Hay cadáveres. No se puede pensar sin ese repique en nuestra cabeza. Hay cadáveres. Eso es la pandemia. Una enfermedad de nuevo tipo, para la cual no tenemos defensas. ¿Cómo lidiamos socialmente no solo con la muerte sino con la amenaza sobre nosotrxs mismxs? ¿Cómo agenciamos nuestros miedos? Muchas veces lo hacemos con la certeza de que lo peor sería que ellos nos limiten. Entender eso es necesario para comprender porque hay sectores de la población que prefieren el riesgo del contagio a la suspensión de actividades. Para otros, la cuestión es que el riesgo es contrapunteado con otros riesgos, el del hambre, la precarización aún mayor de las vidas.
Hay cadáveres y la escena política se dirime en qué hacer para evitar o no su multiplicación. El gobierno de la ciudad de Buenos Aires desdeña la cuantía porque lo que importa es el guiño electoral. El gobierno nacional desespera ante una vacunación más lenta de la esperada y un retobe social extendido. Álvaro García Linera decía, hace poco, que las medidas de aislamiento solo podían sostenerse por convicción social y por creencia en la legitimidad del Estado que las plantea. De lo contrario, se requeriría movilizar una fuerza policial equivalente a la cantidad de la población en cuarentena. ¿Qué pasa, entonces, cuando esa creencia está resquebrajada? ¿cómo se actúa con esa legitimidad mellada?
Algo tiene que interrumpirse, para que la negación de la gravedad de la situación no siga profundizándose. “Algo”: la reproducción sistemática de la desigualdad, la expulsión cotidiana de personas del terreno del derecho, la naturalización de la pobreza, las vidas hundidas en el sistema carcelario. Porque si todo eso no se interrumpe, ¿por qué va a importar el conteo de las vidas perdidas? Es la naturalización previa del trazo que divide vidas con mérito y vidas desechables, la que hace que el conteo solo importe si nos afecta a nosotrxs, si toca a nuestros seres queridos.
Hay cadáveres. Pero agitar esa certeza como única bandera no permite pensar en que impide verlos. Podemos hacer cuentas. Mostrar la magnitud. Pero no está en juego el orden de la amenaza, sino también el de la vida vivible, las condiciones de vida de las mayorías. ¿Se puede seguir diciendo “hay cadáveres” sin decir “hay familias viviendo en la calle”? ¿Sin decir “hay pibas y pibes sin computadoras ni teléfonos ni datos para acceder a la educación virtual” ¿Sin decir que cuando el vecindario se niega a la extracción minera en Andagalá porque eso también produce muerte de un sistema entero de vida?
Es decir, no se puede comprender cabal y seriamente la amenaza de muerte, si no nos tomamos en serio las luchas por la vida. Por una vida digna de ser vivida. Es decir, si no alojamos en nuestras intervenciones intelectuales, políticas, culturales, económicas, las luchas por la vida y por la igualdad. Si no recogemos los saberes de los feminismos populares y su capacidad para tramar cooperación y afirmar igualdad. No alcanza con el rasero de la muerte para generar comprensiones igualitaristas y de cuidado hacia lxs otros. Por el contrario, frente a la amenaza se suele correr hacia lo que ampara la vida individual o la vuelve más confortable. Si no ponemos el horizonte de discusión sobre la igualdad, los cadáveres siempre serán ajenos. Hoy no nos tocó, veremos mañana, modo último del realismo capitalista.
No se puede discutir presencialidad o no en las clases sin discutir trabajos sin derechos y pibxs sin virtualidad. No alcanza con agitar el espantajo de las derechas egoístas y salvajes (que están y reinan en la ciudad de Buenos Aires), sino comprender el modo en que se anudan con afectos más generalizados y sostenidos, incluso, por quienes la pasan peor en esas valoraciones.
Hacer política hoy no debería prescindir de ese horizonte de disputa por el sentido común, de elaborar cuidadosamente las batallas -como hacen las derechas- para instaurar otros criterios, otros valores, otras imágenes del mundo. Nuestras instituciones públicas tienen ese deber, entre tantos, no solo reclamar que usemos barbijos y hacer apología de cada remisión de vacunas. Eso está muy bien, pero no alcanza, porque la única pandemia no es la del covid, sino la de la ceguera frente a las vidas dañadas y las tramas sociales que desamparan.
Nuestras instituciones culturales, ¿son capaces y están dispuestas a pensar ese trazo dañado de la vida social? Pensar el trazo dañado no es solo hablar de lo que daña, también es poner en juego otros valores e imágenes, salir de las lenguas formateadas de los medios dominantes y de los guiños en redes sociales. Pensar de nuevo lo social, para evitar la deserción respecto del cuidado común. Si hoy las derechas utilizan la figura de Zamba para realizar intervenciones ofensivas contra lxs niñxs y jóvenes de clases populares y su supuesto destino delictivo; es porque el personaje se inscribió en la materialidad misma de la vida social, como imagen redimida de lo plebeyo y como incorporación en las pantallas de un color de piel que para muchxs debería ser sinónimo de opresión. Si el terraplanismo embate contra la idea de un saber científico que podría dictaminar formas más precisas de enfrentar la pandemia; lo hace contra la revalorización que en los años del kirchnerismo se hizo de las instituciones de investigación y de la extensión del sistema universitario. Pongo solo esos ejemplos, entre muchos otros que son huellas aún luminosas de la década ganada, para señalar que las batallas culturales -con todo lo incómoda que es esa expresión- son luchas de largo, larguísimo plazo. Y que nada, en ese campo, es inocuo. No lo es quien dirija y con qué objetivos la televisión pública. A veces, lo que parece una acción solo de coyuntura, un acuerdo inmediato con la lengua del poder, es renuncia a la disputa por el sentido común y el alma de las mayorías.
No se trata solo de acciones culturales, sino de pensar la cultura como un territorio en el que se expresan los antagonismos sociales. Me dirán: más viejo que la escarapela, tu Gramsci. Y sí. Pero imprescindible es seguir caminando alrededor de la pregunta por cómo se sistematiza otro modo de concebir el mundo, capaz de expresar la vida y sensibilidad de Zambas y Niñas, y ser sustento de una política igualitarista.