Es una historia digna de ser contada. A Alberto Ramón García el destino se le reveló cuando, de adolescente, presenció una actuación de Oscar Alemán en el Club Social y Deportivo Villa Malcolm. Atrás habían quedado los días en que, como parte de la murga “Los Sacacueros de Palermo”, desfilaba a puro salto por la Avenida de Mayo. El amor por el jazz se profundizó gracias a Louis Armstrong y a conjuntos locales como The Georgians Jazz Band. García estudiaba en el colegio Nicolás Avellaneda. Una tarde, en vez de ir a clases, se dirigió al Café Paulista de Plaza Italia. En las inmediaciones del lugar conoció a Mauricio Birabent, alumno de la Escuela Técnica Otto Krause, quien también se había “rateado”. La conexión fue instantánea. El apodado Moris le hizo escuchar el primer álbum de Elvis Presley. El impacto fue similar al causado por el guitarrista chaqueño.
Por aquellos tiempos, García era seguidor de Los Paters. El quinteto, con la voz de Norberto Franzoni, recreaba la sonoridad de Bill Haley & His Comets y causaba furor. En noviembre de 1960, el cantante se presentó a una convocatoria del sello RCA e invitó a su admirador a acompañarlo. La audición resultó exitosa, no así la de su ladero. El intérprete, bajo el nombre de Lalo Fransen, se convertiría en una de las figuras de El Club del Clan. A principios de 1962, el ex murguista trabajaba en un bar de Villa Gesell. Allí conoció al cineasta Rodolfo Kuhn quien, enterado de su devoción por Brigitte Bardot, lo bautizó con el apellido de su novio. El afortunado se llamaba Bob Zaguri. Al año siguiente, el director lo convocó como extra para Los inconstantes: el film, rodado en el balneario bonaerense, lo mencionaba en los créditos como “Pajarito”, mote puesto desde niño por su forma de “volar”, cuando era arquero, en los picados de barrio.
Pajarito Zaguri era un asiduo concurrente a La Cueva de Pasarotus, ubicada en la Avenida Pueyrredón 1723. El reducto aglutinaba a músicos de jazz. En ese sótano, Birabent conoció al baterista Javier Martínez y al bajista Luis Alberto “Rocky” Rodríguez. Con ellos, durante el verano de 1965/66, se instaló en Villa Gesell, donde dio vida a Los Beatniks. El nombre del grupo aludía tanto a la generación beat (movimiento literario encabezado por escritores de la talla de Jack Kerouac y Allen Ginsberg) como a la corriente musical liderada por The Beatles. El conjunto animaba las noches en el Juan Sebastián Bar. De regreso a la gran ciudad, la formación se disolvió. Moris, entonces, rearmó la banda con Pajarito y dos músicos del antro de Barrio Norte: el bajista Antonio Pérez Estévez y el baterista Alberto Fernández Martín.
Los Beatniks necesitaban despertar el interés de alguna discográfica. Zaguri, a puro tesón, logró una cita con John Lear, presidente de la filial local del sello CBS. “Averigüé a qué hora solía llegar a su oficina. Un día lo intercepté en la calle y le dije: ‘¡usted nunca se va a olvidar de mí!. ¡Soy músico y quiero dar una prueba!’”, le contó Pajarito a este periodista en octubre de 2003. La estrategia dio resultado. El 2 de junio de 1966, el grupo registró (junto a Jorge Navarro en órgano) dos piezas. “Rebelde”, con una letra libertaria y pacifista, era una entrega impetuosa. Moris cantaba con un convencimiento apabullante. Su compañero, en tanto, imitaba el punteo de una guitarra eléctrica con la boca. “No finjas más”, de poética existencialista, era otra muestra del poderío del combo. Con el disco en la calle, el cuarteto ideó una campaña para promocionarlo. El plan incluyó una performance en la caja de una camioneta que recorrió el centro porteño y un chapuzón con amigas en una fuente de Barrio Norte. Los hechos, reflejados por algunos medios, no lograron aumentar las escasas ventas del simple. Tras una serie de diferencias internas, el conjunto se separó.
El debut solista de Zaguri fue con un simple, publicado por el sello Microfón, que contenía la tierna “Un diablito en el cielo” y la psicodélica “Navidad espacial”. En ambos temas fue acompañado por Litto Nebbia en piano, Alejandro Medina en bajo, Moris en guitarra, Ciro Fogliatta en teclados y Oscar Moro en batería. El disco se lanzó bajo el rótulo de “El 4° Pajarito”, pues había sido la cuarta discográfica visitada la que había aceptado su propuesta. Al tiempo, junto a José Alberto Iglesias, dio una prueba en CBS. Las canciones de Tanguito fueron rechazadas. Las de su amigo, en cambio, contaron con la aprobación de Francis Smith. Al productor le urgía terminar el álbum de Los Naúfragos, pero un accidente sufrido por el cantante Enrique Villanueva ensombrecía el panorama. La placa, entonces, fue completada con seis piezas del ex Beatniks. El elepé, titulado Otra vez en la vía, fue un éxito. El compositor, sin embargo, abandonó el proyecto. Luego recibió una oferta de la compañía Music Hall. Con vistas a esa nueva oportunidad, decidió buscar un socio creativo para armar una banda.
Néstor “Nacho” Smilari estudiaba piano en el Conservatorio Nacional Carlos López Buchardo. Su destino era ser concertista, pero todo cambió cuando se incorporó a Los Parkers. El cuarteto, vestido con chalecos de lamé dorado, camisas blancas con moñitos negros y pantalones grises, reproducía éxitos del rock anglosajón. Días antes de una serie de recitales, el guitarrista del grupo abandonó el proyecto. Néstor, tras familiarizarse con el instrumento, tomó su lugar. Tiempo después, se sumó a Las Sombras, conjunto que pulía su repertorio en una sala ubicada en Callao 11. Una noche, tras finalizar el ensayo, el combo salió a recorrer la ciudad y se topó con el sótano de la Avenida Pueyrredón. El lugar, ahora llamado La Cueva, había cambiado su impronta musical. Los muchachos convencieron al dueño, Nybardo Bravo, para que los dejara ensayar allí a cambio de animarle las veladas. “Desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada, interpretábamos una treintena de canciones de The Beatles y The Rolling Stones, ente otros. Las jornadas eran duras, pero así aprendimos a tocar” asegura Smilari.
La Cueva ya era un recuerdo cuando Pajarito le propuso a Smilari formar una banda. El músico tenía un conjunto con el que acompañaba a cantantes como Vico Berti o Freddy Tadeo. El primer convocado fue el bajista de aquel combo: Miguel Monti. Su apodo era “Fender”, pues había sido el primero de los “cueveros” en tener un bajo de esa marca. La agrupación se completó con el tecladista Jorge Mercury y el baterista Enrique Sapia, quienes habían sido parte de Los Comanches. El artista plástico Martín “Poni” Micharvegas fue quien le otorgó el nombre al grupo: La Barra de Chocolate, en alusión a la barra de hachís. A mediados de 1969, apareció el primer simple. El lado A traía “Hippies y todo el circo”, un frenético relato de Zaguri sobre las reacciones que despertaba cuando caminaba por la calle. Su autor lo definió, ante quien esto escribe, como “el primer rap del rock argentino”. La faz B presentaba “¿Cuál es la forma?”, una balada de tinte pacifista con reminiscencias guitarrísticas de The Byrds.
En septiembre de 1969, en el Teatro El Nacional, se realizó el Primer Festival Nacional de la Música Beat. El certamen consagró ganador a un tema inédito de La Barra de Chocolate. “Alza la voz” era un grito de rebeldía que reflejó el espíritu revolucionario de su época. “Cierta vez, un pibe me dijo 'por esa canción me hice comunista’”, comentó Pajarito en aquel reportaje de 2003. “La escribí en cinco minutos”. La entrega contaba con un punzante solo de Smilari y unos precisos arreglos de vientos de su autoría. “Se los tarareé a Francisco “Bubby” Lavecchia, quien los reprodujo en el piano y luego, los escribió en una partitura”, revela el guitarrista. La composición, lanzada en un simple, vendió más de 50.000 unidades. El año culminó con una consagratoria actuación en el Festival Pinap de la Música Beat & Pop ’69. Ambos triunfos allanaron el camino para la concreción de un álbum. Antes de su publicación, aparecieron otras dos piezas: la soñadora “Vivir en las nubes” y la, por momentos, hilarante “El Malecón”.
El elepé del quinteto llegó a las disquerías en abril de 1970. Los acordes introductorios del Farfisa de Mercury definían el mid tempo de “Si supiera esta niña”. “Algunas veces tocamos en Áfrika, un boliche de Barrio Norte. Allí, Pajarito se levantó una mina que era hija de un militar”, recuerda Nacho. La pieza retrataba ese vínculo, obstaculizado por diferencias de clase. “Era como ‘La rubia tarada’ de Sumo, pero con más respeto”, la describió Zaguri. La entrada secuencial del bajo, el órgano, la guitarra y la batería marcaban el pulso de “Buenos Aires Beat”. Retrato cuasi tanguero de una ciudad a punto de despertarse. “Proyectos de un ladrón prisionero” enmarcaba, en una atmósfera psicodélica, un texto escrito por el cantante durante una temporada a la sombra. Tras “Alza la voz”, llegaba “¿Usted sabe lo que es fe?”. Un rhythm and blues, nacido en las sesiones de grabación, con la gran urbe como escenario y citas a otras canciones del combo. El lado uno cerraba con “Otro lugar, cual puede ser” donde el compositor planteaba un escape hacia otro sitio, ya fuese físico o mental. El tema contenía arreglos de Smilari hechos con un pedal wah wah.
El lado dos comenzaba con “Ella, la doncella”, una balada inspirada en “Juan, el noble caballero”, de Moris. La pieza, con arreglos de vientos y cuerdas en sintonía con “She´s a rainbow” de The Rolling Stones, describía a una mujer a la espera de su amado. Seguía “El divagante”, un entrañable retrato de Tanguito. El sólido bajo de Monti, el órgano de Mercury con guiños a la sonoridad de The Doors, y las intervenciones de Nacho, a través de un pedal fuzz, se amalgamaban para construir una gema pop. En “Beatnick waltz” se criticaba a una sociedad que anteponía el progreso material al amor. El tema contaba con otra ajustada participación del tecladista. “El gigante” mostraba a la banda en estado de gracia. Los aportes de la guitarra de doce cuerdas de Smilari, la decisiva presencia de Mercury y la base de Monti y Sapia daban marco a una gran interpretación de Zaguri, quien apuntaba contra los arrogantes y ególatras. El final llegaba con “¿Viste?” una pirotécnica zapada de casi ocho minutos surgida en el estudio. En ella, el cantante desechaba, a viva voz, todo lo que le impedía vivir en libertad.
La fotografía de la carátula del disco mostraba al quinteto posando en la entrada de un bar que, según rememoraba Zaguri, quedaba en la intersección de las calles Paraguay y Reconquista. En la contratapa, un texto del vocalista informaba que las canciones habían sido compuestas mientras soñaba “con una expresión beat netamente argentina en el contenido de sus letras”. Los temas fueron plasmados en el estudio Audión, ubicado en Ayacucho 614, con una consola de cuatro canales. El autor de las piezas era Pajarito, pero éstas adquirían su forma definitiva gracias a Smilari. “Me mostraba las melodías, con los acordes básicos, en una guitarra criolla. Después, yo las envolvía en papel celofán y les ponía un moñito”, grafica Nacho. El proceso de registro fue arduo. “Llegábamos a las tomas finales tras varios intentos, porque Monti y Sapia se iban de tiempo”, afirma. “Los técnicos no entendían nuestra estética. Entonces, cuando la aguja del magnetófono marcaba en rojo, paraban la grabación”, relata aún con asombro.
El conjunto aparecía en televisión y ostentaba una nutrida agenda de conciertos en Capital Federal, Gran Buenos Aires y el interior del país. “Ganábamos mucha guita. ¡Hasta club de fans teníamos!”, exclama Nacho. El combo, incluso, llegó a la pantalla grande en Con alma y vida, film dirigido por David José Kohon. En septiembre de 1970, apareció un nuevo simple. El lado A presentaba “Voces en la calle”, donde se describía a una “Reina del Plata” un tanto hostil. El lado B traía “Doña Lucía”, un soberbio rock and roll con un Zaguri en llamas y un Smilari descollante. Para entonces, el quinteto sufría una profunda escisión motivada por diferencias musicales. Tras regresar de un viaje por Estados Unidos, el guitarrista abandonó el grupo. Su lugar fue ocupado por Juan “Gamba” Gentilini, ex integrante de Conexión Número 5. Sin su arquitecto sonoro, La Barra de Chocolate tenía los días contados. En diciembre de ese año, Pajarito comunicó su disolución.
En abril de 1970, la revista Pelo afirmaba que el grupo representaba una “tercera posición” dentro de los conjuntos locales. “No practica la música complaciente, pero tampoco está en la cosa progresiva cerrada”, señalaba. La mejor definición de la propuesta del quinteto la entregó su líder, hace diecisiete años, ante quien esto escribe. “La Barra de Chocolate encarnó la transformación de la denominada 'música beat' en rock argentino”, precisó. Con el paso de los años, la banda fue condenada al olvido. En la Argentina, sus canciones jamás fueron reeditadas en ninguno de los formatos físicos utilizados por la industria discográfica. Esas piezas, oscilantes entre el pop, el rock, el blues, y la psicodelia, son un preciso retrato de época que espera ser (re) descubierto.