Las formas que puede adquirir el alivio son todas distintas y personales. Conozco personas que ven goles en YouTube; otras que se intoxican con sustancias varias; algunas que tejen; muchas que se dedican a estar con la familia u obsesionarse con las internas de la sangre y el cariño. Conozco personas que trabajan sin parar por obligación o recargando tareas pero que, aseguran, esa concentración los ayuda a no pensar en la realidad incluso cuando pueden quedar expuestos al virus. Una de mis mejores amigas trabaja en un gimnasio: solía detestar a los clientes y su charla y sus poses frente a los espejos pero ahora las charlas descerebradas la ayudan a creer que, a lo mejor, algún día ese torrente de pavadas volverá a ser insufrible y ya no estos intercambios que le hacen la vida más ligera.
Otros, claro, niegan.
Yo miro películas de terror. Todas las noches. A veces hago trampa con algún otro género, pero muy de vez en cuando. Me pregunto por qué, claro, aunque sé que mucha gente hace lo mismo, muchos que también encontraron evasión en las pantallas macabras. A lo mejor es un caso de peor-mejor: ver un escenario más insoportable que el actual es una manera de reconfortarse. A lo mejor se trata de que una película tiene principio y fin, aunque ese final sea espantoso. Vivimos en la incertidumbre con salpicaduras de esperanza y desazón, y es un estado insoportable. El alerta permanente durante demasiado tiempo, hablar de la muerte y los números de los decesos y los enfermos durante más de un año: no se piensa tan seguido y con tanta insistencia en el fin de la vida y en la enfermedad porque la sensación de futilidad o la ansiedad de la supervivencia se vuelven demasiado tangibles; acostumbrarse en un año a que sea casi normal decir “estoy aislado” o entender qué es “saturar” resulta pura electricidad en el cerebro --y todo esto sin mencionar, porque este texto no se trata de eso, a los muertos y los enfermos con secuelas y los que tuvieron que cerrar sus negocios y los que perdieron sus trabajos y los que están desamparados--.
La primera película que vi en mi raid fue El color que cayó del cielo (2019) de Richard Stanley por recomendación de un amigo: se trata de una adaptación del cuento de H. P. Lovecraft. Me gustó. Es horror psicodélico en tonos de violeta que se desata sobre una familia comandada por un Nicolas Cage en estado de enajenación (suele estar así hace rato). Lo extraño, sin embargo, es que la madre tiene cáncer, algo que por supuesto no está en el cuento original, y la película empieza con la hija adolescente haciendo un ritual mágico en el que les pide a las entidades pertinentes que le quiten la enfermedad a su madre. Después cae el meteorito y se desata el horror pero, tras esa introducción, no se puede dejar de pensar que el objeto espacial es un reflejo del tumor, de la desorganización que provoca la enfermedad en el cuerpo propio y en la familia que acompaña. Sobreinterpreto, claro, pero el subtexto está ahí.
Al otro día vi Relic (2020), la primera película de la australiana Natalie Erika James: madre e hija se trasladan a la casa de campo de la abuela que, aparentemente, está transitando los primeros estadios de un trastorno cognitivo. Pasan más cosas: la abuela poco tiene de vieja encantadora, la casa tiene recovecos que mejor no conocer, la naturaleza alrededor parece impenetrable. Pero lo que agobia a los personajes es cómo cuidar de esta mujer. Tener que ser cuidada también la agobia a ella, la enfurece, se rebela. El amor familiar es esquivo y está manchado de malhumor y reproches, un laberinto del que no se puede salir, diseñado para ser una trampa.
De verdad que no buscaba un “tema”, pero continué con The Dark And The Wicked (2020) del texano Bryan Bertino. También hay una familia pero no es de mujeres, es más convencional --padre, madre, hijo, hija-- y si en Australia la casa de campo era cómoda y artística, un refugio que se volvió hostil por la contaminación de la podredumbre familiar pero que alguna vez fue hermoso, nada es amable en esta granja perdida de Texas. La película tiene demasiados “sustos” --que la arruinan-- pero la sensación permanente es tan asfixiante que funciona como una pesadilla. Dos hermanos vuelven a la casa familiar después de mucho tiempo: el padre está en una especie de coma (lo cuida una enfermera, no está abandonado) y la madre se encuentra en un trance místico muy oscuro. Los hermanos ni siquiera saben hace cuánto que no visitan a sus padres. Y cuando empiezan los sucesos sobrenaturales se encadenan con la culpa tan estrechamente que es imposible saber cuándo el fantasma es un emanación de otro mundo y cuándo es un trauma implacable. El padre, en su cama, es el centro de toda esta danza macabra: cuidar de él en ese estado cercano a la muerte sólo atrae la desgracia.
Continué con Saint Maud (2020), y no diré mucho de esta película porque es la mejor de todas, una breve y oscura maravilla de la directora Rose Glass. Pero, otra vez, la protagonista, Maud, es una enfermera de cuidados paliativos y la enferma es una ex bailarina, joven, que tiene que enfrentarse a un cuerpo que no responde y muere de un linfoma en la columna, esa espalda que la hizo una diosa sobre el escenario y ahora la traiciona. ¿Por qué durante los años previos a la pandemia aparecieron tantas películas y tan buenas sobre la enfermedad y los cuidados? La ficción casi siempre es premonitoria y esas premoniciones funcionan mejor cuando no saben que lo son.
Intenté seguir con la serie The Stand (2020) basada en la novela apocalíptica de Stephen King sobre un virus de laboratorio que arrasa a la humanidad de cuajo hasta que solo quedan dos comunidades, una en Boulder, Colorado, y otra en Las Vegas. Pero la serie es mala y no da nada de miedo, algo insólito teniendo en cuenta que es casi una descripción del miedo actual llevado hacia el peor escenario posible. Solo la escena del hospital saturado en Nueva York es escalofriante y triste; lo demás resulta olvidable. Se dirá: pero esta historia tiene que dar miedo, cómo es posible. Y no: es un extraño anticlímax. Tarea difícil arruinar lo que podría ser la mejor serie sobre una pandemia --podría ser una leyenda, incluso, insoportable de ver--; es un logro de lo más peculiar haber vuelto a este material y a estos personajes y a esta gran novela en algo tan aburrido.
Terminé mi saga de películas con The Taking of Deborah Logan (2014), de Adam Robitel, una de género found footage (cintas caseras o falso documental o supuesto material audiovisual encontrado) sobre un equipo de estudiantes que filma el deterioro de Deborah, una elegante y emprendedora señora pueblerina diagnosticada con Alzheimer; la acompaña su hija, Sarah. La actriz Jill Larson, que interpreta a Deborah, es inolvidable incluso cuando la película se desliza hacia cierta tontería al final. La inquietud que produce su mirada fija, su cuerpo demacrado, su pelo alguna vez exquisito ahora diezmado y su creciente violencia es lo más parecido a contemplar la aparición de lo desconocido en un cuerpo amado. La enfermedad y el cuidado de los enfermos, más aún de los cercanos, nos da mucho miedo: eso dicen todas estas películas. Y es muy valiente decirlo en la voz alta y exagerada del terror, evadiendo historias de superación y amor incondicional. Estas películas no niegan la nobleza y la abnegación, sólo prefieren hundir las manos en el barro de otros sentimientos menos puros y edificantes que, claro, se mezclan con el amor.
Ahora estoy inmersa en Them, una serie sobre terror y racismo. Pero quedará para otro día.