fueron muy difíciles para los cineastas, tiene una especie de colapso a partir de su internacionalización y la consagración de cierto tipo de relación entre la imagen y el cine que para mí lo destruye. Después de Las alas del deseo, Wenders no vuelve a hacer una buena película; cada vez patina más en una especie de vulgaridad artística. Savoy actúa como un groupie que idolatra a su ídolo, pero que apenas el ídolo hace algo que se sale del curso, el fan le clava el puñal por la espalda. Savoy reflexiona muchos años después sobre la película y lo que dice es bastante atinado, en el sentido de que Wenders inventa una especie de humanismo universal que a Savoy le resulta un poco irritante; una especie de amor casi cristiano de esos personajes por los demás, pero a la vez los personajes no intervienen en aquellos que les suscitan compasión. Hay algo ahí complicado políticamente y en ese punto se toca mi biografía con la de Savoy.
-¿Quién sería el Wim Wenders en la literatura? ¿Qué escritor te generó una atracción de fan y después te resultó irritante?
-Cortázar puede entrar en ese orden de decepción, pero también tiene su matiz propio porque es un escritor que leí muy joven y fue super importante para mí, sobre todo en el sentido de por un lado derivarme a otras lecturas (es un escritor que te hace leer muchas otras cosas) y por otro lado como promotor de escritura, porque todos en algún momento empezamos escribiendo “algo como Cortázar”. Yo recuerdo mucho el descubrimiento del gerundio; Cortázar era como el maestro del gerundio. Usar los gerundios como los usaba Cortázar en el mercado de la redacción escolar era lo primero que te tachaban. Ahí había algo interesante: cómo un escritor te inoculaba el uso automático del gerundio, que era como la “marca Cortázar” inconfundible, y la escuela te lo bochaba. El uso literario de la lengua no necesariamente era el uso de la lengua materna tal como la enseñaban en la institución escolar; ese problema era interesante para cualquiera que estuviera interesado en las palabras. Cortázar es un escritor que se quedó muy rápidamente sin combustible en términos literarios, como si en un momento hubiera sido muy fácil notar sus insuficiencias, cierto desvalimiento que él mismo a partir de los años 70 empezaba a tratar de subsanar con el Cortázar más politizado. Aun cuando yo participaba mucho de la efervescencia política del 73 y 74, me acuerdo que cuando lo veía a Cortázar luciendo el uniforme de la guerrilla, me preguntaba: ¿es necesario esto? Había algo en Cortázar que me parecía una tentativa medio desesperada de reconvertirse. Eso producía una cierta decepción, cierta distancia y cierta desconfianza; todo lo contrario de lo que uno profesa a un ídolo. Con Cortázar hay un problema y es que nunca tengo la distancia justa... en cierto sentido creo que sigo siendo un fan traicionado. Y al ser un fan traicionado quizá sigo siendo un fan, ¿no? Una especie de “lado B” del fan. Cortázar no es un escritor que le recomendaría a un cachorro que me dice: “quiero escribir”. Le diría leé a Felisberto Hernández, un escritor que no puede decepcionar y que no está ligado a su época, a diferencia de Cortázar que era muy sensible a su época.
-Aunque no sea el tema principal, la novela trabaja con todos estos materiales residuales de las influencias sentimentales de Savoy...
-Me parece que es muy importante la invasión musical, el modo en que la música te envenena porque no podés oponer resistencia. Hay una especie de educación sentimental que está compuesta un cincuenta por ciento por Stendhal y un cincuenta por ciento por Nicola Di Bari. Pero yo tardé mucho más en reconocer el componente Nicola Di Bari que el componente Stendhal. Yo me acuerdo mucho de la película de (Françoise) Truffaut, La mujer de al lado. El personaje que interpreta Fanny Ardant intenta suicidarse porque la relación de amantes con (Gérard) Depardieu no está funcionando y alguien la va a visitar al hospital y le pregunta cómo está y ella dice: “lo único que puedo pensar es en las canciones más vulgares que se escuchan por la radio”. Y lo que dicen esas canciones es “no me abandones” ... Cuando vi esa escena me tocó de una manera muy particular y en ese momento pensé: lo que ella dice de las canciones es lo que yo siento respecto de una película muy melodramática, que está basada en los lugares comunes del melodrama de amores no correspondidos que uno puede imaginar. O sea que Truffaut está haciendo con el cine y el melodrama lo mismo que hace Fanny Ardant con la canción francesa más comercial. A la hora de desasnarme de esto fue muy importante el encuentro con (Manuel) Puig. Toda la literatura de Puig es el escaneo de cómo las fuerzas de la alta cultura y las fuerzas de la cultura popular operan como un tándem.
-Savoy llora cuando ve el kit de pileta que Carla le dejó. Lo interesante es cómo alguien que se creía superado en cuestiones del amor termina viviendo el melodrama del amor. ¿Savoy podría ser una especie de personaje de Puig en el siglo XXI?
-Puede ser... lo que me gusta de Savoy es que todavía resiste a lo sentimental. Savoy podría ser un personaje de Puig, pero los personajes de Puig tienen una relación más suicida con lo sentimental... Ahora que lo pienso es cierto que Savoy tiene una relación suicida con lo sentimental, en el sentido de que en un momento da un paso, toma una decisión y no se sabe muy bien si es suicida literalmente o no; pero hay algo que se pone en peligro. Lo que me interesa es una especie de lucha que hay en Savoy todavía con lo sentimental, con el mundo de la pasión, que le resulta intolerable y al mismo tiempo es algo que no puede dejar de hacer. Me encantaría que Savoy fuese una especie de personaje descarriado de Puig. Pero lo veo demasiado cis, muy identificado con su propio género.
-Cuando tiene que completar un captcha, Savoy observa algo muy pertinente: no hay nada más humano que el error.
-Si se equivoca en el captcha, esa tendría que ser la señal de que no es un robot: el hecho de que se equivoque, no el hecho de que lo hace bien. El tipo puede ser torpe y uno puede burlarse de él, pero es interesante que diga que si el captcha es lo que decide si el que está operando es humano o no, equivocarse tendría que ser la prueba de que es humano porque una máquina no se equivocaría. Te podés reír de sus contratiempos, pero al mismo tiempo cada uno de esos contratiempos va acompañado de un cierto insight que no es descabellado.
-¿Te reías cuando escribías sobre los contratiempos de Savoy?
-Sí, para mí es una novela muy cómica, por momentos hay algo casi chaplinesco o medio de (Jacques) Tati. Yo veía mucho al señor Hulot en el personaje de Savoy, alguien que está siempre fuera de lugar, en un mundo que para él es un mundo hecho de murmullos, como es el sonido en las películas de Tati, que nunca se entiende el idioma que hablan los personajes. El problema que me presentaba la novela era cómo hacer para que fuera cómica e intensa a la vez. (Samuel) Beckett para mí es extraordinariamente cómico y super denso. O (Witold) Gombrowicz, que es un escritor que me gusta mucho. Ese mix me parece muy difícil y me encanta probarlo, aún si me equivoco.