No hace falta la Estrella de la Muerte. Como los dinosaurios, un país puede desaparecer en un abrir y cerrar de los ojos. El bar de la esquina. Una amiga tocando el timbre, apoyada sobre su bicicleta. Un coro de niños cantando “Río de los pájaros”. Los muertos y los exiliados. Tu padre tirando la caña en un río del departamento de Durazno. Ahora los ves, ahora no los ves. Inspirado por las calles vacías de Montevideo, el nuevo disco de Fabrizio Rossi apoya un antiguo y deteriorado mapa de papel sobre el vidrio templado del Google Earth. La guitarra criolla de Osiris Rodríguez Castillos sobre los anuncios en cuarentena de Spotify. “Es un conjunto de memorias desordenadas”, dice Rossi. “Imágenes de personas y paisajes de un Uruguay que podría haber dejado de existir. El país que recuerdo o que heredé. O que me invento”.
Productor secreto del indie montevideano, Rossi es uno de los vórtices de toda esa escena que queda tanto por fuera del paisito for export como de cierto culto argentino por la canción oriental. Así, decidió poblar el mapa solitario y ectoplasmático de Recuerdos de Uruguay por buena parte de sus cófrades. Así, de la misma manera que la memoria opera sobre los recuerdos, toda la idea de producción (el grabador de dos pistas, la velocidad de la cinta, el plano de la voz, etc.) trabaja con una distorsión de las formas folklóricas como si fuera una radio mal sintonizada. Para pescar de fondo, incluso, la tapa arroja una plomada hacia el núcleo indivisible del corazón uruguayo. Ideada y realizada por Juan M. Ruétalo y el propio Rossi, se trata de una reconstrucción de los célebres Cuadernos Varelianos: un insumo gratuito que el estado entregó por décadas a los alumnos de la escuela pública.
“Nací en Montevideo, pero toda mi familia es de Durazno”, dice Rossi. “Desde que nací, todos los veranos nos fuimos a acampar al Río Yi, mi lugar en el mundo. A mi padre le gustaba el monte y la pesca; mi madre, como es maestra, tenía vacaciones en verano. En esos campamentos, siempre sonaba folklore en la radio: Zitarrosa, Los Olimareños, El Sabalero. Toda esa parte de Canto Popular la escuché toda mi vida y está asociada a mi familia. A cierta clase social del Uruguay de esa época. Hoy en día, con mis amigos y la barra de Feel de Agua, también nos vamos a acampar a ese río. Está bueno porque se mezclan todas las generaciones: los niños, los veteranos y nosotros en el medio. Sin duda, ha sido fuente de nutrición de todo nuestro imaginario”.
Si bien pasó sus primeros años en La Unión, la familia se mudó muy pronto a Jacinto Vera: un barrio idiosincrático. Almacenes, casas viejas, talleres mecánicos. Como el más chico de cuatro hermanos melómanos, Rossi comenzó a metabolizar toda la información musical que se concentraba en la casa y la que daba vueltas por la esquina. Desde el rock argentino de la primavera democrática (muy especialmente, Charly García y Sumo) hasta la psicodelia de Syd Barret, pasando por la canción urbana de Montevideo (Darnauchans, Sylvia Meyer, Cabrera) y los héroes del slacker americano como Sonic Youth, Dinosaur Jr. o Elliot Smith. Así, aunque se mudara mil veces, Rossi nunca se alejaría demasiado del epicentro. Un terremoto siempre es un imán.
Acorazado detrás de bandas como Solar o Alucinaciones en Familia, se metió como un polizón en el indie de los primeros dosmil: el circuito que floreció con la explosión de myspace o bandcamp, los estudios caseros y todos esos ciclos sin sponsors adonde se podía llegar en bicicleta. Fundado en algún punto del 2005, el colectivo Esquizodelia nucleó a la escena y la hizo explotar con el festival Peach & Convention. Ahí, en la célebre esquina de la canción, una noche se apareció Jaime entre los chicos con mochilas o remeras de Sparklehorse. Ahí, entre las ferias de discos y los primeros calores de diciembre, se hizo fuerte Mux: el sexteto donde Rossi liberó todos sus caballos de fuerza. Loops y sintetizadores; epifanías instrumentales y deseos de fin de año cifrados por whatsap en enlaces de puerto a puerto.
“En un momento, Esquizodelia se abrió tanto que ya era inmanejable”, dice Rossi. “Éramos como 150 personas y, obviamente, ya no estábamos tan alineados en el sentido artístico. Menos que ese consenso general, necesitábamos profundizar nuestra arbitrariedad estética. Feel de Agua terminó siendo la síntesis de un grupo de gente que, cuando hablamos de nuestra música, encontramos este binomio: popular / experimental”. La etiqueta es útil. Unificado por la muñeca de Rossi como productor y un sentido absolutamente cosmopolita de lo uruguayo, el catálogo del sello parece pendular entre la canción y las formas más libres. Desde el noir rioplatense de los Excelentes Nadadores hasta el candombe avant-garde de Bolsa de Naylon en la rama de un árbol, pasando por Cielos de Plomo, Amigovio y las canciones de Lucas Meyer, Jorge Portillo, Patricia Turnes, Francisco Trujillo y la increíble Mena. Como si fuera un concilio, la serie Música para Viajes Interdepartamentales selló esa alianza alrededor de un viejo grabador de cinta Fostex r8.
Inspirados por su sonoridad y el registro espontáneo de los viejos discos de folklore, decidieron grabar esa saga en el silencio de la madrugada y acuñar un dogma. “Surgieron algunas premisas generales a respetar, como el hecho de partir de tomas en vivo, no agregar demasiados elementos, usar la cinta magnética, que ninguna letra esté basada en un contexto de ciudad y que todos los tracks respeten esa idea de ‘viaje’ o contemplación”, apunta Rossi. “Es una síntesis donde se une el sentimiento de las canciones con un contexto ideal para escucharlas: ese limbo extraño de estar en un ómnibus, yendo de un lugar a otro, casi sin hablar, mirando el paisaje por la ventana”.
Ilustrados con las fotografías anónimas de la Colección Aníbal Barrios Pintos (al resguardo de la Biblioteca Nacional del Uruguay), los cuatro volúmenes de Música para Viajes Interdepartamentales son un tratado sobre la función de la música popular. Detrás de su título deliberadamente burocrático, no solo reponen el juicio sobre las autorías sino también sobre el valor de lo nuevo. “Me siento conectado musical y afectivamente con ese tipo de canción un poco cruda y rara que resuena en la cultura uruguaya”, piensa Rossi. “Es una conversación entre lo antiguo y colectivo con lo nuevo y personal. El paisaje siempre estuvo ahí: es un puente fuera del tiempo que ha visto pasar a mucha gente. A muchos cantores”.