La pandemia logró lo que parecía imposible en los premios Oscar 2021: que un evento con la frivolidad y lo evasivo en sus genes fuera cercano al espectador promedio. Lo que no quiere decir que haya sido una ceremonia “entretenida”. No estuvo ni cerca de serlo. Fue, en todo caso, un laaaarga velada de tres horas y cuarto durante los que la acción se limitó a lo mismo de siempre, aunque sin todo aquello que cortaba la circularidad de la dinámica y, por lo tanto, aportaba algo de ritmo a lo que terminó siendo un trámite burocrático transmitido en vivo y en directo a todo el mundo. Ni siquiera hubo algún discurso módicamente recordable, a excepción del de Thomas Vinterberg abriendo el corazón para hablar de la muerte de su hijo. Y eso que había tiempo para hablar ya que, al no haber orquesta que “apurara” tocando cada vez más fuerte la canción, quien subía podía explayarse largo y tendido sobre Dios y los padres (Daniel Kaluuya) sus recuerdos infantiles (Chloé Zhao) o la violencia contra los afroamericanos, otra vez EL tema de la gala.
Si el Oscar es la encarnación supina de lo banal, una vidriera de aspiracionismo planetario, la pandemia lo arrastró de las narices desde “la fábrica de sueños” que dice ser Hollywood hasta el barro de los mortales, y lo recibió con una patada de realidad que lo hizo ir contra su propia naturaleza, anulando todo exceso festivo para abrazar una circunspección acorde al contexto. Fue así que la alfombra roja estuvo desértica de una manera que no se veía desde la gala 2003, realizada casi en simultáneo a la segunda ofensiva bélica estadounidense en Irak. No hubo publicistas, ni agentes de prensa ni fotógrafos, salvo un selectísimo grupo de medios con los derechos de transmisión que entrevistaban a dos metros de distancia y a doble micrófono. Todos los que estuvieron en la alfombra, según contó Axel Kuschevatzky en la transmisión, recibieron los elementos para realizarse un hisopado que luego enviaron por correo y cuyo resultado conocieron al otro día.
Si la previa fue extraña, la ceremonia pareció una copia triste de lo que supo ser, un casamiento sin alcohol y con invitados lobotomizados en lugar de uno de los eventos referenciales del entretenimiento mundial. Fue pobrísimo como show, sin ningún tipo de vuelo creativo, serio y maniatado, con un apoyo audiovisual tirando a nulo (no hubo, por ejemplo, fragmentos de los nominados en acción, ni tampoco canciones cuando anunciaron esa terna) y varios desajustes difíciles de explicar. Los números musicales, por ejemplo, se filmaron antes para ser emitidos durante la previa, pero solo se vieron tres de los cinco anunciados. Y uno de los que faltó fue el de la canción ganadora.
Sí fue prolija la transición entre las cuatro sedes en tres países donde se desarrolló la ceremonia, con la estación de tren de Los Ángeles Union Station como epicentro, como bien se encargó de mostrar la cámara en el plano secuencia de apertura que, recreando los créditos iniciales de una película, culminó en el salón central donde estaban los invitados compartiendo pequeñas mesas redondas con sus acompañantes. “Somos un elenco de 200 personas, casi todos vacunadas y con la pruebas hechas”, aclaró de arranque la primera presentadora, Regina King, antes de explicar que todos estarían sin tapabocas mientras estén al aire y que se lo pondrían en los cortes comerciales. Pero algunos prefirieron dejárselo puesto durante toda la gala. Quizás este Oscar, olvidable desde todo artístico, político y recreativo, sea recordable por ser el primero que transcurrió en un mundo parecido al de los mortales.
Hubo mil diferencias con las ceremonias “normales”, tanto que tranquilamente, puestas a la par, podrían pertenecer a entidades distintas. Hasta el orden habitual de los rubros alteraron, entregando varios de los más jugosos (Película Internacional, Dirección) durante la primera hora y llegando al extremo de entregar el de Mejor Película –es decir, el rubro más importante- antes del último bloque y dejar para el cierre de Actriz y Actor protagónico, como si los organizadores quisieran boicotearse a sí mismos.
Tampoco ayudó que los invitados estuvieran en modo lo-fi, limitados por la pandemia pero sobre todo por una corrección política cada vez más tóxica –la misma que explica la manera de dividir los premios, la invitación a trabajadores del sistema sanitario y un premio honorífico a una entidad vinculada a la Salud– que hace que cada chiste, cada intento de ir un poco más allá de los límites etéreos de Hollywood, pueda ser penado con el fin de la carrera. La Academia concluyó así el que probablemente haya sido el peor año de su historia, con mayoría de nominadas medio pelo y desconocidas para el gran público, y una ceremonia triste como todo domingo a la noche, sin grandes estrellas (a excepción de Brad Pitt y Harrison Ford) y dividiendo los premios de tal manera que -salvo Nomadland, que cosechó tres- hubo ¡seis! películas con dos estatuillas cada una como máximas ganadoras. Seis películas que, como viene ocurriendo, nadie recordará de aquí a un par de meses.