"El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.” Así, con tanta brillantez, describe el siempre tan admirado y recordado Eduardo Galeano la tarea del árbitro de fútbol, sin dudas el personaje más abucheado, chiflado y odiado del fútbol.
Supongo que los árbitros, que desde hace años superaron el luto de tener la desdicha de ejercer una profesión tan puteada, en esta época de pandemia estarán pasando su mejor momento profesional. Me juego a que pagarían parte de su sueldo y casi todo su aguinaldo para que estos tiempos de fútbol sin hinchas se prolonguen hasta el infinito. Nunca pasaron tantos meses trabajando sin que nadie adose a sus apellidos el mote de “compadre” e ipso facto les recuerde cierta parte de la anatomía de sus madres. Tal vez por eso que en esta columna hoy establecemos el Día de San Silbato Mártir, patrono de la tarjeta roja, para recordar a estos señores siempre tan odiados, pero que al final de cuentas son necesarios para el desarrollo del deporte del fútbol como tal.
Recuerdo un Díaz cuando fui a ver un partido entre River y Vélez en Núñez, estaba sentado como un Ducatelli en mi platea, y con mucho hambre, por eso me había llevado una media Lunati de queso y Cordero, Leche Pasturenzi y una porción de Pascualino que me sobró de la Brazenas, se me caía la Bava por Comesaña. Pero Nittiempo tuve, ya que el partido empezó, a los pocos minutos Veiró que el Pepe Castro trata de Esquivel a Merlos, lo quiere Brailovsky en Busca del gol, pero Mostaza lo Barreiro y le pegó Forte. Hay comenzó el juego Ruscio. González le pegó Feola a García en el bajo Ventre, otro le gritó Gallina a Goicochea. Y ahí Tello juro que se armó la Guerra. Hubo Cruces de piñas, patadas en el Espinoza y fue el comienzo Delfino. El árbitro Sequeira tranquilo Nimolesto por la acción, Pitana su silbato, Marconi Penel para Vélez con el Abal del juez de línea y Echavarría a los jugadores más violentos. Fue un Baldassi de agua fría para los dueños de Casas que gritaban “Ithurralde, Laverni de tu madre”.
Y yo les decía que no, que estaban equivocados. Entonces un tano de Calabria me empezó a gritar que el penal que Márquez no Baliño, que Scime iba a Argañaraz me fuera, que a él no lo Bassi insultar, que yo era un Collado en la platea, que hay que ser Coerezza en la vida, que no apoyaba el “Siga siga” de Lamolina ni la rectitud de Castrilli, que eso ya era un circo Romano y que por qué no me tomaba el Olivetto. Entonces lo frené y le dije que estaba equivocado únicamente porque el árbitro de ese partido era Luis Pestarino, no don Arturo Ithurralde. Aclaradas las cosas, nos pedimos perdón y nos dimos una Brozzi.
El resto del partido lo vimos juntos, en perfecta armonía. Era la vida color de Rossi, ambos alentando al equipo y, por supuesto, cantando al unísono en contra de la madre de Pestarino.