¿El descenso está escrito con la caligrafía de los perpetradores? Ernesto Espeche tenía dos años y su hermano menor apenas uno cuando sus padres, Carlos Espeche y Mercedes Vega, ambos médicos y militantes políticos del PRT, fueron secuestrados en Tucumán y Mendoza, entre abril y julio de 1976. En 2014 el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos del padre en el Pozo de Vargas, centro clandestino de detención de cuatro metros de diámetro y casi cuarenta de profundidad, que se encuentra en el límite entre San Miguel de Tucumán y Tafí Viejo. La experiencia de bajar al Pozo fue tan movilizadora que cualquier intento de escribir una crónica parecía insuficiente para este periodista, investigador y docente universitario que estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Cuyo. “Los cuerpos son desobedientes, no acatan, sumisos, las premisas de una razón estructurada (…) Aunque reciban la orden de desaparecer, pujan, desde lo más profundo de su obstinación, para salir a la luz. Emergen”, dice uno de los personajes de Treinta y nueve metros (Paradiso), la primera novela de Espeche.
“Los fragmentos de memoria se van mezclando sin un orden cronológico en la novela. La memoria es como pedacitos que van y vienen, que resurgen siempre de una manera distinta”, dice Espeche (Mendoza, 1973), autor de Gramsci y Masetti frente al poder de los medios en América Latina (2016) y El mito de los dos demonios (2018).
--”Ponerle fin a la dictadura, de verdad, es liberar a los cuerpos de un cautiverio secreto y continuo”, se advierte en la novela. Hasta tanto no aparezcan todos los cuerpos, ¿la dictadura continuará?
--Quienes hemos militado desde los organismos de derechos humanos, sabemos del esfuerzo de nuestras abogadas y abogados querellantes para romper con esa lógica jurídica que plantea “no hay cuerpo, no hay delito”, y tratar de que, a pesar de eso, se pudieran llevar adelante los juicios. El objetivo de la dictadura fue ir un poco más allá, no era solamente la desaparición de los cuerpos para ocultar el delito, sino para lograr que, aun terminada en su formalidad en 1983, continuara y se repitiera permanentemente; que sus efectos siguiesen habitando nuestras vidas. Quienes sufrimos la desaparición de nuestros seres queridos, la sentimos cada día. Cada vez que nos despertamos, ese arrebato, ese acto de secuestro y desaparición, vuelve a ocurrir. Liberar a los cuerpos de su cautiverio es terminar con la dictadura. Por ahí va esa búsqueda de pensar que esta novela también se escribió en dictadura porque, insisto, la dictadura nos sigue mostrando que aquellos efectos están presentes cada uno de nuestros días en nuestra generación y en la que viene ahora, porque mis hijos también la sienten en el cuerpo.
--El personaje viaja hasta el Pozo de Vargas acompañado por su familia. Cuando empieza a bajar, escucha que sus hijos cantan: “¡Papi sube! ¡Papi baja!”. ¿Qué importancia tiene esta forma de jugar de los chicos?
--Es como un rito, como un mantra. Ellos saben que el abuelo bajó para no subir y ese canto tiene que ver con la certeza que tienen de que el padre baja para volver a subir. Ahora Papi no sabe si sube; está bajando y se siente atrapado por esa pulsión de quedarse porque entiende que es ahí donde puede hacer posible ese proyecto trunco de estar los cuatro juntos. Ese dilema de bajar para no saber si subir requiere también de ese sonido casi coral de fondo de los que vienen tirando de una soga imaginaria para que ese ascensor vuelva a subir. La superficie es el lugar de los vivos.
--”Somos heridas que nunca cierran”, dice Brodeck, el protagonista de una novela de Philippe Claudel. ¿Estás de acuerdo con que el secuestro y la desaparición es del tipo de heridas que nunca cierran?
--Las heridas no cierran y lo primero que aparece casi como efecto analgésico es decir: “ahora vas a poder hacer el duelo, cerrar una etapa”; la sociedad necesita saber que eso cierra en algún momento, que eso sana. Pero la novela es incómoda justamente porque intenta mostrar que no hay posibilidad de cierre. Nos incomoda como sociedad que las heridas de la dictadura no cierren. Nos encantaría creer que todo aquello puede cerrar. O cerró. Y la verdad es que no. Y decirlo es sacarnos de un lugar como sociedad en donde podemos llegar a suponer que aquello quedó atrás. Pero aquello es historia y es presente. Las heridas no cierran; están ahí, duelen más o menos. Hay días que duelen muchísimo. Otra cosa es el acto reparatorio que nos ayuda a convivir con esa herida.
--¿Se sabe algo de dónde podrían estar los restos de tu mamá?
--No. A mi vieja no la vieron en ningún centro de detención. Yo hubiese podido imaginar un montón de posibilidades a partir de otras experiencias. Yo elegí imaginar en la novela que en ese momento en que nos la arrebataban ella pensaba en el encuentro con su compañero. También está el tema de la culpa de ese niño que no pudo defender a su mamá. Por eso al otro día no preguntó nada y no supo ni siquiera llorar la ausencia de su mamá.
--¿Estabas en el momento en que la secuestraron?
--Sí, no lo recuerdo, no tengo memoria consciente sobre eso (en algún lugar está, pero no lo logro encontrar). El relato dice que yo estaba parado, mirando todo. Mi hermano más chiquito, con un año apenas, dormía. Los bebés duermen mucho. En las configuraciones de la memoria no todo se dice y lo que se dice se dice de a pedacitos. Hay rompecabezas incompletos que los hijos y las hijas hemos tenido que reconstruir como forma de estructurar nuestra identidad. Es como una habitación desordenada en la que uno va acumulando cosas y que en algún momento hay que darle un sentido. Pero ese sentido va cambiando a medida que uno entra a esa habitación y busca algo ahí. Uno se va encontrando con lo que ha ido guardando en esa habitación, que funciona como el lugar adonde van a parar los desechos de la memoria.