“¿Qué es lo que te mueve a escribir canciones? En un punto, tu búsqueda es tocar el corazón de otra gente. Y quedarte ahí. O por lo menos producir una resonancia y que los demás se conviertan en un instrumento mucho más grande que el que estás tocando”. El que habla es Keith Richards en su autobiografía, Life, en el apartado dedicado a la época de grabación de Sticky Fingers, disco que hoy cumple cincuenta años. ¡Y vaya si logró cumplir sus deseos el viejo Keith! A través de las generaciones que se fueron sucediendo en este medio siglo que pasó desde aquel 23 de abril de 1971 en el que el opus 9 u 11 (dependiendo si se toman en cuenta las ediciones en el Reino Unido o los Estados Unidos) de la más grande banda de rock del mundo salió a la calle, jóvenes (y no tanto) siguen sintiendo en sus fibras más íntimas el cosquilleo que se produce cuando suenan los primeros acordes de “Brown Sugar”.
Sticky Fingers condensa en sus diez canciones una oscuridad y una profundidad que sin dudas surgen de dos hechos que marcaron a la banda. El disco se transforma de esta manera en una fuga hacia adelante, un exorcismo de esos fantasmas: el de Brian Jones, miembro fundador que murió en 1969, pocas semanas después de que lo invitaran a dejar de tocar con ellos, luego de que sus problemas con las drogas se volvieran imposibles de manejar para la banda; y el de Meredith Hunter, el joven afroamericano asesinado a puñaladas durante el show en el Altamont Speedway Free Festival, en California en diciembre de 1969. “A veces pienso que componer es tensar las fibras sensibles del corazón sin provocarle un infarto a nadie”, diría mucho tiempo después Richards en su autobiografía. Seguramente Sticky Fingers tuvo mucho de eso de tensar fibras sensibles, pero sobre todo, de sujetar y hacer fuertes los lazos de una banda en un punto crucial de su carrera.
La portada diseñada por Andy Warhol que muestra la entrepierna (y en el dorso, el trasero) de un joven en jeans y que en la edición original contaba con un cierre relámpago que se abría y dejaba al descubierto una tela de algodón blanca que sugería la ropa interior del modelo; la aparición por primera vez de la lengua stone que se transformaría en una marca tan reconocida como reproducida, esa que los Stones pagaron tan sólo cincuenta libras a su diseñador, John Pasche, además de un pase vip para un show en el Marquee de Londres; la desvinculación de su anterior sello, Decca, y la total independencia de producción a partir de la creación del sello propio, Rolling Stones Records, que funcionó hasta 1992 cuando firmaron con Virgin, previo a la grabación de Voodoo Lounge (1994); la incorporación de Mick Taylor como primera guitarra -aunque quién se anima a hablar de primeros y segundos cuando la otra guitarra está en manos de Keith Richards- son algunos de los hitos que marcan este disco.
“Podés estar arriba, podés estar abajo, podés ser rico, podés ser pobre, pero cuando el Señor esté listo, te tenés que mover”, la voz chiclosa, gomosa, estirada, casi mimetizada con la guitarra slide de Taylor, transforma un negro spiritual tradicional en un
tema tan híper sexual que en vez de a conectarse con Dios, parecería exhortar a sacarse la ropa, despacito, con cadencia, cuando el Señor lo diga. Se trata de “You Gotta Move”, canción que cerraba el lado A de Sticky Fingers y que traduce cabalmente el ejercicio de estilo que se cristaliza en este disco: una apropiación de los ritmos norteamericanos para volverlos 100% Stones. Otro ejemplo es la balada country-stone “Wild Horses”, firmada por Jagger y Richards que había sido grabada anteriormente por Gram Parsons -quizás el más rockero de los músicos country- con su banda The Flying Burrito Brothers. Ni hablar de “Brown Sugar”, rockazo alla Chuck Berry que al día de hoy se sigue manteniendo como uno de los temas insignia de la banda.
Sexo, drogas, rock and roll. Pop, sofisticación, mugre. Ternura, tristeza, humor, tragedia se dan cita en este disco que ha envejecido sus cincuenta años como si el tiempo no hubiera pasado. O más bien, haciendo mucho mejores los años del tiempo que pasó desde que existe. Sin dudas, el bueno de Keith puede descansar tranquilo: al día de hoy, Sticky Fingers sigue tocando corazones.