El 26 de abril de 1991 por la tarde se produjo la detención de Diego Maradona en un departamento de la calle Franklin 896, en Caballito. La cara desencajada de Diego confirmaba lo que era un secreto a voces: su adicción a las drogas. Acababa de ser suspendido por quince meses por doping tras el partido del 17 de marzo entre Nápoli y Bari. Cocaína, aunque no como estimulante deportivo, según el fallo. Había sido denunciado -sin pruebas- por narcotraficante entre Italia y Argentina. Ahora lo detenían en Buenos Aires. En los medios de comunicación se sabía de antemano lo que iba a pasar y los periodistas esperaban la anunciada salida del jugador. Vecinos y fanáticos de Diego también aparecieron para darle apoyo. “Olé, olé, olé, olé… Diegoooo Diegooooo”, cantaban. Pero las imágenes suyas al salir rodeado de policías de civil evidenciaban que él estaba en otra.
Lo metieron en auto después de posarlo para la prensa. Con los ojos cerrados, con los ojos apuntando a cualquier parte. Dormido en el móvil policial. Sonriente mientras, cigarrillo en la boca, canchero, otro policía lo abrazaba. El hombre que cinco años atrás era el héroe argentino por antonomasia tras el Mundial de México 86 ahora estaba a merced de los leones. Unos días antes había sido ovacionado en La Bombonera, cuando fue a ver el triunfo de Boca ante el Corinthians por 3 a 1 por la Copa Libertadores. Esa noche, uno de los goles lo había convertido Alfredo Graciani, símbolo xeneize fallecido el miércoles pasado.
“Es un muchacho enfermo que necesita ayuda”, dijo el entonces presidente Carlos Menem. Lo primero que hizo el Gobierno fue quitarle por decreto el rango de asesor presidencial y embajador deportivo de Argentina.
Por esos días, había marchas para reclamar por la reincorporación de tres mil despedidos en la vieja metalúrgica Acindar. El caso María Soledad Morales había hecho estallar a la provincia de Catamarca, que era un polvorín político. Pero el escándalo mayúsculo era la Aduana Paralela. Yoma-gate. La cuñada del presidente, Amira Yoma, con peso en la Casa Rosada, estaba involucrada: su ex marido, Ibrahim al Ibrahim, era el director de la Aduana de Ezeiza. Estaba procesado pero libre. La DEA investigaba narcotráfico. El brigadier Rodolfo Echegoyen, que denunciaba lavado de dinero, se había suicidado. Su familia refería asesinato. La detención de Maradona sacó el problema de la opinión pública.
Crónica, que entonces era un diario con llegada popular, titulaba “Conmoción en el fútbol mundial. Diego Maradona detenido por drogas”. Los diarios de todo el mundo tomaron la noticia. Los canales de televisión no mostraron otra cosa durante ese fin de semana en que estuvo detenido y quedó liberado el sábado, tras pagar una fianza de 20 mil dólares. La revista El Gráfico le había dado casi toda la tapa del lunes siguiente a Boca y a Graciani; para Diego, una columna: “Lo entregó una joven mujer policía”, “Encontraron 115 gramos de cocaína”, “Sólo pedía por su esposa, desesperado”, “Patéticos diálogos con la policía”. Dicen que después, tras las rejas, lloraba como un nene. En las semanas previas al escándalo, en la edición del 9 de abril, El Gráfico, que solía atacar a Diego, lo había puesto en tapa completa: “No se imagina lo que decimos de Maradona”. Obviamente, con lo de Caballito se hicieron una panzada.
En el famoso departamento de la calle Franklin lo acompañaban dos amigos de Villa Fiorito. El día anterior a la detención Diego había discutido con su esposa, Claudia Villafañe, y se fue hacia “una noche de diversión”, como dijo él mismo, que terminó en Franklin. La idea era volver a su casa pero se pasó de largo y lo despertó un policía que le mostraba la credencial. “El tipo me decía ‘Policía Federal’ y yo estaba tan dormido que no entendía nada y llamaba a Claudia porque pensaba que estaba en mi casa”. También recordó que uno de los agentes le aconsejó salir con el rostro tapado con un saco pero que él se negó. “¿Por qué tengo que taparme si no maté a nadie? ¿Por qué no te arreglás la corbata que vas a salir en televisión?”, le contestó. “El tipo entendió que era una situación absurda y que estábamos obligados a interpretar una comedia”, contaría Diego.
Unos meses después, y tal vez más tranquilo, Diego recordaba esos sucesos ante un amigo, el periodista italiano Gianni Miná. “En mis últimos tiempos en Italia yo era como un Fórmula Uno que iba a 300 por hora y no se detenía nunca. Pero no le importaba a nadie. Si hasta una persona que tenía peso en el país me dijo, cuando me detuvieron, ‘¿y ahora qué dirá mi hijo?’. No le importaba que yo estuviese postrado, en crisis, con dificultades. Lo único que le importaba era que se le había roto el juguete al hijo”.
Si algo no se le puede recriminar a Diego, es que habló de esos temas con sinceridad. Ese año largo hasta su regreso al fútbol profesional en el Sevilla español, dirigido por Carlos Bilardo, le sirvió para comenzar a hacer terapia y escapar del ruido de los medios de comunicación. Pero no pudo con su alma y desde entonces no fue el mismo. Acrecentó los escándalos públicos y siguió con las drogas. “Se que hice mal. Sobre todo a mí mismo y a mi familia. Creo que en el futuro aprenderé a quererme más, a pensar en mi persona”, le dijo a Miná. El periodista, recordará más tarde, al publicar el encuentro en el diario La Repubblica el 15 de agosto de 1991, notaba que “por primera vez Diego está vacilante, como si las palabras tardaran en acompañar, en expresar su pensamiento. Sufre, y nos inspira una gran ternura y una humana solidaridad”.
“A mis hijas les diré que su papá no es perfecto, que no es un santo, que se equivocó. Que era el mejor jugando a la pelota pero que eso no lo salvó de la infelicidad. Y que su papá buscó una estúpida fuga de la realidad. No voy a sentir vergüenza en sincerarme, como no la sentí cuando vinieron a arrestarme, apresurándose antes a todos los medios de información posibles para transmitir mi detención minuto a minuto, sin respeto por el ser humano, cualquiera haya sido mi culpa. Necesitaban un gran show para confundir a los argentinos y entonces me usaron sin la menor piedad”, recordó sobre esa tarde de hace 30 años. Se refería a Dalma Nerea y Gianina Dinorah, de 4 y 2 años. Aún no había reconocido al hijo que tuvo con la italiana Cristiana Sinagra, Diego Jr.
El reportaje continuó con una salida nocturna a la discoteca Trumps, ícono de aquellas noches de Buenos Aires. Hubo cena, baile y whisky. A las 48 horas los medios italianos publicaron que Maradona había vuelto a su vieja vida de descontrol. Diego se comunicó con Miná y le dijo: “También ahora quieren vender diarios con mi cara. Pero como no soy más futbolista no tengo ningún deber de hombre público. A mí los psicólogos me están tratando de sacar el vicio de la cocaína. No el de vivir”.
Hay alrededor de Maradona cientos de momentos épicos para que se lo recuerde, ahora y siempre. Sus goles a los ingleses en el Mundial de México, sus caídas y resurrecciones en hospitales, sus peleas con los líderes de la FIFA y del mundo y sus amistades con los líderes de la FIFA y del mundo. Sus disparos a periodistas, sus salidas nocturnas y más goles y más momentos futbolísticos. Pero hay un episodio que suele minimizarse y es, justamente, éste del que se cumplen 30 años. Porque a partir de aquella confirmación pública sobre sus adicciones tras salir denigrado de un departamento de barrio, el Diego humano quedó expuesto para siempre. Desde entonces, por más que volvió a jugar profesionalmente, nunca recuperó su mejor nivel. Fue apenas una sombra que iba desapareciendo como cuando el sol se va y aparece la noche con todo su peso.
De todo lo que se escribió y dijo sobre Diego Armando Maradona, hay un texto del mexicano Juan Villoro. Fue escrito en 2004, en una de las tantas internaciones en que se pensó que Pelusa no saldría vivo. Villoro imaginó una crónica como si Maradona hubiese muerto entonces. Lo tituló Morir para convencer y lo cerró así: “Diego Armando Maradona ha muerto. En el fútbol, sólo una vez un hombre fue todos los hombres”.