Hubo un momento en el que la humanidad perdió la fe en eso que llamaba la realidad y empezó a creer solo en la proliferación infinita de imágenes. Fue el tiempo del simulacro al poder. La red social que consagró el fragmento como fetiche fue Instagram donde, como dijo Bifo Berardi, todo se convirtió en cifras, algoritmos, ferocidad matemática y acumulación de nada.

Sin embargo, lejos de un tráfico fluido de pantallas, la dinámica de control sobre lo que se puede y no ver conjuga arbitrariedad, vigilancia, precarización y homofobia. Eso lo sabe muy bien Ana Harff, una fotógrafa brasileña que vive en Argentina hace más de 10 años y que hizo de los desnudos su marca estilística. Antes de dedicarse a la fotografía trabajó subtitulando al portugués películas pornográficas para Playboy y For Men, donde el cuerpo de las mujeres permanecía perenne a la cosificación machista. La exposición sostenida a ese tipo de imágenes la impulsó a darle forma a sus dos primeros proyectos fotográficos: Única y Ser gorda, “Al estar expuesta de forma permanentemente a esas imágenes empecé a ver las cosas que a mí me incomodaban desde antes sobre cómo es mostrada la sexualidad femenina, pero que quizá no podía terminar de ponerle un nombre. Esa mujer siempre disponible, multiorgásmica, no tenía que ver con mi realidad ni con la de muchas mujeres que conocía. Las imágenes que menos rechazo me causaban eran las escenas entre dos mujeres, porque ahí se notaba al conocimiento del cuerpo femenino de las actrices, más allá de la indicación del director, o la dominación masculina que puede ejercer el propio espectador a través de su mirada. A partir de esa incomodidad, comencé a explorar el cuerpo de la mujer en mis proyectos fotográficos, me vinculé con las corporalidades femeninas que había en mi entorno, y más tarde llegaron las corrientes feministas como resultado de ese trabajo de registro que como una intención previa. Sentí la necesidad de que el cuerpo de la mujer tenga más libertades y menos miradas que la objetiven. Mostrar el cuerpo desnudo desde otro ángulo, que no sea el consumo erótico o sexualizado. Empecé a convocar a encuentros colectivos, y discutir cuestiones referidas a las expectativas sociales sobre nuestros propios cuerpos. Con el paso de los años Única se convirtió en un divisor de aguas para mí: entré de cabeza al feminismo y de a poco la serie salió de su formato individual para un formato colectivo, un encuentro de mujeres. Con distintas edades, nacionalidades y experiencias de vida, nos unimos con un mismo propósito: contar nuestras historias a través de nuestros cuerpos, a través de nuestras luchas como mujeres. Apropiarse de nuestros cuerpos es quizá la batalla más difícil de todas. En ambos proyectos se tematizaban las corporalidades diversas y los modos de adueñarse de la propia imagen”, señala Ana.

Las fotografías que subió a su cuenta de Instagram no tardaron en ser censuradas una y otra vez, a pesar del cubrir pezones y genitales. La frustración permanente y la curiosidad sobre cuáles eran los criterios para que sus imágenes salieran de circulación la llevó a crear una cuenta fantasma, sin seguidores, donde las imágenes también eran vetadas ni bien las subía. Esto echó por tierra su idea de que las imágenes que se levantaban de las redes eran las que se denunciaban desde otras cuentas, como las plataformas quieren hacernos creer. De a poco, Ana se fue convirtiendo casi en una experta sobre cómo funcionaban los algoritmos de censura y quién estaba realmente detrás del veto. “El algoritmo es un gran filtro para determinar si una imagen va a pasar por una moderación humana o no. El mismo algoritmo puede tomar la decisión de eliminar automáticamente una imagen”

De la serie Ser gorda

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Una de las artistas y ensayistas más influyentes del último tiempo es la alemana Hito Steyerl, quien ha centrado sus investigaciones en el uso de las imágenes y las tecnologías como dispositivos de control (una especie de Foucault siglo XXI). En Arte Duty Free, libro publicado por la editorial Caja Negra, Steyerl profundiza en aspectos poco conocidos de algo tan cotidiano como las imágenes captadas con nuestros teléfonos celulares. En uno de sus ensayos cuenta, a partir del diálogo con un programador que trabaja en el diseño de tecnologías para cámaras de smartphones, que la mala calidad de los aparatos hace que una gran cantidad de datos captados por el sensor de la cámara sean reconocidos como lo que ella denomina “ruido de las imágenes”, es decir deshechos de la imagen que son limpiados por el algoritmo que detecta qué es lo que supuestamente quisimos sacar. “El algoritmo escanea en su totalidad las otras imágenes guardadas en el teléfono o en nuestras redes sociales y examina a nuestros contactos. Analiza las fotos que ya tomamos, o aquellas asociadas a nosotros, e intenta identificar rostros y formas para volver a vincularlos. Al comparar lo que ya fotografiamos, el algoritmo predice lo que podríamos haber querido fotografiar esta vez. Crea la imagen presente sobre la base de imágenes anteriores, en nuestra/su memoria. Este nuevo paradigma se llama fotografía computacional. El resultado puede ser una imagen de algo que nunca existió, pero que el algoritmo piensa que nos podría gustar ver”, señala Steyerl.

Ahora bien, en sociedades de vigilancia y control como las contemporáneas, esa selección no es ingenua y hasta incluso llega a contemplar el control a distancia de los dispositivos para poder apagarlos en el caso de que intenten registrar imágenes inconvenientes como, por ejemplo, protestas contra los gobiernos (algo parecido a lo que vimos en la serie Years and Years cuando el régimen fascista conducido por una malísima Emma Thompson bloquea los celulares para que no se registren los nuevos campos de concentración para migrantes.). “Un dispositivo podría ser programado para autopixelar, borrar o bloquear contenidos secretos, sexuales o con copyright. Podría combinarse con los así llamados dick algorithm [algoritmos de penes] para eliminar el contenido nsfw (Not Safe/Suitable for Work: no seguro/apropiado para el trabajo), modificar automáticamente el vello púbico, amoldar u omitir cuerpos, intercambiar o combinar contextos, o insertar anuncios geolocalizados, ventanas pop-up o feeds en vivo”, describe en el ensayo.

Si bien, al igual que Ana Harff en un comienzo, mucha gente piensa que cuando una imagen es eliminada de las redes sociales se trata de denuncias de otras personas, lo real es que solo el 10 por ciento de las imágenes eliminadas son denunciadas. El otro 90 por ciento se trata de lo que comúnmente se llama moderación humana, es decir, decenas de empresas tercerizadas, donde Facebook o Instagram no tiene ningún seguimiento sobre cómo se hacen los entrenamientos de los empleados. Harff, que se fue metiendo en el tema a la fuerza de censura permanente que sufrieron sus fotografías cuenta que “La mayoría de esos empleados provienen de países con una alta tasa de crímenes por motivos de orientación sexual, donde la homosexualidad es considerada un delito. Casi todos son hombres jóvenes de Turquía, Filipinas, Marruecos e India, personas que ganan alrededor de cuatro dólares por hora y en la mayoría de los casos se trata de su primer empleo. Trabajan 12 horas por día o más, sin ningún tipo de respaldo psicológico por el impacto que implica estar durante todo ese tiempo visualizando contenido que contiene violencia, como puede ser el suicidio, la pedofilia, la tortura animal o la mutilación. Dentro de esa gran bolsa entran los desnudos, filtrados por el mismo criterio que todo lo anterior. Para estas empresas un cuerpo desnudo es lo mismo que un cuerpo mutilado. El tiempo para tomar la decisión de si esa imagen se queda en las redes o sale es de menos de un segundo por click”.

De la serie Proyecto Varones

EL OJO CIS

Las datos que menciona Ana son reconfirmados en el ensayo de Steyerl en relación a las partes del cuerpo que son consideradas visibles y las que no. Para detectar pornografía o imágenes, en un primer momento, las redes apelaron a filtros que señalaban la cantidad de pixeles de tonos por imagen, y asociaban esto de con porcentajes ridículos para determinar si había o no un desnudo. A pesar de eso, ese algoritmo no evitó que se censuran fotos de albóndigas confundidas con vaginas o tanques de guerra asociados a penes.

Ana, después de trabajar mucho tiempo para Playboy también pudo observar que cuando una de estas cuentas sube un desnudo, es muy probable que ese contenido no caiga, incluso aunque haya una denuncia de por medio, porque se trata de mujeres capturadas por la mirada de un hombre cis, en poses que reifican su posición de objeto. En cambio si lo que se ve es una diversidad sexual o corporal, la gran mayoría de esas imágenes son censuradas de inmediato. “Mi idea es exponer esta doble moral y esta censura de Instagram, usar la propia herramienta hace mucho más ruido. Creo que simplemente irse de la plataforma es volver a invisibilizar lo que aún, según las redes sociales, no se puede mostrar. Podría irme a una pagina web personal o en Tumblr, pero me parece que hacerse visible en el lugar en el que te están censurando creo que es muy importante”.

Harff, que se tomo el tema como una cruzada personal, llegó a reunirse con los equipos locales de Facebook e Instagram para plantear la arbitrariedad de los criterios a la hora de señalar un contenido como inapropiado, “ellos reconocen que hay una gran cantidad de errores en los criterios de censura, pero que no tienen que ver con el algoritmo sino con quienes realizan la tarea de visionar las imágenes y sus filtros culturales. Lógicamente, se si trata de varón cis de 18 años, que vive en India, desde donde se realiza el click de censura, el concepto de sexualidad y hasta de corporalidad va ser diferente al nuestro. Pero lo paradójico, es que esos criterios son los que terminan primando para determinar la circulación de imágenes hasta en occidente”.

Actualmente, Ana se encuentra trabajando en una serie de desnudos masculinos a fotógrafos. Ahí se los muestra con los atributos a los que se suele asociar el desnudo femenino visto desde el ojo cis. Con este ejercicio irónico de invertir de la mirada, Ana trata de “desarmar los estereotipos que asocian el desnudo masculino con la rigidez o la acción, y el de la mujer con la suavidad y la pasividad. Intento producir un extrañamiento en el espectador, y mostrar corporalidades masculinas en una estética que se supone que es femenina. Es muy desafiante para mi trabajar con hombres porque es un proceso distinto, no sólo por el hecho de ser hombre, la conexión es distinta, sino que, con cuestiones de cuerpo, el lenguaje corporal del hombre es totalmente distinto; el hombre no es entrenado para entender su espacio físico ni para mirarse su propia imagen en el espejo”.