Cuatro largometrajes se sumaron a las proyecciones de la Competencia internacional de este 19° Bafici, sumando así la mitad más uno de los veinte que integran la sección. Un film alemán rodado en Bangkok y alrededores que coquetea con el policial, hablado casi en su totalidad en idioma tailandés; otro llegado de España, en el cual el drama personal de una niña se escucha estrictamente en catalán; un representante serbio que hace del minimalismo uno de sus puntos fuertes y cuya protagonista es una joven de vacaciones; un cuarto de nacionalidad argentina que apuesta a la idea de la aventura en un sentido casi metafísico. Cuatro películas de ficción que no hacen más que confirmar la diversidad de tonos, talantes, intenciones y resultados de una sección competitiva que –salvo honrosas excepciones– sigue apostando por un cine formal y/o narrativamente arriesgado y del cual sólo pueden participar los primeros, segundos o terceros títulos en las filmografías de sus respectivos realizadores.
La serbia Wind, tercer largometraje de Tamara Drakulic, vino a poner al minimalismo narrativo en condiciones de competir por algún premio. Los días de veraneo de una hija y su padre en una zona apenas turística (o turística de una manera bien “jipona”) describen el tedio de la adolescente, apenas interrumpido por el creciente interés por un veinteañero de la zona, instructor de surf con parapente. Las comparaciones con el cine de Rohmer pueden hacerse solamente de forma epidérmica, porque a Drakulic no parecen interesarle tanto los dilemas de la moral individual como los pesos muertos de la incomodidad con los pensamientos y emociones, y su película descansa menos en la interacción a partir de la conversación que en los sedimentos que dejan las experiencias ínfimas, sea ésta una guitarreada alrededor del fogón o un mal paso en la playa sobre la guarida de una aguaviva. Con realmente muy poco, Wind construye un delicado castillo de arena, una fotografía bellamente encuadrada que, detrás de la superficie, esconde varias historias para quien sabe buscarlas.
En un primer vistazo, es precisamente la fotografía uno de los elementos que más se destacan en la ópera prima del alemán Roderick Warich, que se presenta en el Bafici en calidad de premier mundial. Quizás sea una condición propia de la ciudad: las imágenes de la capital de Tailandia que le dan peso y contexto a 2557 son de gran una belleza, un laberinto de luces de neón, callejones, bares de paso y altos edificios de departamentos que parecen atrapar y encerrar a los protagonistas de la historia, dos europeos allí instalados que andan en busca de un buen negocio y se codean con algunas de las pymes mafiosas del lugar. Entre la distopía no necesariamente futurista (la historia podría transcurrir en un futuro muy lejano o en el más estricto presente), resulta más que evidente la influencia del Wong Kar Wai pre Con ánimo de amar, no sólo por sus exiliados en tierra lejana sino, fundamentalmente, por el tono extrañado y romántico con el cual aborda los territorios del policial y el film de suspenso, en el cual los cruces y choques de los personajes terminan disponiendo un mapa narrativo donde el crimen es apenas una excusa para la descripción de un estado de ánimo.
Narrada en off por una joven tailandesa, amiga de uno de los rubios en tierra de ojos asiáticos, 2557 hace un uso extensivo de los teléfonos celulares como medio de comunicación y de vida (tan ubicuos aquí como los cigarrillos y su humo) y ofrece durante su primera hora una historia interesante y visualmente atractiva donde la circulación del dinero, la traición amorosa y el alcohol como vía de escape dan forma a una película de intencionalidades abstractas, más allá de lo concreto de los hechos y dichos. Ese tedio que parece empapar a todos y cada uno de los protagonistas, ese malestar indescriptible que el realizador se empeña en representar en pantalla, es uno de sus puntos fuertes y también su perdición: luego del robo de una suma importante de dinero y el escape hacia ningún lugar, es la propia película la que se pierde en su propio dédalo, acomodada en una repetición afectada de tópicos y climas que termina haciendo de la monotonía el más evidente de sus deméritos.
Uno de los picos indiscutibles de esta Competencia, la catalana Estiu 1993 –que viene de cosechar elogios y premios en la Berlinale– es el retrato de Frida, una niña de seis años recién cumplidos, durante el primer verano en casa de sus tíos, los primeros días del resto de su vida. La ópera prima de Carla Simón, que sabe muy bien cuando hacer hablar a los personajes y cuando hacerlos callar, informa muy rápidamente acerca de la muerte de la madre de Frida y, poco tiempo después, dará un par de pistas concretas sobre las circunstancias de ese deceso. El resto es el acostumbramiento a un universo diferente al conocido (los nuevos “padres”, la aparición de una hermanastra menor, el ámbito rural con sus usos y costumbres) y un duelo interior que se resiste a la salir a la superficie, a excepción de esos momentos que recuerdan que la inocencia de la niñez es apenas una construcción reconfortante impulsada a ciegas por los adultos.
Las visitas de los abuelos maternos durante los fines de semana, con sus potentes dosis de dogma católico reconvertido al pensamiento mágico por la joven protagonista, aportan un elemento más a una trama rica y compleja a pesar de su aparente sencillez. Que, además, nunca traiciona el punto de vista de Frida. Estiu 1993 descree del uso de la música para forzar o reforzar emociones y edifica pacientemente –con una atención férrea a los detalles más ínfimos– el vaivén emocional de la protagonista y de la historia, que tendrá algo parecido a una catarsis sobre el final, cuando caiga algún velo y se produzca ese primer, angustiante chispazo de crecimiento en la joven Frida. Dolorosa y dura, pero en la vereda opuesta del golpe bajo, delicada y sutil a la hora de construir emociones, la película no sería la misma sin la participación de la debutante Laia Artigas, uno de esos milagros del casting y de la dirección actoral que sólo se dan cada tanto.
Otro debut en la realización, Una aventura simple encuentra a su responsable, Ignacio Ceroi, al mando de una historia que, en su primera mitad, remite tanto a Jacques Rivette como a Hugo Santiago, revisitando además los juegos y confabulaciones de sus coterráneos Matías Piñeiro y Alejo Moguillansky. Un extraño idioma basado en los movimientos que pueden obtenerse de las ramas de un árbol, un grupo de chicos y chicas que cohabitan en un mismo departamento, la música y las relaciones afectivas. Y el padre de la protagonista, arqueólogo obsesionado con una raza de hombres amazónicos, a quien la chica sale a buscar luego del más extraño de los robos. El carácter derivativo de esa primera porción se desvanece en la más estimulante contraparte final, ya en viaje en canoa o a pie en medio de la selva, acechados por un legendario ser que responde al nombre de Shapshico, primo hermano del Pombero chaqueño. De apenas 65 minutos de duración, el carácter deshilvanado y poco cohesionado de Una aventura simple fue sin dudas buscado y encontrado, pero el regusto algo crudo que deja sobre el final parecería indicar que un golpe de horno de cierta intensidad podría haber mejorado la cocción.
* Wind se exhibe mañana a las 22.20 en Artemultiplex Belgrano 3.
* 2557 se exhibe mañana a las 20.30 en Village Caballito 7.
* Estiu 1993 se exhibe hoy a las 17.15 en Village Recoleta 6 y el jueves 27 a las 20 en el cine Gaumont.
* Una aventura simple se exhibe hoy a las 15.30 y mañana a las 17.30 en Village Recoleta 7.